Una mujer de mediana edad que de repente se da cuenta que lo ha perdido todo, momentos de tristeza que se mezclan con alegrias del pasado.
Un futuro incierto, un nuevo comienzo y la vida que hará de las suyas en el camino.
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Un amor bello
El timbre suena y no hace falta adivinar quien es, Alma, mi hermana viene a quedarse con Axel y Luana. Ella tiene treinta años, aún está soltera aunque tiene un novio que no se cansa de pedirle matrimonio, pero lo espanta diciéndole que cuando se sienta lista para dar ese paso ella misma va a ser quien se lo pida a él.
—¡Llegó la tía loca! —se escuchó desde la entrada, justo cuando terminé de revisar por quinta vez el contenido de mi bolso de mano.
—¡Tarde, como siempre! —gritó Charles desde la sala, mientras cerraba el cierre del maletín con una sonrisa.
—No empieces, cuñado. ¡Estoy sacrificando mi propia diversión para cuidar a tus adolescentes hormonales! —contestó entre risas mi hermana, entrando con su típica energía contagiosa y dos bolsas enormes de snacks y una lista interminable de películas que según ella eligió para ver con sus sobrinos. Aunque todos sabemos que le pidió ayuda a la inteligencia artificial para hacerla.
Luana fue la primera en bajar las escaleras enseguida al escuchar la voz de su tía, emocionada cómo si hiciera semanas que no la ve, y solo para que tengan una idea Alma cenó anoche con nosotros. En cuanto a Axel, él apareció detrás de su hermana con ese aire de “me da igual” que sólo disimula a medias cuando se trata de Alma. Mis hijos la adoran. Siempre fue más amiga que tía, más cómplice que figura adulta.
—Bueno, mis amores —dije, acercándome a ellos con el corazón un poco apretado— se portan bien, ¿sí? Nada de fiestas, nada de quedarse hasta las cuatro de la mañana frente a la compu, no hagan renegar a su tía...
—Y nada de invitar al chico ese con pinta de roquero deprimido, Luana —agregó Charles, señalándola con el dedo.
—¡Papá! ¡Ni siquiera es deprimido! Es... un artista —se quejó ella, riendo, mientras se abrazaba a su padre.
—Y tú, Axel —dije yo, girándome hacia él— no te encierres todo el fin de semana. Sal con tus amigos, toma aire, ve al cine. Vive un poco, ¿sí?
—Solo si me dejan usar la tarjeta para pedir pizza —respondió él con una sonrisa traviesa.
Nos abrazamos todos. Alma nos guiñó un ojo y nos empujó hacia la puerta.
—¡Ya, ya! —exclamó mi hermana burlándose —Vayan a reenamorarse, que yo me encargo de que estos dos no incendien la casa —dijo, ya acomodándose en el sillón como si fuera su propio hogar.
Luego de algunos abrazos y recomendaciones más, Charles y yo subimos al auto. Él puso su mano sobre la mía, como lo hace siempre cuando quiere decir algo sin palabras. Arrancó el motor y empezó a sonar nuestra playlist de viajes, esa que teníamos desde los tiempos en que andábamos en moto por la costa.
Mientras nos alejábamos de casa, miré por el espejo retrovisor una última vez. Luana nos saludaba desde la ventana con una sonrisa gigante, y Axel levantaba una mano desde el porche con su estilo discreto. Alma ya había desaparecido, seguramente en busca del control remoto o revisando la alacena.
—¿Lista, reina? —me preguntó Charles, bajando un poco el volumen de la música.
—Más que lista, amor —respondí, apretando su mano— Esta vez quiero que sea como la primera... pero con veinte años más de amor.
Él me miró de reojo, con esa expresión que solo me dedica a mí. Y arrancamos, con el baúl lleno, los corazones tranquilos y la promesa de un fin de semana solo para nosotros. Después de todo, veinte años juntos merecían celebrarse con algo más que palabras.
Después de casi cuatro horas de viaje, entre charlas, risas, recuerdos y canciones que sabíamos de memoria, llegamos a nuestro destino: una pequeña cabaña de madera con vista al lago, rodeada de árboles altos y un silencio que invitaba a la paz. El lugar era tal como lo habíamos visto en las fotos, pero en persona tenía algo mágico, casi cinematográfico.
Charles aparcó el auto y bajamos en silencio, como si quisiéramos absorber cada detalle. El aire olía a pino y a tierra húmeda, con ese frescor típico de las zonas de montaña. Las hojas crujían bajo nuestros pies y el sol del atardecer se colaba entre las ramas, tiñendo todo de un dorado suave.
—Esto... —dije en voz baja, sin poder evitar sonreír— esto parece sacado de un cuento. Es hermoso.
—Sí —respondió él, rodeándome con su brazo por la cintura— Sacado de uno de esos cuentos con final feliz. Aunque mucho más hermosa eres tú.
Le sonreí con la misma vergüenza de siempre que me da algún cumplido, y él me tomó la mano para entrar a la cabaña. El lugar estaba decorado con sencillez pero con gusto, tenía una chimenea de piedra en el centro del salón, alfombras tejidas a mano, un sofá cómodo, ventanales con vista al lago y una pequeña cocina con frascos etiquetados como en casa de la abuela. En el dormitorio, una cama enorme cubierta por un edredón blanco, con una carta sobre la almohada que decía: “Feliz aniversario, que este fin de semana sea inolvidable”. Estaba firmada por Alma. No pude evitar sonreír ante el gesto tan dulce.
—Tu hermana no deja de sorprenderme —dijo Charles, dejándose caer en la cama con un suspiro— ¿Quieres que la adoptemos oficialmente?
—Solo si promete no invitar a toda su troupe de yoga al jardín como la última vez —contesté, arrojándole una almohada.
Un rato después, ya instalados, con nuestras cosas acomodadas y el aroma del café recién hecho llenando la cabaña, nos sentamos en el porche a mirar el lago. No hablábamos demasiado, no hacía falta. Veinte años juntos nos habían enseñado a disfrutar del silencio compartido. De las emociones que no necesitan palabras.
—¿Sabes qué estaba pensando? —dijo él, pasándome una taza.
—¿Qué?
—Que volvería a elegirte. Incluso si supiera todo lo que vendría después: los tratamientos, las noches sin dormir, las peleas, las preocupaciones, todo. Volvería a elegirte con los ojos cerrados.
Me quedé en silencio un segundo. Las lágrimas me picaron en los ojos, pero no las dejé caer. En cambio, me acerqué y apoyé la cabeza en su hombro.
—Y yo te volvería a elegir a tí. Incluso con tus ronquidos y tu costumbre de dejar la toalla mojada en la cama.
Reímos los dos, y el momento se volvió perfecto.
Esa noche, cenamos algo sencillo que habíamos llevado: queso, pan casero, frutas frescas, vino tinto. Comimos frente al fuego, descalzos, entre caricias y anécdotas. Como si el tiempo se hubiera detenido por unas horas solo para nosotros.
Cuando nos acostamos, Charles apagó la luz y me abrazó por la espalda, como siempre hace. Afuera, el viento soplaba entre los árboles y el lago susurraba contra la orilla.
—Feliz aniversario, reina —susurró.
—Feliz aniversario, amor mío.
Y así, entre sus brazos, con el corazón lleno y el alma en paz, me dormí.
Seguiré leyendo
Gracias @Angel @azul