Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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Epílogo
Corven
Eirian está muerto.
Lo encontraron en el invernadero al amanecer. El rocío aún se aferraba al cristal de los ventanales cuando el silencio se volvió sepulcro. Estaba tendido sobre las sábanas desordenadas, aún manchadas con el recuerdo de su último parto, su cuerpo reducido a quietud, sus ojos cerrados como si por fin hubiese hallado descanso.
A su lado, una carta.
La tomé con la misma delicadeza con la que uno observa una flor marchita: sin temor, sin ternura. Sus trazos eran irregulares, pero cada palabra tenía la firmeza de quien había tomado una decisión final.
"Ya no podía respirar."
Una frase ridículamente poética. No me impresionó. No buscaba comprensión, solo una puerta de salida.
No hubo súplica. No dejó instrucciones ni peticiones para su hijo. No escribió mi nombre. Solo un lamento encerrado en palabras suaves.
Un último acto de rebeldía envuelto en silencio.
Un escape.
El invernadero había sido construido como un templo. Diseñado para él, para aislarlo del mundo, para protegerlo incluso de sí mismo. Rodeado de flores exóticas, aromas suaves, caminos de cristal y luz dorada filtrándose desde lo alto. No podía haber rincón más seguro, más hermoso, más... controlado.
Él tenía todo. Todo lo que necesitaba para florecer.
Pero eligió dejarse marchitar.
Muchos murmuraron tras su muerte, atribuyéndome crueldad. Decían que lo doblegué, que lo destruí desde dentro. Que lo llevé al borde con cada orden, cada noche, cada caricia disfrazada de control.
Tal vez fue así.
Tal vez no.
Pero lo hice por el bien del imperio.
Porque en un mundo como este no hay lugar para flores salvajes.
Lo vi desde el principio: era frágil. Hermoso, sí, pero blando. Incapaz de resistir la presión de un trono.
Y lo transformé.
Lo convertí en lo que el Imperio necesitaba:
Una flor perfecta.
Sin espinas.
Sin voz.
Sin voluntad.
Cuando murió, no sentí pena. Sentí orden. Sentí que el equilibrio volvía a mí. Que el caos que él representaba había sido eliminado.
Di órdenes inmediatas para su entierro.
Escogí el lugar personalmente: el Jardín de las Flores de Su Majestad, un rincón apartado y oculto del palacio, donde yacen aquellos que alguna vez me pertenecieron, los más hermosos, los más dóciles, los más útiles.
Entre las dalias negras, las orquídeas carmesí, y los lirios venenosos, se abrió una tumba pequeña.
El féretro fue blanco como la nieve, adornado con pétalos rojos.
Solo yo estuve presente cuando la tierra lo recibió.
No permití rituales.
No permití rezos ni memoria.
No permití lágrimas.
Solo silencio.
Eirian, por fin, tenía su lugar.
Una flor eterna.
Quietud absoluta.
Belleza detenida en el tiempo.
El niño vive. No conocerá el nombre de su portador. Lo he arrancado del recuerdo de todos. Lo educo a través de otros, formándolo a mi imagen, sin grietas, sin ternura innecesaria. No cometeré el mismo error.
Será fuerte.
Será obediente.
Será mío.
Yo continuaré gobernando.
Sin tregua.
Sin pausa.
Sin peso en la conciencia.
Eirian eligió marcharse.
Y yo lo permití.
Porque hasta la muerte ocurre por mi voluntad.
En el jardín silencioso de Su Majestad, no hay caos.
No hay amor.
No hay dolor.
Solo belleza.
Solo obediencia.
Solo posesión.
Y entre todas las flores que he cultivado con esmero,
una reposa en el centro.
La más bella.
La más frágil.
La más rendida.
Eterna.
Sumisa.
Mía.