La Mujer De Ovarios

A la mañana siguiente, el desayuno transcurrió tranquilo junto a mis suegros. Había pasado la noche nerviosa, pensando en lo que estaba por venir. Después de tres años, finalmente entraría al negocio familiar.

—Hoy comenzaremos. Te enseñaré la cosecha —dijo mi suegro, rompiendo el silencio mientras terminábamos de comer.

Asentimos todos en silencio.

La finca de los Pérez era inmensa, un lugar que de niña solo podía explorar desde el patio o la alberca. Nunca entendí por qué no nos dejaban aventurarnos más allá, pero ahora todo tenía sentido.

Montamos a caballo durante quince minutos antes de adentrarnos en la parte más oculta de la finca. Al bajar, lo primero que vi fue a un grupo de hombres con sombreros apurados, empaquetando marihuana en grandes cantidades. Alrededor de ellos, otros vigilaban con armas visibles, asegurándose de que todo marchara según lo previsto.

—Este es uno de mis negocios: la preparación de marihuana —dijo mi suegro, señalando con orgullo.

Tragué saliva y mantuve una postura firme. A mi lado, Lorena tomó mi mano; estaba sudada. Era evidente que tampoco había estado antes en este lugar y que los nervios la consumían.

—Estas son sus nuevas patronas —anunció mi suegro en voz alta, apuntando hacia nosotras—. Ellas serán las segundas al mando. Obedezcan sin cuestionar. ¿Entendido?

Un rotundo "¡Sí!" resonó entre los hombres, pero una voz se alzó distinta.

—¿Están bromeando? Nunca obedeceré a una mujer —dijo alguien con tono desafiante desde el fondo.

El silencio que siguió fue casi ensordecedor. Antes de que mi suegro pudiera reaccionar, le quité el arma de la cintura y caminé decidida hacia el hombre. Si quería respeto, debía ganarlo.

Con mis botas vaqueras resonando en el suelo y el sombrero inclinándose con cada paso, apunté la Beretta 92FS directamente a su frente, cargando el cartucho con un movimiento firme.

—L-lo lamento, señorita... —tartamudeó el hombre, intentando retroceder.

—¿¡Qué dijiste!? —grité con fuerza—. ¡Yo no soy una maldita señorita! ¡Soy tu señora, imbécil!

Mi voz resonó como un látigo, y el resto de los hombres dejaron de trabajar, atentos a la escena.

—Soy Cristina León, y que les quede claro: no porque sea mujer soy menos que ustedes, bola de inútiles. De ahora en adelante, me dirigirán a mí y a mi esposa como "señoras". ¡Cuidado con faltarnos al respeto, porque no dudaré en meterles un tiro!

Sin bajar el arma, disparé al suelo junto a él, lo que provocó que el hombre temblara de miedo. Su pantalón se oscureció, empapado de orina.

—Tú —señalé a otro trabajador—. Encárgate de este imbécil. Llévatelo lejos de mi vista. Me repugna.

El hombre dudó y miró a mi suegro, buscando aprobación.

—¿Qué parte no entendiste? ¿Quién es tu patrona? —le espeté.

—Usted... —tartamudeó nervioso.

—¡Pues muévete! —ordené, viendo cómo cargaba al hombre y desaparecían entre los demás.

Le devolví el arma a mi suegro, que me miraba sorprendido, al igual que Lorena.

—¿Dónde aprendiste eso, nuera? —preguntó mi suegro, llevándose la mano al rostro, intentando procesar lo ocurrido.

—Le dije que sería la mejor. En España me dediqué a tomar clases de tiro —respondí con calma mientras le entregaba el arma.

—¿Y tú también tomaste clases, hija? —preguntó, dirigiéndose a Lorena.

Ella negó rápidamente con la cabeza, evitando mi mirada.

—Estaba ocupada con... sus clases —respondí, cubriéndola con una sonrisa. La realidad era otra: Lorena pasaba más tiempo en fiestas que haciendo algo útil.

Ese incidente pareció complacer a mi suegro. Sabía que iba en serio, y los trabajadores lo comprendieron también. Desde ese momento, no habría dudas sobre quién estaba al mando.

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Esa noche, después de dedicar la tarde a papeleos junto a mi suegro, decidí ir al bar donde trabajaba mi hermana. Tenía preguntas que necesitaban respuestas.

—¿A dónde vas? —preguntó Lorena mientras subía a la camioneta.

—A tomar algo.

—Voy contigo.

—Iré rápido.

—No me importa, quiero ir —insistió con su tono caprichoso.

Suspiré.

—Está bien, sube.

Durante el camino, Lorena rompió el silencio.

—Eso fue muy sexy, ¿sabes? No te había visto actuar así.

—No fue nada. Simplemente me di mi lugar —respondí sin emoción.

—Sobre todo cuando dijiste que yo era tu esposa. Eso fue lo mejor.

—Ante tu padre debo darte tu lugar.

—Pero no solo eso. Esa ropa vaquera te queda increíble.

—¿A dónde quieres llegar? —pregunté, mirándola de reojo, cansada de sus insinuaciones.

—Solo soy tu futura esposa. ¿No puedo hacerte cumplidos?

—Somos esposas solo de palabra, Lorena. No lo olvides.

Al llegar al bar, el ambiente seguía igual: oscuro, sombrío, con bailarinas rodeando las mesas. Levanté la mano para llamar la atención de mi hermana, quien vino corriendo al verme, pero su semblante cambió al notar a Lorena.

—¿Qué van a ordenar? —preguntó Fer, lanzándole una mirada despectiva.

—Hola, cuñada. Al menos espera una sonrisa —respondió Lorena con tono burlón.

—Un vaso de agua para mí y un martini para ella —pedí.

Mientras esperábamos, una de las bailarinas se acercó y se sentó en mi pierna, lo que me incomodó profundamente. Pero antes de que pudiera moverme, Lorena se levantó y la empujó con fuerza. Y se sentó en mi regazo.

—¿Qué demonios haces, Lorena?

—Por eso no me gusta venir a estos lugares. Me parecen repugnantes —dijo, cruzando los brazos con un puchero.

Suspiré.

—Te dije que no vinieras. Quería hablar con mi hermana.

—Por eso vine contigo. Sabía que algo así pasaría, así que cállate.

Mi hermana regresó con las bebidas, lanzando un comentario sarcástico:

—Se ven lindas juntas.

—¿Ves, cariño? Es ridículo —respondí, colocando a Lorena de vuelta en su silla—. Ahora quédate aquí, quiero hablar con mi hermana.

Nos alejamos hacia una zona más privada del bar, aunque sentía la mirada insistente de Lorena.

—¿Tienes algo de información? —le pregunté en cuanto estuvimos solas.

—Estos últimos tres años he escuchado rumores... —dijo Fer, dudando.

—Habla, tonta.

—Dicen que el cártel de los Estándar secuestra mujeres y las lleva a bares en Estados Unidos. Allí las obligan a hacer cosas horribles...

Mis manos temblaron mientras pateaba un bote de basura cercano. Una ola de culpa me invadió al imaginar a Elizabeth en una situación así, mientras yo vivía como la "esposa" de la hija del patrón.

—Gracias, hermana. Te amo. Si necesito algo, te aviso.

Le entregué un fajo de billetes.

—Lleva esto a casa.

Salí del bar arrastrando a Lorena, quien todavía sostenía su martini a medio terminar.

—¡Espera, no he terminado! —protestó.

—Tómalo en el camino. Necesito descansar.

Subimos a la camioneta. Mi corazón estaba pesado, lleno de angustia. ¿Dónde diablos estarías, Elizabeth?