Bajo La Mentira Del Diamante

---Damián

El Bentley se deslizó en silencio frente al penthouse, pero ni todo el lujo del mundo podía ahogar la irritación que me consumía. Valeria. Solo escuchar su nombre era suficiente para tensar mis músculos. Había bajado la guardia durante ese maldito desayuno, dejándole ver un atisbo de humanidad bajo mi armadura, y ella lo había usado en mi contra.

**—Dado que soy yo quien ha pagado tus zapatos y las flores, creo que tengo derecho a esperar que ajustes tu agenda —** solté, y supe que había cometido un error incluso antes de que las palabras salieran de mi boca.

La reacción de Valeria fue inmediata. Se levantó de golpe, la brisa de la mañana jugando con su falda de una manera que hizo que un transeúnte se quedara embobado mirándole las piernas. Lo fulminé con la mirada hasta que el hombre, acobardado, volvió a lo suyo.

**—Menos mal que tu verdadero yo ha vuelto a salir a la luz —** escupió ella, con las mejillas ardiendo de rabia. **—Ya estaba empezando a pensar que eras humano.**

Arrojó el vaso de cartón y la bolsa del bagel a una papelera cercana. **—Gracias por el desayuno. Ya quedaremos para no repetirlo nunca.**

La vi alejarse con los hombros tensos, cada paso una declaración de guerra. Al otro lado de la calle, Omar, el dueño del carrito de comida, negó con la cabeza y me lanzó una mirada reprobatoria. Lo ignoré. ¿Qué importaba si había sido un idiota? Ya me había expuesto demasiado esa mañana. Valeria Montenegro era la hija del hombre que tenía a mi hermano contra las cuerdas, y no podía permitirme olvidarlo, ni por un instante de falsa paz sobre un banco del parque.

Me quedé sentado un rato más, intentando en vano recuperar la extraña calma que habíamos compartido, pero se había esfumado, envenenada por mis propias palabras. Al regresar al penthouse, encontré sobre la mesilla de noche de mi habitación —no la suya— un sobre de papel grueso.

En su interior, había un cheque por cien mil dólares, firmado con la elegante y firme caligrafía de Valeria. No hacía falta decir más. El mensaje era claro: no le debía nada. Y mucho menos, mi sumisión.

Una sonrisa fría se dibujó en mis labios. La partida se volvía más interesante.

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— Valeria

El mercadillo de los sábados solía ser mi refugio. El aire impregnado de aromas a especias, el bullicio de la gente regateando, la explosión de colores y texturas… Todo eso me ayudaba a despejar la mente y encontrar inspiración para mi galería. Pero hoy, ni siquiera el caos vibrante del lugar podía distraerme del torbellino interno que me consumía.

**—Ya hemos pasado por este puesto —** señaló Isabella, mi amiga y cómplice en estas aventuras sabatinas.

**—¿Eh? —** jugueteé distraídamente con los flecos de una bufanda lila.

**—Este puesto. Ya hemos pasado. Te compraste una pashmina aquí la última vez —** repitió, con paciencia.

Parpadeé, y los puestos a mi alrededor volvieron a enfocarse. Tenía razón.

**—Perdona —** suspiré, soltando la bufanda. **—Estoy un poco aturdida.**

*Estoy demasiado ocupada pensando en el capullo de mi prometido*, pensé, pero no lo dije en voz alta.

**—¿No me digas? No me había dado cuenta —** dijo Isabella con sarcasmo, pero su sonrisa se desvaneció al ver mi expresión. **—¿Qué te pasa, Val? Sueles arrasar en este lugar como si tuvieras a los demonios del infierno persiguiéndote.**

Me encogí de hombros. **—Nada. Muchas cosas en la cabeza. —** Quería contarle sobre la sesión de fotos, lo del beso… pero, ¿qué iba a decir? ¿Que Damián y yo habíamos posado nuestros labios uno contra el otro durante treinta segundos y que, por alguna razón absurda, no podía dejar de pensar en ello? Era ridículo. Cualquier significado más allá del profesional era culpa de mis hormonas y de una sequía afectiva que arrastraba desde hacía tiempo

—Bueno, solo me falta encontrar un espejo dorado para la fiesta de cumpleaños de la ahijada de Beatrice Darlington—dije, tratando de mantenerme enfocado en el trabajo. Beatrice era una figura clave en la alta sociedad, y este encargo era vital para mi negocio.

—Beatrice Darlington la Tercera—murmuró Isabella, estremeciéndose. —Qué nombre. Deben haberla odiado sus padres.

—Peor aún, toda la familia lleva el mismo—añadí, forzando una risa. —Pero es la gran dama de la sociedad neoyorquina y presidenta del comité del Baile de la Fortuna. O la impresiono, o adiós a mi negocio.

Mientras Isabella me contaba sobre su nuevo trabajo en el exclusivo Club Valhalla, mi mirada se perdió entre la multitud… y entonces lo vi.

Pelo rubio arena. Ojos azules como el mar en verano. Su figura, que en la universidad era delgada y alargada, ahora se había transformado en algo atlético y musculoso. Las bolsas de la compra se me cayeron de las manos.

Era Andrés.

—Perdona la sorpresa—dijo él, con una sonrisa tímida que me resultaba tan familiar. —Pasaba por aquí y recordé que te encantaba venir los sábados. Veo que la costumbre sigue.

Mi corazón latía con fuerza. Cuando logré recomponerme, Isabella se excusó con una mirada significativa y Andrés y yo nos dirigimos a una pequeña cafetería con terraza cercana. La conversación fluyó de manera tan natural que me sorprendió, como si los dos años de silencio nunca hubieran existido.

Andrés estaba en la ciudad por trabajo, preparando la OPV de su empresa de tecnología. Yo le hablé de mi galería, evitando entrar en detalles personales. Pero esa comodidad inicial pronto se tornó en una tensión incómoda. Sus ojos se posaron en el anillo de compromiso que llevaba en la mano.

**—Entonces, ¿lo del compromiso es en serio?** dijo, y su voz se volvió más profunda.

**—No estoy bromeando con algo así.**

**—¿Cuándo es la boda?**

**—En un año. A principios de agosto. En la villa de los Vargas, junto al Lago de Como.**

Una sonrisa sarcástica apareció en su rostro. **—Tus padres deben estar encantados. Damián Vargas. ¿Cuánto vale? ¿Mil millones? ¿Dos?**

**—Algo así —** murmuré, sintiendo cómo el diamante me quemaba el dedo.

**—¿Y cómo os conocisteis? —** preguntó, y su tono se volvió más curioso.

**—En un evento —** respondí, tratando de evitar la pregunta.

Pero Andrés me conocía demasiado bien. Sus ojos se entrecerraron mientras unía las piezas. **—Espera. ¿Te casas con él porque realmente quieres o porque tus padres lo quieren? —** preguntó, enfatizando las últimas palabras.

Mi silencio fue toda la respuesta que necesitaba.