En las áridas tierras de Wadi Al-Rimal, donde el honor vale más que la vida y las mujeres son piezas de un destino pactado, Nasser Al-Sabah llega con una misión: investigar un campamento aislado y proteger a su nación de una guerra.
Lo que no esperaba era encontrar allí a Sámira Al-Jabari, una joven de apenas veinte años, condenada a convertirse en la segunda esposa de un hombre mucho mayor. Entre ellos surge una conexión tan intensa como prohibida, un amor que desafía las reglas del desierto y las cadenas de la tradición.
Mientras la arena cubre secretos y el peligro acecha en cada rincón, Nasser y Sámira deberán elegir entre la obediencia y la libertad, entre la renuncia y un amor capaz de desafiar al destino.
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Lo que el viento dejo
El viento rugia, Nasser levantó el rostro. Entonces, en medio de la oscuridad amarillenta, se dio cuenta, el lugar donde estaban las cajas había desaparecido bajo una duna nueva. El oasis entero se desfiguraba, tragado por el desierto.
Nasser se puso de pie y ayudo a Sámira a levantarse, la sostuvo con fuerza mientras intentaba llegar hasta la tienda donde se habían refugiado las mujeres.
—¡Vamos! ¡Debemos llegar a la tienda de las mujeres! —gritó, pero su voz se perdió entre el bramido del viento.
Dio unos pasos, y sintió cómo el aire lo empujaba hacia atrás con una fuerza inhumana. El desierto rugía con furia. En ese momento, unos hombres del campamento corrieron hacia él. Habían atado sus cuerpos con sogas para no perderse entre la tormenta. Uno de ellos le lanzó el extremo de una cuerda. Nasser la sujetó con fuerza, envolvió a Sámira contra su pecho y comenzó a avanzar, tirando de ella mientras los hombres los ayudaban a abrirse paso.
La arena les cortaba la piel. Los ojos ardían, los labios sangraban. Cada paso era una lucha contra el viento. Cuando por fin alcanzaron la gran tienda donde se habían refugiado las mujeres, Nasser empujó la tela con el hombro y entró.
Dentro, el aire era denso y caliente. Las mujeres estaban sentadas en el suelo, cubiertas con mantos gruesos, abrazadas unas a otras. Laila alzó la vista, y un grito se le escapó de la garganta al ver a su hija.
Sámira tenía la pierna ensangrentada. Un trozo de metal, quizás parte de un gancho o de una estaca arrancada por el viento, le había abierto la carne a la altura del muslo.
—¡Por Alá! —exclamó Laila corriendo hacia ella.
Nasser la recostó con cuidado. La herida era profunda. La sangre empapaba la tela de su vestido. Por un instante, dudó sabía que estaba prohibido tocarla, pero si no lo hacía podría perder demasiada sangre.
—Traigan agua —ordenó con voz firme. Nadie se movió. Solo Laila asintió y le alcanzó un cuenco.
Nasser rasgó una parte de su túnica y comenzó a limpiar la herida. Sámira apretó los dientes para no gritar.
—Tranquila —murmuró él, sin mirarla.
Sus manos, curtidas y firmes, trabajaban con cuidado.
El viento seguía rugiendo afuera, pero dentro solo se oía la respiración entrecortada de ella y el murmullo de las mujeres rezando en voz baja.
Cuando terminó de vendarla, Nasser levantó la vista hacia Laila.
—Necesita atención médica —dijo con seriedad—. En cuanto calme la tormenta pediré un helicóptero.
Laila asintió, con los ojos húmedos. Nadie dijo nada más. El silencio solo fue roto por el bramido del viento que seguía golpeando las telas.
Nasser se apartó, pero su mirada quedó fija en Sámira. Ella lo observó desde el suelo, con el rostro cubierto de arena y lágrimas. Por un instante, el desierto entero pareció detenerse entre ellos.
La tormenta duró horas. Cuando finalmente el viento comenzó a ceder, el silencio fue aún más aterrador. La luz volvió en un tono rojizo y espeso. Las tiendas eran montículos rotos, los animales gemían, y sobre todo… el paisaje había cambiado.
Nasser salió de la tienda, con el rostro cubierto de polvo. El aire aún quemaba al respirarlo. Caminó con dificultad hasta su camioneta, que había quedado medio enterrada en la arena. Abrió la puerta, buscó bajo el asiento y sacó una pequeña caja metálica; su teléfono satelital.
Lo encendió. La señal tardó en estabilizarse, pero finalmente la pantalla mostró la conexión. Marcó el número que conocía de memoria.
—Ibrahim —dijo apenas escuchó la voz al otro lado—, necesito una evacuación médica urgente.
—¿Qué ocurrió? —preguntó el hombre, sorprendido.
—La tormenta. Hay heridos, pero una mujer necesita atención inmediata. Perdió mucha sangre.
—¿Quién es?
Nasser dudó un instante. Miró hacia la tienda donde Sámira descansaba.
—La hija de Al-Jabari —respondió finalmente—. No sobrevivirá si no llega ayuda.
Del otro lado hubo un silencio breve, cargado de comprensión.
—Iré a hablar con Su Alteza —dijo Ibrahim con voz tensa.
—Haz que lo intente en cuanto sea posible. Si no llega antes de la noche, será tarde.
—Lo haré, hablaré con ella.
El hombre colgó. Nasser guardó el teléfono, respiró hondo y miró el horizonte. El desierto parecía irreconocible; el oasis había cambiado de forma, sepultado bajo dunas nuevas.
Regresó a la tienda. Laila y las mujeres seguían allí, con las lámparas encendidas. Sámira dormía, agotada por el dolor y la fiebre. Nasser se arrodilló a su lado y comprobó que el vendaje aún detenía la sangre.
—¿Vendrán? —preguntó Laila en voz baja.
—Sí —respondió él.
Laila lo miró, sorprendida.
— Me sorprende
—No diga eso señora Al-Jabari —dijo Nasser, con un tono que no admitía réplica—. Solo asegúrese de que su hija resista.
Luego se apartó. — Estare afuera con los hombres si necesita algo llámeme.
Cuando Sámira despertó unas horas después, lo vio ahí, sentado cambiando su venda, el rostro cubierto de polvo.
—¿Sigue aquí? —susurró ella, apenas audible.
—Hasta que estés a salvo —respondió él sin mirarla.
Sámira lo observó en silencio. Había algo extraño en ese hombre: dureza, sí, pero también una lealtad que no esperaba. En el fondo, supo que esa promesa no era solo una obligación… sino el comienzo de algo que ninguno de los dos podría detener...
Con los años Mariana había aprendido de que uno solo educaba con el ejemplo, era la futura reina. Pero también era mujer, madre y médico, sus hijos estaban seguros en el palacio y ella. Ella se encontraba trabajando en el hospital, Ibrahim se acercó a ella y le informo lo ocurrido.
Mariana decidió buscar a Kamal, su cuñado y jefe del hospital.
Minutos después un helicóptero salía de una ciudad cercana a Al-Qasr, lugar donde trasladarían a Sámira.
Uno de los hombres grito al escuchar el helicóptero, Nasser sonrió venían por Sámira...