Alejandro es un político cuya carrera va en ascenso, candidato a gobernador. Guapo, sexi, y también bastante recto y malhumorado.
Charlotte, la joven asistente de un afamado estilista, es auténtica, hermosa y sin pelos en la lengua.
Sus caminos se cruzaran por casualidad, y a partir de ese momento nada volverá a ser igual en sus vidas.
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Invitación inesperada
Capítulo 20 – Invitación inesperada
El décimo cuarto día de la gira electoral amaneció con un silencio inusual, casi sagrado, tras días y noches de incesante estridencia. Por fin, el equipo había llegado a una pequeña y exquisita posada costera, un remanso prometido para un día de absoluto e innegociable descanso. Las olas rompían con una cadencia hipnótica contra la orilla, y la brisa marina, cargada de sal y frescor, ofrecía un contraste vivificante con el calor sofocante que había dominado las ciudades anteriores.
Charlie fue la primera en descender del autobús con su habitual energía contenida. Su presencia era una fusión perfecta de profesionalismo y facilidad; esa mañana, sus jeans oscuros de corte impecable y una blusa ligera color marfil ondeaban levemente, como si la brisa estuviera ansiosa por interactuar con ella. Sus ojos verdes, siempre atentos y con un matiz de astucia, se fijaron de inmediato en el horizonte inmaculado.
Marco la seguía de cerca, ajustando sin necesidad su cámara colgada al cuello. Para él, estar a menos de un metro de ella era una prueba de valor que apenas lograba superar. La cercanía de Charlotte, su sola existencia a su lado, lo sumía en una mezcla de inspiración y profundo nerviosismo. Cada gesto de la consultora, desde la manera en que se echaba el cabello rojizo hacia atrás hasta la curva de su sonrisa, le parecía digno de ser inmortalizado. Él no solo la veía; la estudiaba, buscando entender el motor de esa seguridad que a él tanto le faltaba.
—Bueno, Charlie —comenzó Marco, intentando infundir una nota de despreocupación a su voz mientras caminaban hacia la terraza del hotel—, parece que por fin tenemos un día sin compromisos, sin micrófonos, ni agendas. ¿Tienes algún plan monumental en mente, o solo el simple placer de sobrevivir al sol?
Charlotte se detuvo al llegar a la barandilla de madera que delimitaba la terraza de lo que sería su habitación. Se inclinó, apoyando un codo, y le lanzó una mirada ladeada, cargada de una diversión que siempre ponía a prueba la compostura del fotógrafo.
—Sobrevivir al sol me parece un buen inicio y una meta digna, Marco —respondió con su habitual tono de sarcasmo ligero—. Pero si quieres acompañarme, podríamos aprovechar para ver cómo se refleja la luz en el mar antes de que el sol decida quemarnos a todos en un acto de justicia cósmica.
Marco sonrió de oreja a oreja, esa sonrisa genuina que lo hacía parecer mucho más joven y desarmado. En sus ojos, la chispa verde de ella actuaba como un faro que lo atraía inexorablemente.
—Perfecto, entonces me toca seguirte el ritmo. Como siempre —dijo, la última frase con un deje de verdad que no pretendía ocultar.
A unos diez metros de distancia, en la entrada de su propia suite, Alejandro observaba la escena. Su agenda, estaba abierta, pero sus ojos no lograban descifrar una sola palabra. Estaban fijos en la interacción de Charlie y Marco. Juntos. Moviéndose con una naturalidad que a él le resultaba ajena, una complicidad que no se limitaba al ámbito profesional. La risa de Charlotte llegó hasta él, una nota cristalina que se elevaba sobre el sonido de las olas.
Una sensación extraña y, de forma inequívoca, desagradable, se instaló en el centro de su pecho. No era un dolor agudo de celos que él pudiera nombrar, ni una atracción reconocida y aceptada. Era más bien un hormigueo incómodo, una fricción emocional que lo alertaba sobre una pérdida de control en su entorno inmediato. El hecho de que no pudiera ponerle un nombre claro a ese malestar lo irritaba profundamente. Le incomodaba más que cualquier desliz en un discurso.
«Es la dinámica de equipo. Se llevan bien. Es bueno para el ambiente de trabajo», se dijo, repitiendo una y otra vez la justificación en su mente. Pero su cuerpo lo contradecía: se apoyó con más fuerza en la barandilla de su balcón, los dedos apretando la madera, deseando que el par de risas se dispersara con la brisa.
Charlotte, ajena a aquella mirada, se acomodó con despreocupación. Marco se sentó a su lado, manipulando su cámara con una concentración innecesaria, un intento de disimular la aceleración de su propio pulso.
