Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
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Capitulo 20
Los días de Aliert se volvieron pausados, cada segundo cobraba un significado especial. Su vida, antes llena de rutinas y compromisos, ahora estaba marcada por esos momentos simples que compartía con su familia. Agradecía cada instante, consciente de que el tiempo que le quedaba era limitado, y se aferraba a cada pequeño detalle.
Una tarde de verano, Aliert se sentó en el patio trasero junto a su madre. La luz dorada del sol se filtraba a través de las ramas, llenando el lugar de una paz cálida. Su madre lo miraba con ternura, sosteniendo su mano entre las suyas. No decían nada; el silencio estaba cargado de comprensión, de todo lo que no necesitaba ser dicho. Los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, pero aun así sonreía, aferrándose a la esperanza que siempre había tenido en su corazón.
—¿Recuerdas cuando eras pequeño y querías ser astronauta? –le susurró ella, intentando evocar una imagen de su infancia.
Aliert soltó una pequeña risa. No le quedaba mucha energía para reír, pero la emoción de aquel recuerdo le daba fuerzas.
—Lo recuerdo bien. Me decías que no había nada imposible si trabajaba duro –respondió él, apretando un poco la mano de su madre.
Ambos rieron suavemente, pero en sus risas se notaba una tristeza silenciosa. Era una risa que nacía de la nostalgia, de los sueños de un niño que, ahora, parecían haberse quedado en un lugar distante. Aun así, la presencia de su madre era un consuelo para él, y ver que lo acompañaba en ese momento tan frágil lo hacía sentir un poco menos solo.
Poco después, su padre apareció y se sentó junto a ellos. La figura normalmente fuerte de su padre se veía más abatida, pero él se esforzaba en sonreír, en mostrar fortaleza. Miró a Aliert con una mezcla de orgullo y tristeza, como si supiera que no podía hacer nada para cambiar el destino, pero quería que su hijo sintiera que él estaba allí.
—Aliert, eres el hijo más valiente que podríamos haber tenido –le dijo su padre, con una voz que temblaba por la emoción contenida–. Nunca he estado tan orgulloso de alguien.
Aliert miró a su padre con los ojos llenos de lágrimas. Había muchas cosas que deseaba decirle, pero simplemente se inclinó y lo abrazó. Su padre le devolvió el abrazo con fuerza, como si al aferrarse a él pudiera protegerlo de todo el dolor que estaba por venir.
Días después, en un momento de paz y privacidad, Daniel visitó a Aliert, como solía hacer. En esta ocasión, Aliert se sentía más lúcido y en calma. Miró a Daniel en silencio durante varios segundos, como si buscara las palabras correctas. Sabía que este sería uno de los momentos más difíciles, pero también sabía que necesitaba decirle aquello.
—Daniel... –comenzó, con la voz temblorosa–. Quiero que hagas algo por mí cuando ya no esté aquí.
Daniel lo miró, intentando disimular el nudo en su garganta. Sabía lo que Aliert quería decir, pero aún no estaba preparado para escucharlo. Sin embargo, le hizo un gesto para que continuara, preparándose para lo que fuera.
—Quiero que sigas adelante con tu vida –le pidió Aliert con una voz apenas audible–. No quiero que te quedes atado a este momento, ni a mí. Quiero que vivas, que seas feliz.
Daniel sintió que algo dentro de él se rompía al escuchar aquellas palabras. Negó con la cabeza, sus ojos llenándose de lágrimas mientras intentaba comprender lo que Aliert le estaba pidiendo. Sentía que no era justo; lo que le pedía iba en contra de todos sus sentimientos. Pero al ver la expresión tranquila de Aliert, algo en él empezó a cambiar.
—Aliert, no quiero pensar en un mundo sin ti. No sé cómo seguiría adelante –respondió Daniel, con la voz rota.
Aliert extendió la mano y acarició el rostro de Daniel con ternura, su pulgar limpiando una de las lágrimas que caía por su mejilla.
