Nací dentro de una familia con bastante poder y recursos que por culpa mía, terminaron por perderse o cediendo a otros.
Terminé en la cárcel por fraude e intento de asesinato, extorsión y amenaza premeditado hacia la única persona que creyó en mí. Sola en mi celda pagando por mis pecados y errores, en plena oscuridad y un silencio mortal e incesante, sentí una punzada en el abdomen y la sensación de que me había mojado la camiseta, pronto percibí el olor de la sangre y pese a lo oscuro que estaba vi a través de los rayos de la luz de la luna llena que entraban por los barrotes de la ventana que daba afuera, la sangre que brotaba de mi interior, mis manos se mancharon de sangre enseguida y en ese momento de desesperación una voz retumbó en las paredes de mi celda.
"Tu destino será morir a menos de que cambies tu rumbo..."
Rogué y supliqué por cambiarlo y luego de eso la oscuridad invadió mi campo visual y supe que había llegado mi hora.
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Capítulo 21: El eco de lo que fue
EINAR
La noche había caído como un velo espeso sobre nosotros. El aire olía a madera húmeda y flores marchitas, el perfume inconfundible del fin de una celebración que no lograba asentarse del todo en el pecho. La boda había finalizado, los últimos brindis ya eran un recuerdo, las miradas de los invitados se habían disuelto en sombras. Pero en mi interior, nada se sentía concluido. No del todo.
Aila caminaba a mi lado. Su vestido ondeaba con cada paso, más sencillo que ostentoso, más ella que cualquier otra cosa. Había algo en su forma de moverse, en su silencio cómodo, que me hacía estremecer. Como sí llevara consigo la promesa de algo que aún no comprendía del todo. Nos subimos al auto en silencio. Ella no preguntó a dónde íbamos. Me miró, sin juicio, sin apremio. Le bastó con saber que yo conducía.
—¿Estás cansada?—Pregunté, rompiendo la quietud que comenzaba a pesar.
—No—. Respondió suavemente—. Estoy... expectante.
Sonreí, aunque mis labios apenas se movieron. La palabra que eligió era precisa. Porque ella no lo sabía aún, pero estaba a punto de conocer Hess.
A medida que el paisaje se transformaba en árboles viejos y colinas envueltas en bruma, sentí que los latidos se volvían más lentos, más pesados. El camino hacia Hess no era solo físico. Era un retorno. A un sitio que había enterrado bajo capas de silencio y tiempo.
Vi de reojo cómo sus ojos recorrían el paisaje por la ventana. No preguntaba. Tal vez intuía.
Ella giró el rostro hacia mí. Esperó. No con ansiedad, sino con esa paciencia que comienza a doler.
—Es... donde viví antes—continué—. Donde vivíamos mi esposa y yo.
El nombre cayó como un vidrio sobre el asfalto. No porque Aila se inmutara. No lo hizo. Pero yo sí. El simple sonido me clavó una astilla en la garganta.
—Lo sé—susurró—. No tienes que explicármelo.
Esa respuesta, simple y serena, me desarmó más de lo que debería. Como si hubiera esperado incomodidad, celos velados o preguntas disfrazadas. Pero no. Solo aceptación. Y eso dolía más que cualquier reproche. Porque me dejaba sin excusas.
El auto detuvo frente a la vieja reja de hierro forjado. Años atrás, Ylva la había hecho pintar de blanco. Ahora, el óxido la había reclamado. Bajé, abrí el portón. El chirrido que emitió fue como un lamento antiguo. Aila no dijo nada.
Entramos en el terreno. La casa surgió entre los árboles, envuelta en una penumbra plateada por la luna. Era una casa de líneas firmes, de piedra oscura y tejas musgosas. El jardín estaba lleno de rosas silvestres, nacidas de esquejes que Ylva había plantado. No las había tocado desde entonces. Las dejé crecer. Como una especie de penitencia.
Aila descendió del auto. Se quedó quieta unos segundos, observando el lugar. Vi cómo su mirada se posaba en los detalles. El farol apagado junto a la puerta, la ventana del estudio cubierta por cortinas polvorientas, los rosales que enredaban los muros.
—¿Este es tu hogar?—Preguntó, sin tono acusador. Solo curiosidad.
—Lo fue—respondí—. No sé qué es ahora.
Ella asintió lentamente. Se acercó a los rosales. Tocó uno con la yema de los dedos, con un gesto tan delicado que casi creí verla hablarle en silencio.
—No tiene que doler por siempre—. Murmuró, sin mirarme.
Algo en mí cedió. Una grieta que apenas era perceptible, pero definitiva. Porque ella no había huido. No había hecho preguntas que no podía responder. Solo estaba allí. Tocando las ruinas de lo que fui, como si no le temiera a los fantasmas.
Abrió la puerta de la casa con una naturalidad que me dejó sin aliento. Como sí ya hubiera estado allí.
Tal vez... sí.
La seguí. El aire en el interior estaba cargado de polvo, recuerdos y silencios. Todo igual, todo detenido en el tiempo.
—Mañana abriremos las ventanas—Dijo. Y tal vez podamos plantar algo nuevo.
No pude responder. Pero esa noche, al verla caminar entre las sombras de mi pasado sin quebrarse, supe que quizás Hess no sería más una tumba.
Quizás, por primera vez en años, podría ser un hogar.