—Oye, Charlie —comenzó, un poco más titubeante de lo que habría deseado—, estaba pensando… ya que tenemos este día libre, ¿qué tal si damos un paseo por la playa? Nada de cámaras, ni de agendas, ni de estrategia de prensa. Solo aire fresco, arena y sol. Podríamos… desconectar un poco del estrés de la gira.
Charlotte levantó una ceja, evaluándolo con esa mezcla tan suya de diversión y perspicacia. Se inclinó hacia él, su rostro a una distancia que encendió todas las alarmas en el sistema nervioso de Marco.
—¿Ah, sí? —dijo, con una sonrisa que apenas curvó sus labios, pero que irradiaba picardía—. ¿Y tú crees que yo puedo desconectar tan fácilmente de mi trabajo, Marco? —Hizo una pausa perfectamente calculada—. ¿O es solo tu forma educada, y muy transparente, de intentar que sea tu guía turística personal en esta costa desconocida?
Marco se rió, esta vez no por diversión, sino por puro nerviosismo, sintiendo cómo el color le subía al cuello. Su atracción por ella era un secreto a voces para cualquiera que lo observara por más de un minuto, y su intento de disfrazar su invitación como un simple deseo de “desconexión” había fallado miserablemente.
—Podemos llamarlo “aventura guiada”, si quieres —intentó responder, luchando por mantener la compostura, aunque el brillo en sus ojos delataba su esperanza—. Pero prometo solemnemente no hacerte correr y no pedirte que poses para la foto perfecta.
La muchacha soltó una carcajada baja y musical, un sonido que hizo eco en el silencio matutino y que, sin querer, atrajo aún más la atención de Alejandro. Se reclinó un poco hacia atrás, mirando el vaivén del mar.
—Está bien, Marco —aceptó finalmente, cediendo a la ternura de su evidente entusiasmo—. Pero solo porque necesito supervisar personalmente que el paseo no se vuelva un desastre fotográfico digno de un amateur —le guiñó un ojo, una señal de complicidad que a Marco le supo a victoria.
El rostro del fotógrafo se iluminó con una expresión de entusiasmo genuino y desbordante, una reacción que Charlotte encontró extrañamente encantadora y dulce. Por un instante, se permitió olvidar la tensión habitual y la severa seriedad que Alejandro solía generar en su pecho. Marco, a diferencia de su jefe, era un libro abierto, y esa transparencia le resultaba un bálsamo.
Alejandro, desde su balcón, continuaba siendo un observador silencioso e involuntario. Sus manos, firmemente agarradas a la barandilla, se volvieron blancas en los nudillos mientras analizaba el lenguaje no verbal de la pareja. Marco, siempre atento, se inclinaba hacia Charlie. Y ella, Charlie, con su humor característico, se reía, lo que él percibió como una entrega de atención que ella nunca le ofrecía a él fuera de las salas de reuniones.
Él se sentía incómodamente consciente de cada pequeño gesto, de cada risa compartida. La sensación de ser un intruso, un tercero, lo invadió. Se encogió de hombros con un movimiento casi imperceptible, intentando, una vez más, racionalizar lo que sentía: «Es solo una interacción profesional... aunque no parece que Marco lo vea así». La voz de su conciencia le recordaba que la atracción del fotógrafo era evidente, pero lo que más le molestaba era su propia reacción visceral.
No quería admitir, ni siquiera ante el silencio de la costa, que una parte de él deseaba estar más cerca, quería intervenir, romper esa burbuja de complicidad. Pero el control que regía su vida y la necesidad autoimpuesta de mantener una distancia profesional inquebrantable, lo detenían. Se mantuvo quieto, como una estatua, una prisión de autocontrol.
Después de ponerse ropa más cómoda (Charlotte en un short de lino y una camiseta de tirantes, Marco con una camisa de manga corta y bermudas), los dos compañeros comenzaron a caminar hacia la playa. Charlie mantenía su ritmo ligero, sus pasos calculados pero con un aire despreocupado. Marco, hipnotizado, la seguía, sus ojos registrando cada detalle: la forma en que el sol hacía brillar los mechones rojizos de su cabello, cómo la brisa acariciaba su piel, el brillo particular de sus ojos verdes bajo el cielo sin nubes.
—Debo decir —comentó Marco mientras caminaban, elevando un poco la voz para que el viento no se la llevara, intentando sonar completamente casual— que tu energía es contagiosa, Charlie. No me extraña que Alejandro confíe tanto en tus decisiones de imagen. Eres un motor.
Charlotte se giró hacia él, con esa sonrisa astuta que significaba que ya estaba un paso por delante en la conversación.
