Contraataque de la esposa

Casi me pongo a llorar, pero sabía que sería peligroso, así que me obligué a calmarme y a analizar la situación para saber cómo actuar. Isaac comenzó a dar vueltas y encontró marcas de neumáticos en el césped, cosa que le comunicó a la policía. Allí, agazapada en la oscuridad y con un dolor terrible en las manos, sostenía el peso de mi propio cuerpo y el de Jesse. Estaba lista para salir corriendo apenas viera la oportunidad; sin embargo, el problema era que estaba mucho más cerca de mi secuestrador que de la policía, por lo que podía volver a atraparme antes de que lograra escapar. Decidí no moverme. Isaac y los hombres que iban con él habían seguido las huellas en el suelo y habían encontrado mi teléfono celular. De pronto, Isaac gritó:

—¡Los encontré!

Comencé a correr en el momento que lo escuché, gritando y cargando a Jesse en la espalda. En el silencio de la naturaleza, mi propia voz tajante hizo que me sobresaltara. Mi plan era ir a toda velocidad hacia donde estaba la policía y así, de inmediato, estar a salvo, pero no había tenido en cuenta que la herida de la mano era bastante profunda y que llevaba mucho tiempo sangrando; había perdido demasiada sangre y había estado un rato largo en cuclillas, así que tenía los pies adormecidos y la sangre no estaba irrigando bien al cerebro. Al ponerme de pie tan rápido, chillé y caí al suelo con un golpe seco. El césped y la tierra que ahora me cubrían el rostro y la nariz me hicieron toser fuerte y Jesse rodó de mi espalda al suelo. Por suerte, la policía oyó mi grito y comenzó a correr en nuestra dirección, pero el conductor fue más veloz. Alzó en brazos a Jesse y regresó a la casa abandonada. Se lo puso delante, como si fuera un escudo, y gritó:

—Que nadie se acerque. ¡Denme un automóvil y dejen que me vaya!

No me atreví a moverme. Jesse era todo para mí y no podía vivir sin él. El policía e Isaac dejaron de correr.

—Tranquilo —dijo el policía—. Le daremos lo que pida.

—Quiero que me dejen ir. Córranse del camino —gritó.

—De acuerdo. —El policía se hizo a un lado y, con mucha tranquilidad, añadió—: Nos alejaremos diez metros. Deje ir al niño y luego podrá irse en ese automóvil.

—No, porque pueden perseguirme. Tendré al niño conmigo hasta estar a salvo y luego lo liberaré. —El hombre se subió al auto con Jesse en brazos. El niño lloraba lleno de angustia y el hombre, impaciente, le ordenó que dejara de gritar. Yo estaba sufriendo muchísimo al pensar en cuán asustado debía estar mi hijo.

—Lléveme a mí de rehén —dije, dando un paso al frente—. Deje ir al niño. Si llega a lastimarlo, estará atrapado.

—Tiene razón. Tendría que ocuparse de cuidarlo y eso entorpecería muchísimo su plan —añadió Isaac. El hombre me miró a mí y luego a Isaac.

—Ven aquí, pero antes deja caer todo lo que tengas en las manos —dijo el hombre mientras me hacía señas para que me acercara—. Si te atreves a traicionarme, voy a matar a tu hijo. —Tiré todo lo que estaba sosteniendo y caminé hacia él con cuidado. Mientras me acercaba a la puerta, dijo—: Siéntate en el asiento del acompañante y usa el cuchillo para hacerte un corte en cada mano. —Mientras me daba esas órdenes, le acercó un cuchillo al cuello a Jesse, quien se puso a llorar y el movimiento hizo que una delgada línea de sangre comenzara a brotar de su cuello.

—¡Suéltalo, haré lo que quieras! —rogué, desbordada.