El fallecimiento de su padre desencadena que la verdad detrás de su rechazo salga a la luz y con el poder del dragón dentro de él termina con una era, pero siendo traicionado obtiene una nueva oportunidad.
— Los omegas no pueden entrar— dijo el guardia que custodia la puerta.
—No soy cualquier omega, mi nombre es Drayce Nytherion, príncipe de este reino— fueron esas últimas palabras cuando ellos se arrodillaron ante el.
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BUENAS NOTICIAS
Los días avanzaban con normalidad. Algunas noches eran tan frías que el viento hacía vibrar las ventanas del palacio como si sus muros pudieran quebrarse, y otras tan cálidas que la brisa de los jardines llevaba aromas de flores nocturnas hasta los pasillos. Esa noche, sin embargo, el ambiente era distinto. El emperador había pedido que sus hijos cenaran con él.
—Qué alegría tenerlos aquí, sentados a mi lado —dijo con voz grave, cargada de ternura, mientras los contemplaba. Su mirada se suavizó, como si por un instante dejara de ser emperador y fuera solo padre—. Muy pronto, sus vidas cambiarán.
Un silencio incómodo se extendió por la mesa.
—Los he reunido hoy porque quiero que convivan, que aprendan lo que significa ser hermanos —añadió.
Drarius entrelazó los dedos, y su mandíbula se tensó.
—Padre… no creo que sea conveniente.
Drayce, con esa calma que ya lo caracterizaba, inclinó apenas la cabeza y respondió con tono dulce:
—Padre, será como digas. Estoy seguro de que puedo hacerlo.
El emperador lo observó con satisfacción.
—Eso es lo que quiero escuchar. Drayce, como el mayor, debes dar el ejemplo. Y tú, Drarius, al menos inténtalo. Por favor, olvida por un momento quién es tu madre y ve más allá de lo que tus ojos alcanzan.
El resto de la cena transcurrió en aparente calma, pero bajo la mesa las tensiones eran como cuchillas invisibles.
Cuando salieron de los aposentos, Drarius no pudo contenerse más.
—No creas que porque padre me pidió eso, iré a abrazarte. Jamás me juntaría con el hijo de una prostituta.
El golpe fue tan rápido que ni él lo vio venir. La bofetada de Drayce resonó en el pasillo como un látigo. Drayce se inclinó apenas hacia su oído, con una sonrisa peligrosa.
—¿Sabes, Drarius? Sí, mi madre fue una prostituta… pero la tuya es una asesina.
El aire se escapó de los labios del alfa, que por primera vez quedó en silencio, helado por aquellas palabras.
—Si quieres sobrevivir en este palacio —continuó Drayce con voz firme—, deja de seguir las órdenes de tu madre.
Se alejó, dejándolo clavado en su propio orgullo.
Fue entonces que Christian apareció. El pelirrojo avanzó con pasos discretos, y Drayce, al verlo, suavizó el gesto.
—Concubino Christian —lo saludó con respeto, inclinando la cabeza—. ¿Hay nuevas noticias?
Christian bajó la mirada, incómodo.
—Sí, príncipe… pero no puedo hablar de ello abiertamente —murmuró, justo cuando Drarius se acercaba a ambos.
El alfa los saludó con frialdad. Su madre le había dicho que evitara al concubino, pero había algo en la calma del pelirrojo que lo irritaba.
—Podemos hablar —le dijo a Drayce, ignorando a Christian.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó el joven omega, alzando una ceja.
Christian dio la vuelta para seguir su camino.
Drarius bajó la voz.
—Sé que a veces soy un cabeza hueca. Me disculpo por lo que dije antes. Pero… ¿qué quisiste decir con lo de mi madre?
Drayce se lo quedó mirando, meditando si debía responder.
—No deseo pelear contigo, Drarius. La verdad es demasiado fuerte.
—Por favor —insistió, con un brillo de desesperación en sus ojos.
El silencio se estiró como un cuchillo a punto de cortar. Finalmente, Drayce habló:
—Tu madre es la razón de que yo no naciera en este palacio. Y también fue quien llevó a la muerte a la mía. Los sirvientes del Palacio Frío eran buenos… hasta que llegaron otros bajo sus órdenes. Obligaron a mi madre a cosas que no quería. Horas antes de morir, me advirtió que jamás confiara en ella.
Drarius apretó los puños, temblando.
—Lo… lo siento. No sabía. No sabía que mi madre…
—Ya no importa —lo interrumpió Drayce, seco—. Eso está en el pasado.
Hubo un silencio pesado. Finalmente, Drayce sonrió apenas.
—¿Vamos a los jardines?
El alfa asintió, con un gesto casi infantil.
Mientras ellos caminaban bajo la luz de las antorchas, Christian se dirigía a los aposentos del emperador. En el pasillo, se encontró con Freya. La beta lo miró de arriba abajo con un veneno que destilaba desprecio.
—Estás muy confiado, omega —soltó con voz fría.
Christian se inclinó, fingiendo respeto.
—Concubina Freya… ¿habría alguna razón para desconfiar? —preguntó con una sonrisa burlona.
Freya frunció los labios.
—No te creas mucho solo porque ahora eres un favorito. El emperador se cansará de ti.
Las palabras le atravesaron el corazón, y Christian sintió las lágrimas acumularse en sus ojos, aunque sabía que él emperador les escuchaba. Pero antes de que Freya pudiera burlarse más, la voz del emperador tronó detrás de ellos:
—¿Qué le hiciste?
Freya se sobresaltó, inclinando la cabeza.
—¡Nada, majestad! Solo conversábamos.
Christian dejó caer lágrimas reales esta vez, con un temblor en la voz.
—¿Es cierto, majestad… que algún día se aburrirá de mí?
El emperador lo abrazó de inmediato, sin apartar sus ojos cargados de furia de Freya.
—Por supuesto que no. Jamás.
Sin más, lo tomó en brazos y lo llevó hasta su habitación. Allí, lo recostó suavemente y acarició su rostro.
—No creas nada de lo que diga ella.
Christian lo miró, y supo que debía hablar.
—Majestad… hay algo que debo decirle.
—Puede esperar —respondió el emperador, con una sonrisa suave—. Ahora solo quiero abrazarte.
Christian negó suavemente.
—No, debe saberlo… Creo que estoy embarazado.
El silencio fue total. Luego, el emperador rió, con una emoción tan pura que parecía rejuvenecer. Ordenó repartir monedas de oro, dulces y vino. El pueblo entero celebró, y en cuestión de minutos, las calles estallaron en música y gritos de júbilo.
En el palacio, los sirvientes repartieron golosinas, las concubinas encendieron lámparas en honor a la nueva vida, y los guardias brindaron con orgullo por el futuro heredero.
Pero no todos festejaban.
En una habitación en penumbras, Freya se arrancaba mechones de cabello mientras lanzaba al suelo los objetos de porcelana que encontraba a su alcance.
—¡Maldito omega! ¡Cómo se atrevió a romper la maldición de Vladimir! —su voz se quebró entre sollozos histéricos y gritos cargados de odio—. ¡Maldición! ¡Maldito sea él!
Las sirvientas se miraban unas a otras, sin atreverse a hablar ni a moverse, mientras los chillidos de Freya atravesaban los pasillos como un presagio de guerra.
El imperio celebraba la esperanza de un nuevo heredero.
Pero en los rincones oscuros, la envidia había despertado.