—Claro, eso explica por qué él sigue mis sugerencias… aunque a veces parece resistirse solo para mantener la autoridad y recordarme que sigue siendo el jefe —Hizo una pausa deliberada, un ligero guiño aludiendo a la obvia jerarquía—. No me malinterpretes, Marco. A veces también me divierte verlo luchar contra mis ideas, ver cómo mi sugerencias, aunque brillantes, tienen que ser analizadas para que no parezca que está cediendo el control.
Marco rió de nuevo, inclinando la cabeza hacia atrás con una carcajada honesta.
—Tú disfrutas demasiado haciéndolo sufrir, ¿no?
—Quizá un poco —admitió ella, con un destello de picardía en los ojos que solo él parecía notar o, al menos, valorar—. Pero solo un poco. No quiero que se me suba a la cabeza el poder de manejar su ego.
La interacción era sencilla, ligera, de amistad profesional, tal como Charlotte la entendía. Ella bromeaba con Marco de la misma forma que lo haría con un compañero de universidad o un cliente del salón, con respeto, con sarcasmo y con una barrera implícita de camaradería. Era su forma habitual de relacionarse, completamente ajena a que cada comentario aumentaba la tensión de Marco y avivaba la hoguera invisible de Alejandro.
Mientras tanto, Alejandro estaba inmóvil en el balcón de la posada. No se movió. Solo observó cómo la silueta de Charlotte se alejaba con Marco. El hecho de que lo hicieran con tanta soltura, con risas compartidas y pasos acompasados, le provocó una punzada que apenas pudo disimular. No podía negar que su atención estaba obsesivamente atrapada en cada movimiento de ella. El gesto de Charlie al guiar a Marco hacia el mejor ángulo para ver el mar, la forma en que Marco le acercaba el brazo para evitar un charco de agua de mar, todo se magnificaba en la mente de Alejandro. Por primera vez en días, se sintió desplazado, irrelevante en su propia comitiva.
«Él está enamorado de ella. Es obvio», pensó Alejandro, y la claridad de ese pensamiento le resultó un golpe. El malestar se convirtió en una molestia física en la boca de su estómago.
La caminata continuó, y el sol, cómplice del drama silencioso, bajaba lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de una paleta espectacular de naranja, rosa y oro. Marco no dejaba de hablar, lanzando comentarios ligeros y personales sobre su vida, su pasión por la fotografía y sus sueños, buscando mantenerla entretenida y a gusto. Había una intención clara en su conversación: acortar la distancia, dejar de ser solo “el fotógrafo” y convertirse en algo más.
Charlie respondía con el ingenio que la caracterizaba, mezclando sarcasmo y humor con reflexiones agudas sobre la política y la estética visual de la campaña. Ella observaba cómo la luz transformaba el paisaje y cómo su sombra se alargaba sobre la arena, completamente inconsciente de que cada gesto, cada inclinación de su cabeza hacia Marco, podía percibirse como una intimidad que Alejandro ya no podía soportar. Para ella, aquello era solo una conversación agradable.
Finalmente, llegaron a un pequeño embarcadero de madera, cuyas tablas grises contrastaban con el vibrante color del atardecer. Charlotte se sentó en el borde, dejando que sus pies descalzos tocaran la arena húmeda. Marco se arrodilló a su lado para ajustar el dial de su cámara, capturando la luz perfecta. Charrlaban sobre detalles técnicos, sobre la apertura y la velocidad del obturador, pero el trasfondo de complicidad y la atmósfera íntima que creaba el atardecer eran innegables.
Alejandro, que por fin había abandonado el balcón para dar un paseo, se detuvo en el lindero de la playa. No se atrevió a acercarse más. Solo los observó, tratando de comprender por qué aquella escena le afectaba más de lo que había imaginado. La risa de Charlotte, ahora silenciada por la distancia, resonaba en su memoria. Algo en él, una necesidad primitiva y desconocida, deseaba acercarse, intervenir, tomar la mano de Charlotte y llevarla de vuelta, lejos de Marco. Pero su orgullo lo mantuvo anclado.
Charlotte, mirando el horizonte pintado, respiró profundamente y sonrió, un gesto de pura liberación.
La tarde caía, y la promesa del día de descanso había empezado a cumplir su objetivo: risas, aire fresco y un paseo que, aunque breve, había marcado la primera grieta en la distancia profesional que Alejandro se había esforzado tanto en imponer. La invitación inesperada de Marco no solo había sido un escape para Charlotte, sino un catalizador forzado para los sentimientos que su jefe, desde la distancia, se negaba a admitir.