—No puedo prometerte que no será difícil. Sé que dolerá, pero no quiero ser una razón para que dejes de ser feliz. Quiero que recuerdes todo lo bueno, y que lleves esos recuerdos contigo. Eso será suficiente para mí.
Daniel intentó contener sus lágrimas, pero al ver la paz en los ojos de Aliert, supo que debía aceptar su pedido. Era la última voluntad de la persona a la que amaba. Aun si el dolor no desaparecería, sabía que Aliert solo quería dejarle un recuerdo hermoso, no una carga.
Se abrazaron en silencio, y Daniel sintió que parte de su corazón se quedaba con Aliert en ese momento.
Esa noche, cuando todos dormían, Aliert se sentó en la cama con su diario y comenzó a escribir una de sus últimas cartas, especialmente dedicada a Daniel. Sabía que era la manera en que quería dejarle algo significativo, algo que le diera fuerzas para seguir adelante cuando él ya no estuviera.
"Querido Daniel," comenzó a escribir, dejando que cada palabra se impregnara con sus sentimientos. "Quiero que sepas que amarte ha sido uno de los mayores regalos que he recibido. Quizás nunca podré decírtelo en persona tantas veces como quisiera, pero espero que estas palabras te lleguen cada vez que las necesites. No puedo prometerte que este será un camino fácil, pero quiero que recuerdes que el amor que compartimos es eterno, y seguirá contigo aun cuando yo ya no esté. Nunca dudes de lo que sientes. Vive, porque el mundo es más hermoso si te tiene en él."
Al terminar, cerró el diario con una calma triste. Sabía que el tiempo que le quedaba era breve, pero el amor que sentía por Daniel le daba una paz que había estado buscando.
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Después de que Aliert decidió dejar el tratamiento, Karla sintió que el tiempo se volvió más pesado, como si cada segundo a su lado fuera un préstamo, una cuenta regresiva que no sabía cuándo se agotaría. Todo en la casa cambió. La manera en que sus padres lo miraban, como si no pudieran dejar de observarlo ni un segundo, como si quisieran memorizar cada pequeño gesto. Karla, en silencio, también trataba de absorber cada detalle de su hermano. Se daba cuenta de lo débil que estaba, de cómo sus manos temblaban cuando intentaba sostener un vaso, de su respiración que se volvía lenta y profunda después de cada pequeño esfuerzo. Pero, sobre todo, se dio cuenta de cómo la sonrisa de Aliert seguía ahí, aunque con un rastro de melancolía.
Unos días después de la decisión, Karla fue al cuarto de su hermano, en un intento por comprender lo que estaba pasando en su mente. Lo encontró mirando por la ventana, perdido en sus pensamientos, con la mirada fija en algún punto lejano, más allá de los árboles y las casas vecinas. Se acercó despacio, casi sin querer interrumpir ese momento de quietud, y se sentó a su lado en la cama.
—¿Cómo estás? –preguntó, con la voz temblorosa.
Aliert giró hacia ella, y en su mirada había algo que ella no lograba descifrar, una mezcla de paz y tristeza que le rompió el corazón.
—Estoy bien, Karla –respondió con una sonrisa suave–. Bueno, tan bien como se puede estar cuando... ya no hay vuelta atrás.
Esas palabras, aunque dichas con calma, la hicieron estremecer. Era como si él aceptara algo que ella aún no podía asimilar. Karla sintió un nudo en la garganta y desvió la mirada, intentando no romper en llanto. Sentía que no era justo, que no debería ser así.
—No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo –dijo, con la voz quebrada–. Yo... yo no sé cómo voy a hacer para seguir sin ti, Aliert.
Aliert le tomó la mano con una suavidad que le hizo sentir aún más su fragilidad. Le apretó los dedos, transmitiéndole una calidez que ella trató de absorber como si pudiera guardarla para siempre.
—No tienes que entenderlo, Karla –murmuró él, con una serenidad que casi le dolía–. Solo quiero que recuerdes que estuve aquí, contigo, con todos. Quiero que vivas sin miedo... y que cuando pienses en mí, lo hagas con una sonrisa, no con lágrimas.
