El Silencio De Los Eternos

El sol acariciaba las copas de los árboles mientras Samael y Vorn dejaban atrás el bosque sagrado. La brisa fresca y los campos abiertos eran un consuelo después de tantas noches de tensión. Caminaban en silencio, escuchando el murmullo del agua y el trino de los pájaros, sintiendo por fin un instante de paz.

—Creo que estamos a unos minutos de la ciudad —dijo Samael mientras ajustaba el martillo a su espalda—. Deberíamos buscar el Gremio de Héroes. Tenemos poco oro, y necesitamos trabajo.

Vorn levantó una ceja, dispuesto a responder con una de sus ironías, pero Samael se adelantó:

—Y no. No vamos a robar a nadie. Esta vez lo haremos honradamente.

—Lo haremos a tu manera, mi estimado niño faro —dijo Vorn con tono burlón.

A lo lejos, la tierra retumbaba con el paso de miles de soldados. Tropas enteras de los lores del oeste, sur y norte se dirigían a la capital. El suelo temblaba bajo las botas de los hombres, y el cielo parecía oscurecerse con el humo que sus marchas dejaban tras de sí. Era la antesala de la gran guerra que se avecinaba.

Al llegar a la ciudad, una urbe brillante de torres doradas y calles de piedra pulida, fueron recibidos por un torbellino de olores, sonidos y colores. Cortesanas reían con gracia en los balcones, bardos tocaban laúd en cada esquina, y el olor a pan recién horneado invadía el aire.

—Huele... huele a gloria —dijo Vorn acercándose al puesto de una panadera.

Una joven de cabellos castaños y ojos claros lo miró con dulzura.

—Viajero, pareces cansado. Toma este pan, está fresco. Se nota en tus ojos que has visto más de lo que deberías.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Vorn con una leve sonrisa.

Antes de que la joven pudiera responder, Samael lo tomó de la capa y lo arrastró.

—¡Vámonos! Estamos perdiendo tiempo.

—¡Mi nombre es Elaria! —gritó la joven mientras Vorn se despedía con la mano.

—¡Gracias por el pan fresco! —respondió Samael, mientras Vorn lo fulminaba con la mirada.

—Cállate, niño faro —murmuró entre dientes.

Al llegar al Gremio de Héroes, una enorme construcción con estandartes de los reinos y las órdenes de caballería, se sintieron abrumados. Dentro, el salón principal rebosaba de guerreros de todo el continente. Elfos de sangre con armaduras relucientes, hombres-lagarto de cuerpos esculpidos por la guerra, hombres-lobo que dominaban su maldición y caminaban en forma humana. Era un crisol de razas, poder y leyendas.

—Increíble todo esto, ¿no, Samael? —dijo Vorn con asombro.

—Sí… increíble —respondió el paladín, distraído por una elfa de cabello plateado que lo miraba de reojo.

Se acercaron al mostrador donde una ogresa de brazos musculosos y rostro endurecido los recibió con desdén.

—No se aceptan niños en este gremio —gruñó con voz ronca.

Samael frunció el ceño.

—¿Cómo que niños? Soy el paladín más joven de mi orden, y él es un asesino que ha luchado en batallas de verdad.

—Sí, seguro —ironizó Vorn—. Diles también que tu martillo se prende como una antorcha cuando estás feliz.

—Aquí no mandamos niños a morir —dijo la ogresa, cuyo nombre era Gulga.—. Vuelvan cuando tengan 18, y quizás, solo quizás, los dejemos entrar.

Vorn suspiró y giró hacia la puerta…

—Vamos, Samael. Otro trabajo encontraremos. ¿Cuántos de estos estirados habrán matado a un lord asesino?

—Tienes razón —respondió Samael—. Ya hemos hecho más que muchos de ellos.

Al salir, una voz profunda y familiar detuvo a Vorn.

—Vorn… así que eras tú. Te seguía desde que entraste a la ciudad.

El pícaro se detuvo en seco. Reconocía esa voz. No podía ser.

—Es imposible… tú no puedes ser el…

La figura que emergía de entre las sombras traía consigo un pasado que Vorn había dejado atrás. Samael, sin entender, colocó una mano sobre el mango de su martillo.

—¿Quién es, Vorn?

El pícaro tragó saliva. Las respuestas llegarían, pero no sin consecuencias. El gremio de héroes había cerrado sus puertas, pero el pasado acababa de abrir otra.