El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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20
El SUV, malherido, se detuvo con un último temblor que recorrió el chasis como un estertor final. El silencio que lo siguió fue más aterrador que el rugido del motor, un vacío acústico que de repente llenó con el canto de los pájaros, como si la naturaleza reclamara su espacio.
No hubo tiempo de esconder a Luka. Por lo que lo dejaron en el auto agachado. Tres hombres emergieron del sedán. No dos. Tres. Dos con escopetas y un tercero, más joven, con una pistola que sostenía con manos inseguras. Estaban rodeados. Valery sintió cómo el plan se desmoronaba. Habían calculado mal. El error podía ser letal.
—¡Salgan con las manos vacías! —gritó el de la escopeta, el líder, un tipo con una barba descuidada y ojos inyectados en sangre.
No había opción. Valery y Derek intercambiaron una mirada cargada de toda una conversación. Sobrevivir. Ahora. Con manos lentas y deliberadas, dejaron sus armas en la tierra húmeda y salieron, exponiéndose al peligro.
—De rodillas —ordenó otro, un hombre corpulento con una cicatriz que le cruzaba el ceño.
El gravón mojado clavó sus filos en sus rodillas. Valery mantenía la mirada baja, pero sus ojos escudriñaban cada movimiento, cada respiración de los hombres, buscando un mínimo descuido, una apertura. Derek, a su lado, respiraba con una furia contenida que hacía temblar sus manos.
—Mira lo que tenemos aquí —dijo el líder, acercándose. Su aliento olía a alcohol rancio y a sudor. Agarró a Valery de la barbilla con rudeza, forzándola a mirarlo. Ella no parpadeó, su mirada era un bloque de hielo, pero por dentro, cada instinto le gritaba que se defendiera. —Bonita. Esto va a ser más divertido de lo que pensé.
Derek tensó todo su cuerpo, los músculos de su mandíbula marcándose bajo la piel. —Quítale las manos de encima.
El hombre soltó una risotada gutural y soltó a Valery, dándole un empujón despreciable. —¿O qué, abuelo? Primero te toca a ti ver el espectáculo. Después, quizás te dejemos ir, si es que puedes caminar después de ver lo que le vamos a hacer a tu...
No terminó la frase.
Algo se quebró dentro de Derek. No fue el "abuelo". No fue la amenaza a él. Fue esa palabra, "espectáculo", y la mirada lujuriosa, posesiva, que el hombre le lanzó a su hija. La imagen de su esposa, de todo lo que habían perdido, de la dignidad que les quedaba, se estrelló contra la obscenidad de aquel futuro posible. Ya no era solo supervivencia. Era la defensa de lo último sagrado.
Con un rugido que no parecía humano, un sonido que brotó de un lugar primitivo y paternal, Derek se lanzó hacia adelante. No era un luchador, pero el peso de su desesperación lo convertía en un proyectil. Sus manos, las mismas que una vez sostuvieron bisturís con precisión milimétrica, encontraron el cuello del líder con una fuerza feroz que sorprendió a ambos. Ambos cayeron al suelo, forcejeando en una danza torpe y mortal. Hasta que el hombre ya no se movió.
—¡Papá! —gritó Valery, el grito escapándosele antes de que pudiera contenerlo.
El estallido de la escopeta llenó el mundo, un trueno seco que apagó los pájaros y congeló el tiempo.
Derek se encogió, un golpe sordo y húmedo que lo sacó de su encierro. Una expresión de profunda sorpresa, casi de ofensa, cruzó su rostro. Se desplomó de lado, una mancha carmesí floreciendo instantáneamente en su pecho, tan roja y violenta que parecía irreal.
El tiempo se fracturó para Valery. Un zumbido agudo, como el de un televisor mal sintonizado, llenó sus oídos, apagando los jadeos y las blasfemias de los hombres. Su cuerpo se movió antes que su mente, impulsado por un piloto automático forjado en meses de miedo. Mientras el hombre que había disparado bajaba la guardia, conmocionado por su propio acto, y el joven inexperto miraba la escena con el rostro pálido y la boca abierta, Valery se abalanzó. Sus dedos, fríos y seguros, se cerraron alrededor del cañón aún humeante de la escopeta del líder, que yacía en el suelo entre la maleza. Lo levantó. El metal estaba caliente. No apuntó. No había tiempo. Disparó desde la cadera, el culatazo golpeando su cuerpo con una sacudida brutal.
El estruendo la sacudió hasta los huesos. La descarga de postas no alcanzó de lleno al segundo hombre, pero le destrozó el brazo y parte del hombro en una nube de tela y carne, arrancándole un grito desgarrador, animal. El joven de la pistola, paralizado por el miedo, vio a la chica de rostro ensangrentado y ojos vacíos, como los de un depredador, girar el arma hacia él. No vio a una persona, vio la muerte misma.
—¡Vámonos! —aulló el hombre herido, tambaleándose hacia el sedán, su brazo colgando inútil—. ¡Esta loca sí sabe usar eso!
El joven no lo pensó dos veces. El hechizo de la cobardía se rompió. Corrió, arrastrando a su compañero malherido y arrojándolo casi al asiento trasero del coche. El motor rugió y el sedán patinó, alejándose en un remolino de tierra, hojas y el eco del dolor que dejaban atrás.
