Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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El Silencio de las Raíces
Eirian
Nunca imaginé que el encierro pudiera ser tan silencioso. No hablo solo de la ausencia de ruido, sino de ese vacío sordo que se instala dentro de uno mismo, una calma que duele porque no hay escape ni palabra que la disipe.
El invernadero donde ahora vivo es, en apariencia, un paraíso. Un refugio artificial donde la naturaleza parece haber sido detenida en su momento más bello. Las paredes de cristal se alzan a mi alrededor, cubiertas cada mañana por un delicado vaho, como si hasta el aire llorara en mi lugar. Un llanto frío y silencioso que no alcanza a secar las lágrimas que me quedan dentro.
Las flores que me rodean son magníficas, vibrantes, y florecen sin cesar. Pero hay algo siniestro en esa perfección. Son ajenas, indiferentes a mi presencia. Como si la vida siguiera su curso afuera, en un mundo donde yo ya no tengo voz ni voluntad. Aquí todo es eterno y, sin embargo, nada me pertenece.
Cada día comienza igual. Me despierto con el chasquido inconfundible de las cerraduras al abrirse desde fuera. Siempre desde fuera. Porque yo no tengo llaves, ni control, ni siquiera el más mínimo poder. Solo una cama amplia que no consuela, un baño de mármol que no calma, una bandeja con porciones exactas y un cuerpo que no reconozco, un cuerpo que ya no es mío.
El parto me dejó vacío, más allá de lo físico. Literal y emocionalmente vacío. Recuerdo cómo lloré en silencio mientras sentía cómo algo —alguien— se desprendía de mí. Mi hijo. El único ser que me quedaba, la última chispa de esperanza. Pero no me dejaron sostenerlo. Apenas oí un corto llanto antes de que me lo arrebatara la distancia y el frío.
Me dijeron que necesitaba descansar, que encariñarme sería peligroso. Su forma elegante de decirme: Ya no te pertenece.
Corven viene cada día. Puntual, inmutable, como un ritual sin misericordia. Sus pasos resuenan en el suelo de mármol como una sentencia. A veces entra en silencio y se sienta a mi lado sin decir palabra. Otras, llega con una rosa negra, un símbolo que no entiendo pero que él usa como intento de redención. Una rosa oscura que solo acentúa la tristeza que me consume.
—¿Comiste? —pregunta con esa voz dulce y venenosa que me obliga a fingir normalidad.
Asiento, porque no tengo fuerzas para mentir. Ni para nada.
—¿Todo? —insiste con esa paciencia falsa que me desespera.
—Sí —respondo.
Entonces, con una mano que se cree tierna, me acaricia el rostro. Me trata como a un niño pequeño, como si pudiera poseerme a voluntad. Y, en efecto, me posee. Hace tiempo que perdí mi voluntad.
Los días después del parto fueron un limbo. No pude moverme, no por debilidad física, sino porque él no lo permitió. Me prohibió levantarme, acercarme a las puertas, preguntar por el bebé. Cada orden llegaba envuelta en palabras suaves y miradas doradas que me atravesaban como cuchillas afiladas.
—Tienes que sanar —decía—. Tu cuerpo aún no se adapta del todo. Quiero que estés fuerte para cuando vuelva a tomarte.
Entonces entendí que no estaba sanando para mí. Sanaba para él, para que mi cuerpo estuviera listo para su voluntad, para que pudiera usarme otra vez sin impedimentos.
Las comidas llegan a horarios exactos, con cantidades estrictamente medidas: proteínas, granos, líquidos. No puedo decidir si tengo hambre. No puedo decidir si quiero dormir. Me quitan las velas al anochecer, me arrebatan los libros, me esconden el espejo. Aquí el tiempo no pasa, solo se arrastra, una sombra pesada que aplasta mis sentidos.
El dolor en el vientre es constante, un fuego que no cede. Pero más que eso, me duele el pecho, me duele el alma. No saber si mi hijo llora, si sonríe, si me necesita. No saber si me recuerda. ¿Es posible que me haya olvidado ya, siendo tan pequeño?
Un día, en un atisbo de valentía que apenas reconozco como mío, pregunto:
—¿Puedo verlo?
Mi voz suena extraña, rota, como si surgiera de un lugar profundo y vacío en mi interior, un lugar al que ya no tengo acceso.
Corven me mira desde la silla donde sostiene su copa de vino con aire indiferente.
—¿Para qué? —responde sin mirarme, la indiferencia congelando el aire entre nosotros.
—Quiero... quiero saber si está bien.
Él sonríe, una sonrisa que no llega a sus ojos, una mueca que sabe a veneno.
—Está bien. Lo he puesto al cuidado de los mejores. No necesita verte.
Mi estómago se contrae, un nudo que me ahoga. Algo dentro de mí quiere gritar, pero no encuentro aliento ni permiso. Solo me limito a asentir, como siempre.
