Alison nunca fue la típica heroína de novela rosa.
Tiene las uñas largas, los labios delineados con precisión quirúrgica, y un uniforme de limpieza que usa con más estilo que cualquiera en traje.
Pero debajo de esa armadura hecha de humor ácido, intuición afilada y perfume barato, hay una mujer que carga con cicatrices que no se ven.
En un mundo de pasillos grises, jerarquías absurdas y obsesiones ajenas, Alison intenta sostener su dignidad, su deseo y su verdad.
Ama, se equivoca, tropieza, vuelve a amar, y a veces se hunde.
Pero siempre —siempre— encuentra la forma de levantarse, aunque sea con el rimel corrido.
Esta es una historia de encuentros y desencuentros.
De vínculos que salvan y otros que destruyen.
De errores que duelen… y enseñan.
Una historia sobre el amor, pero no el de los cuentos:
el de verdad, ese que a veces llega sucio, roto y mal contado.
Mis mejores errores no es una historia perfecta.
Es una historia real.
Como Alison.
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Capítulo 21 " Estrategias"
Capítulo 21- Estrategias
Los días se arrastraban con una lentitud exasperante. Desde su despido, Santiago vivía en un limbo incómodo: más de dos semanas habían pasado y aún no veía un peso de su sueldo pendiente, mucho menos de su liquidación.
El contador de la empresa, con tono ensayado y mirada esquiva, le repitió la misma excusa: “retraso administrativo”. Pero Santiago conocía demasiado bien esa estrategia. No era un error, ni un descuido: era un método calculado. La empresa demoraba los pagos hasta desgastar al trabajador, hasta empujarlo a aceptar una cifra menor a la que realmente le correspondía. Una forma silenciosa, pero letal, de abuso. Se jugaba con el hambre, con la desesperación.
Y él sabía que lo estaban empujando hacia el límite.
En más de una ocasión pensó en ceder, en aceptar un arreglo injusto solo para tener algo de estabilidad. Pero entonces apareció un amigo con una propuesta inesperada: un puesto en la municipalidad.
—No es perfecto —le dijo—, pero vas a ganar bien. Te va a sacar del apuro.
Santiago lo escuchó en silencio, debatiéndose por dentro. Era una salida concreta, pero significaba resignar su independencia, quedar atado a una estructura que lo sofocaba solo de pensarlo.
—¿Qué vas a hacer? —insistió su amigo—. Podés esperar años a que la justicia te dé la razón… o podés empezar a vivir ahora.
Santiago lo miró fijo, con un destello de ironía amarga.
—Sí, pero yo quiero ser feliz. Vos tenés plata… ¿y sos feliz?
El silencio que siguió fue respuesta suficiente.
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Alison, mientras tanto, se había despertado con una inquietud que no lograba sacarse de encima. No sabía qué buscaba exactamente, pero presentía que quedarse de brazos cruzados era lo mismo que ser cómplice.
Llegó a la oficina antes que nadie. El pasillo estaba vacío, las luces todavía frías. Avanzó con pasos medidos hasta la puerta del CEO. Estaba entreabierta. Un error imperdonable… o una invitación peligrosa.
Entró conteniendo la respiración. El lugar parecía impecable, demasiado. Escritorios despejados, cajones cerrados, ningún papel a la vista. Un escenario preparado para que nadie encontrara nada. Pero Alison confiaba en su instinto: si había un descuido, estaría en el escritorio de Kike.
Lo encontró.
Una carpeta mal cerrada descansaba en la esquina, como un animal dormido. La abrió con cuidado y la sangre se le heló: documentos firmados por Alexander. Ventas ficticias de activos, sobrevaluados de manera grotesca, a nombre de Enrique —Kike—.
Entonces todo encajó.
Era la coartada perfecta para justificar la compra de las dos camionetas Hilux que Alexander había ingresado al país sin papeles. Recordó con claridad aquella conversación escuchada por casualidad días atrás, cuando Kike le había asegurado al CEO que “tenía contactos en la FIP” y que todo quedaría “limpio en los papeles”.
El déficit, los despidos, la miseria de tantos… todo tenía rostro y firma.
Con el pulso tembloroso, Alison sacó su celular. Fotografía tras fotografía, capturó cada hoja, cada firma, cada cifra inflada. Y sin pensarlo demasiado, envió todo a Santiago junto a un mensaje breve:
“No sé si esto te sirve para lo de tu despido, pero me parece importante.”
Vio los tildes azules. Visto. Nada más.
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Santiago repasó las imágenes una y otra vez. Ampliaba las firmas, los números, los sellos. Cada foto era un golpe directo al estómago. Por fin tenía pruebas. Pruebas reales.
Y sin embargo, no se movió.
Sentía un nudo en la garganta. Aquello no era solo una confirmación: era una sentencia. Porque si hacía algo con esa información, los únicos que pagarían serían los de siempre. Gente como él.
El CEO tenía poder. Kike tenía contactos en la FIP. Alexander era intocable. ¿Qué podía hacer él contra esa maquinaria?
Y lo peor: Alison quedaba expuesta. Bastaba con revisar las cámaras para descubrir que había entrado en esa oficina esa misma mañana. Si alguien rastreaba el origen de la filtración, ella sería la primera en caer. Y todo por haber confiado en él.
La rabia lo devoraba, pero se sentía atado de pies y manos. Denunciar significaba condenarse. Significaba condenarla.
Apoyó el celular sobre la mesa y se tapó la cara con ambas manos. Respiró hondo, como quien intenta ahogar un grito. Se levantó y se acercó a la ventana. Afuera, el mundo seguía su curso, indiferente.
Pero dentro de él, algo se había quebrado.
Ya no era solo un hombre despedido, estafado. Ahora cargaba con una verdad peligrosa, demasiado grande para sostenerla, demasiado oscura para ignorarla.
Y en ese instante, comprendió que no existía salida limpia. Solo opciones sucias.
El mundo seguía girando. Pero el suyo había dejado de ser el mismo.