La escopeta cayó de las manos entumecidas de Valery. El zumbido en sus oídos cedió, dejando paso a un silencio ensordecedor, roto solo por el jadeo entrecortado que salía de su propia garganta. Corrió hacia su padre, sus piernas sintiéndose de gelatina, cayendo de rodillas a su lado con tanta fuerza que el impacto le dolió en los huesos.
—Papá... Oh, Dios, papá... —su voz era un quebrado susurro, una súplica infantil.
Con una fuerza que no sabía que poseía, lo giró suavemente. Su rostro estaba pálido, la tierra adherida a su sien. Pero sus ojos estaban abiertos. Entrecerrados por el dolor, nublados por el shock, pero conscientes. Y enfocados en ella, con una claridad desgarradora.
—Val... —su voz era un susurro ronco, un hilillo de aire que se filtraba entre los labios manchados de un rojo obsceno.
—No hables. Por favor, no hables. Aguanta. Tengo que... tengo que parar esto —tartamudeó ella, presionando sus manos inútiles sobre la herida catastrófica, sus conocimientos médicos gritándole en la mente con cruel precisión: tórax perforado, hemorragia masiva, shock hipovolémico, tiempo restante: minutos. Era inútil.
Una mano débil, temblorosa, se posó sobre las suyas, deteniendo sus movimientos frenéticos. —No... —la apretó con la poca fuerza que le quedaba, un último y tenue mensaje de consuelo—. Escucha...
Valery inclinó la cabeza, sus lágrimas cayendo sobre el rostro de su padre, limpiando pequeñas manchas de tierra en un acto inútil de cuidado.
—Tú... eres... la razón por la que... Luka... sigue vivo —cada palabra era un esfuerzo monumental, un regalo precioso y doloroso que le costaba su último aliento—. Lo has sido... desde el principio.
Ella negó con la cabeza, un sollozo rompiéndose en su garganta. —No sin ti. No puedo. No sé cómo.
—Sí... puedes —la interrumpió, su mirada intensificándose con un fuego final, una orden paternal—. Eres... mi hija. Eres... fuerte. Más de lo que... yo... jamás... —Una tos violenta, húmeda y sofocante, lo sacudió, y un espasmo de agonía cruzó su rostro. Cuando recuperó el aliento, un hilo tenue, su voz era apenas un fantasma de sonido—. Cuídalo... Y cuídate... Mi Val... Mi valiente...
Su mirada se mantuvo en ella por un segundo eterno, llena de un amor tan vasto y profundo que le partió el alma en dos. Luego, poco a poco, como el lento apagarse de una lámpara, la luz, la conciencia, la esencia de su padre, se apagó en sus ojos. La mano que sostenía la de ella perdió toda su fuerza, volviéndose pesada e inerte.
—Papá? —susurró Valery, sacudiéndolo suavemente, desesperada por encontrar un atisbo de respuesta—. ¿Papá? Por favor.
Solo el silencio le respondió, un manto pesado que caía sobre el claro del bosque.
El temblor que la recorrió fue tan violento que casi no puede sostenerse. Un grito mudo, un alarido de dolor puro que no encontraba salida, se congeló en su garganta, ahogándola. Se desplomó sobre su pecho, acurrucándose contra el frío que ya comenzaba a apoderarse de él, buscando un calor que se escapaba para siempre.
Fue entonces cuando escuchó el leve chirrido de la puerta del SUV abriéndose.
Con un jadeo, Valery alzó la vista, sus instintos en alerta máxima a pesar del dolor. Sus ojos, nublados por las lágrimas, vieron a Luka bajando lentamente del vehículo. Su pequeño rostro era una máscara de terror y confusión. Sus zapatitos pisaron la tierra y se quedó quieto, mirando la escena: a su hermana abrazando el cuerpo inmóvil de su padre, la sangre, el silencio.
—Valery... —su vocecita era tan frágil que casi se la llevaba el viento—. ¿Por qué papá está en el suelo?.
La pregunta, inocente y brutal, atravesó a Valery con más fuerza que cualquier bala. Ahogó un sollozo, limpiándose la cara con el dorso de la mano manchada de sangre, empeorando las cosas. ¿Cómo le explicaba? ¿Cómo le arrancaba para siempre la inocencia que le quedaba?
—Luky... —logró decir, con una voz que no reconocía como suya.
El niño dio unos pasos vacilantes hacia ellos. Sus ojos azules, tan parecidos a los de su padre, se posaron en el rostro pálido de Derek. Pareció entender, de pronto, que no era un sueño. Su labio inferior comenzó a temblar. Lágrimas salían de sus ojos.
—¿Se fue como mamá? —preguntó, solo una aceptación trágica y prematura.
Valery no pudo responder con palabras. Solo abrió un brazo, un gesto de invitación. Luka se acercó corriendo entonces y se refugió contra su costado, enterrando su cara en el hombro de su hermana. En medio de sollozos y temblores. Y Valery, abrazando a su hermano sobre el cuerpo de su padre, supo que su infancia, y la de él, habían terminado para siempre. El bosque seguía en silencio, guardando el peso de su nueva y abrumadora realidad.