Cuando quedo solo, a veces pongo una almohada contra mi pecho y la abrazo con fuerza, fingiendo que es él. Cierro los ojos y dejo que mi mente construya una ilusión. Que aún está conmigo. Que aún tengo algo que proteger. Es una ilusión breve, frágil, pero me aferro a ella con desesperación porque es lo único que me queda.
En el invernadero, hay un árbol joven con ramas finas y hojas verdes pálidas. Me siento frente a él cada tarde y le hablo en silencio. Le susurro mis miedos, mi tristeza, mi desesperanza. Le confieso que me estoy desvaneciendo, que ya no sé cuánto más podré fingir que sigo aquí.
Pero sigo fingiendo.
Cada noche, Corven vuelve. Y yo hago lo que espera de mí. Sonrío, me dejo acariciar, besar, tomar. Ya no soy un hombre, no soy un amante, no soy un padre.
Soy solo su flor.
Silenciosa.
Encerrada.
Enraizada.
Y así comienza mi nueva rutina.
Una rutina donde respiro solo cuando él lo permite.
Una rutina donde el silencio es tan espeso que a veces me ahoga más que sus caricias.
Hoy el árbol no me respondió.
Sus hojas ya no crujen con el viento. O quizá es que el viento también ha dejado de hablarme. Me he pasado el día entero mirando el cristal empañado, buscando el reflejo de un rostro que no reconozco. Uno con los ojos apagados, las mejillas hundidas, la boca siempre cerrada. No soy yo. Al menos no el que fui.
El Emperador no vino hoy.
Fue la primera vez que lo sentí como una ausencia real, como un agujero abierto en el estómago. No por extrañarlo. No. Sino porque sin él aquí, sin su sombra imponiéndose sobre mí, me quedó espacio para pensar. Para recordar. Para sentir.
Y duele. Duele más que todo.
Me acerqué al escritorio que rara vez toco. Una hoja de papel blanco esperaba en silencio. Las plumas estaban ahí, perfectamente alineadas, como si alguien supiera que llegaría este momento. Tomé una de ellas y me senté con el cuerpo temblando. No por el frío. El invernadero es cálido. Siempre lo es. Pero dentro de mí, solo queda invierno.
Mis manos, delgadas, torpes, manchadas aún de cicatrices y de parto, se aferraron a la pluma como si fuera un ancla. O una daga.
Y comencé a escribir.
A Corven,
Padre de mi hijo.
Dueño de mi cuerpo.
Asesino de quien fui.
Te devuelvo todo lo que me quitaste.
Te devuelvo mis sonrisas forzadas, mis caricias sin alma, mis noches rotas.
Te devuelvo la flor que tanto cultivaste para adorno, pero no para amor.
Te devuelvo esta cárcel disfrazada de paraíso.
Te devuelvo mi voz, que me obligaste a guardar.
Te devuelvo mi vientre, que ya no me pertenece.
Y me quedo con lo único que aún puedo controlar: mi final.
Porque esto, Corven, esto no puedes impedírmelo.
No puedes cerrar mis pensamientos, ni sellar mis venas.
No puedes evitar que por una vez, yo elija.
Hoy decido marchitarme por voluntad propia.
No por tus manos. No por tu juego.
Sino por dignidad.
Por lo que fui.
Por lo que me arrebataron.
Y si alguna vez nuestro hijo pregunta por mí,
míralo a los ojos y miente.
Porque jamás entenderás la verdad.
Porque no mereces decir mi nombre.
—Eirian.
Doblé la carta con cuidado. La dejé sobre la cama. Tal vez alguien la encuentre. Tal vez la quemen. Pero por un instante, escribirla fue respirar.
Después, fui al jardín interior. Allí, bajo la sombra de ese árbol joven, me arrodillé. Lo acaricié como a un hijo. Mis dedos recorrieron la corteza con ternura, como si él pudiera consolarme.
Me había guardado las hojas de cierta planta venenosa semanas atrás, arrancándolas sin que nadie lo notara. Las escondí bajo las baldosas flojas. Pequeños gestos, pequeñas astillas de libertad. Hoy, herví sus raíces con agua caliente. No tuve que beber mucho. Bastó una taza.
El amargor me quemó la garganta. Mi estómago se revolvió. Mi visión se volvió turbia. Me recosté sobre la tierra. Allí donde había sembrado tantas lágrimas.
El mundo giró lento.
Las flores se desdibujaron.
Los pensamientos se apagaron uno a uno.
Pensé en mi bebé.
No en el dolor. No en la ausencia.
Solo en su olor. En su calor.
En cómo habría sido tenerlo en mis brazos.
Y entonces dejé de sentir.
De escuchar.
De sufrir.
Solo quedé yo.
Eirian.
Libre al fin.