Pero en ese momento, Karla no podía pensar en sonrisas. Todo lo que veía era una vida sin su hermano, y la idea le era insoportable. Las lágrimas que tanto había contenido comenzaron a rodar por sus mejillas, mientras apretaba con fuerza la mano de Aliert, como si de alguna forma, al sostenerlo, pudiera impedir que se fuera.
—No quiero que te vayas –susurró, su voz rota–. No quiero que... desaparezcas de mi vida, Aliert.
Aliert la miró con ternura y la atrajo hacia él, envolviéndola en un abrazo débil pero lleno de amor. Se quedaron así, en silencio, compartiendo el peso de lo inevitable, tratando de encontrar consuelo en una cercanía que parecía al mismo tiempo eterna y efímera.
Esa noche, Karla regresó a su cuarto con una sensación de vacío que no había experimentado antes. Sabía que su hermano estaba tratando de ser fuerte, de transmitirles una paz que él mismo sentía. Pero para ella, la idea de dejarlo ir era algo con lo que no sabía cómo lidiar. Se sentía pequeña, perdida, y en su mente resonaba esa frase de Aliert: "Quiero que pienses en mí con una sonrisa". Sin embargo, en ese momento, sonreír era lo último que podía hacer.
Unos días después, en la cocina, escuchó a sus padres hablando en voz baja, susurrando preocupaciones y temores que ellos tampoco querían que Aliert escuchara. Karla se sentó en silencio a su lado, escuchando cómo su madre contenía las lágrimas y cómo su padre trataba de ser fuerte por ambos, aunque sus ojos revelaban la misma tristeza que la de todos.
—¿Hicimos lo correcto al dejar que tomara esa decisión? –preguntó su madre, en un tono apenas audible, lleno de dolor y duda.
Karla sintió cómo esas palabras le perforaban el pecho. Sabía que la decisión de Aliert había sido un acto de valentía, una forma de tomar control sobre su vida en un momento en que todo parecía escapársele. Pero también entendía el dolor de sus padres, esa incapacidad para aceptar que él se estaba rindiendo. Quería decirles algo, algo que los consolara, pero también estaba tan perdida como ellos.
Unos días después, Aliert parecía tener un poco más de energía y le pidió a Karla que lo acompañara al parque. Ella aceptó de inmediato, ansiosa por pasar cada segundo posible con él. Caminaron despacio, con Aliert apoyado en el brazo de su hermana, y llegaron hasta un rincón tranquilo del parque donde solían jugar cuando eran niños. Se sentaron en una banca, observando a los niños correr y reír, y Karla sintió que cada risa, cada movimiento, era un recordatorio doloroso de lo que ella estaba a punto de perder.
—¿Recuerdas cuando jugábamos aquí? –preguntó Aliert, rompiendo el silencio–. Siempre me ganabas en las carreras.
Karla sonrió débilmente, recordando aquellos días en los que la enfermedad no existía, en los que todo era simple y alegre.
—Claro que lo recuerdo. Eras tan lento... pero siempre me dejabas ganar –contestó, intentando hacer una broma, aunque su voz traicionó la tristeza que sentía.
Aliert soltó una risa suave, y durante un momento, Karla sintió que era su hermano de siempre, aquel que la protegía y la hacía reír. Pero entonces su risa se apagó, y una sombra volvió a su rostro.
—Quiero que sigas viviendo, Karla –le dijo con un tono que la estremeció–. Quiero que vivas todo lo que yo no podré vivir. Prométemelo.
Karla asintió, incapaz de responder. En ese momento, no sabía si sería capaz de cumplir esa promesa. Pero por su hermano, haría cualquier cosa.
Esa noche, Karla se quedó en su cuarto, mirando el techo, tratando de procesar lo que había prometido. Sabía que su hermano quería que ella viviera, que continuara, pero en ese instante, vivir sin él le parecía una tarea imposible.