Aldana una joven doctora que cuando con un prometedor futuro, cambia su destino al cometer un gravisimo error...
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capítulo 21
El sol se filtraba tímidamente entre las cortinas de lino claro, proyectando sombras suaves sobre las sábanas revueltas. El cuarto aún guardaba el aroma cálido de la noche anterior: piel, ternura, deseo y algo más profundo que ambos apenas se atrevían a nombrar.
Aldana despertó primero, acurrucada contra el pecho de Leonardo, que respiraba profundamente, como si en ese momento no existiera nada en el mundo más importante que ese descanso compartido. Lo observó durante unos segundos, repasando con la mirada su mandíbula relajada, su cabello ligeramente despeinado, su mano grande y tibia descansando sobre su vientre. Sintió una punzada en el pecho, no de miedo, sino de una certeza peligrosa: lo quería cerca… más de lo que habría creído posible.
—Estás despierta —murmuró él, sin abrir los ojos.
Ella sonrió con suavidad.
—¿Desde cuándo sabes fingir que duermes?
—Desde que me di cuenta de que verte en silencio es como leer el libro más complejo y hermoso que he tenido en las manos —dijo, ahora sí abriendo los ojos, con esa mirada directa que siempre la dejaba sin defensa.
Aldana se giró ligeramente para quedar frente a él.
—No digas cosas así, vas a malacostumbrarme.
—Esa es la idea —bromeó, rozando con su dedo una de sus mejillas.
Durante unos segundos solo se miraron. Luego, como si ambos supieran que había algo más que debía decirse, ella suspiró.
—Leonardo… lo de anoche… fue maravilloso. Pero no quiero que malinterpretemos las cosas —dijo con calma, sin soltar su mano—. Estamos esperando un hijo, sí, pero eso no significa que debamos correr.
Él asintió lentamente.
—Lo sé. Y estoy de acuerdo. Lo que pasó entre nosotros no tiene que definirse por el embarazo. Quiero que esto —señaló entre ellos— crezca por lo que es. Por lo que puede ser. No porque tengamos una responsabilidad en común.
—Exacto —susurró Aldana, aliviada. Sentía el corazón más ligero al escuchar eso, aunque la verdad era que ya lo extrañaría en cuanto él saliera por la puerta.
Leonardo se incorporó un poco en la cama, apoyándose en un codo mientras acariciaba su brazo.
—Entonces… no nos apresuremos. No pongamos etiquetas. Solo… dejemos que fluya, ¿sí?
Ella asintió, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que algo dentro de ella se asentaba. No era certeza, ni seguridad… era paz. Y eso, en medio del torbellino de su vida, era más valioso que cualquier promesa.
—Pero si vas a seguir mandándome mensajes con nombres como Jerbacio o Jacinto, voy a tener que poner límites —bromeó ella, provocando una risa baja en su pecho.
—¿Y Oracio no tiene oportunidad?
—Cero.
Rieron juntos, y luego compartieron un beso suave, sin urgencia, sin pretensiones. Solo un beso sincero, de esos que no piden nada a cambio.
Pasaron el resto de la mañana entre charlas ligeras, caricias robadas y silencios cómodos. Cuando llegó el momento de separarse, ninguno de los dos quiso decirlo en voz alta, pero fue evidente en la forma en que se despidieron: con un abrazo largo, con un beso que pedía quedarse un poco más, con una promesa muda de que ese vínculo apenas comenzaba.
En los días siguientes, aunque cada uno retomó su rutina, las cosas ya no eran iguales. Las despedidas eran más largas, los reencuentros más ansiados. Les costaba separarse, incluso por unas horas. Las miradas decían más de lo que admitían, y las risas compartidas en medio de una jornada agotadora eran un bálsamo que ninguno había sabido que necesitaba.
Sin prisa. Sin etiquetas. Solo ellos dos… y ese nuevo comienzo que, aunque no buscado, ya se había convertido en lo más real que tenían.