Arim Dan Kim Gwon, un poderoso CEO viudo, vive encerrado en una rutina fría desde la muerte de su esposa. Solo su pequeña hija logra arrancarle sonrisas. Todo cambia cuando, durante una visita al Acuario Nacional, ocurre un accidente que casi le arrebata lo único que ama. En el agua, un desconocido salva primero a su hija… y luego a él mismo, incapaz de nadar. Ese hombre es Dixon Ho Woo Bin, un joven biólogo marino que oculta más de lo que muestra.
Un rescate bajo el agua, una mirada cargada de algo que ninguno quiere admitir, y una atracción que ambos intentan negar. Pero el destino insiste: los cruza una y otra vez, hasta que una noche de Halloween, tras máscaras y frente al mar, sus corazones vuelven a reconocerse sin saberlo.
Arim ignora que la mujer misteriosa que lo cautiva es la misma persona que lo rescató. Dixon, por su parte, no imagina que el hombre que lo estremece es aquel al que arrancó del agua.
Ahora deberán decidir si siguen ocultándose… o si se atreven a dejar que el amor, como los latidos bajo el agua, hable por ellos.
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Vivir sin vivir.
Dixon tragó saliva, el rostro rojo hasta las orejas.
—No deberías decir esas cosas aquí… abajo están todos desayunando. Mejor...más tarde cuando todos duerman.
Arim sonrió contra su cuello, y justo antes de soltarlo, apretó su trasero con descaro.
—Entonces será mejor que te portes bien, delfín. Ya mañana es mi último día aquí, pero puedo volver cuando yo quiera—susurró, y lo besó una vez más antes de salir de la despensa como si nada hubiera pasado.
—Por los cielos ¿De dónde salió este hombre? Antes ni siquiera me hubiera imaginado tal cambio. ¿será que de verdad le gusto?
Dixon se quedó allí, apoyado contra las estanterías, temblando. No sabía si reír, llorar o maldecir. Nunca habia hecho algo así. Su presión crecía en sus pantalones pero debía calmarse.
Todos terminaron de desayunar sin nadie sospechará lo que esos dos hacían en la despensa.
El día en la playa parecía sacado de un catálogo turístico. El sol brillaba alto, el agua turquesa se rompía en olas juguetonas, y el grupo se había reunido para una jornada de buceo, juegos y comida.
Dixon enseñaba a Sakura a mantener el equilibrio con las aletas puestas, mientras Arim observaba desde la orilla con los brazos cruzados, esa mezcla de orgullo y deseo en los ojos. No podía evitarlo: cada vez que Dixon sonreía, sentía un calor en el pecho.
Más tarde, extendieron mantas bajo una palmera y organizaron un picnic buffet improvisado. Había frutas, ensaladas frías, panecillos, carnes a la parrilla y, por supuesto, cerveza.
Arim aprovechaba cada descuido para robarle un beso rápido a Dixon cuando debía ir a buscar algo a la casa. Un roce en los labios cuando nadie miraba, un contacto de más al pasarle una botella de agua, un pellizco disimulado en la cintura que hacía que Dixon se sonrojara y lo fulminara con la mirada, aunque nunca lo apartaba.
Sergey, sentado más allá, no le quitaba ojo a la escena. Cada vez que veía un gesto furtivo entre los dos, sus cejas se arqueaban más y el vaso de cerveza bajaba con más fuerza.
Finalmente, en un momento en que Arim y Sakura fueron a recoger conchas, Sergey se inclinó hacia Dixon.
—Dime la verdad, pequeño Delfín… ¿qué pasa entre ustedes? —preguntó con un tono que mezclaba celos y curiosidad.
Dixon se quedó helado, el corazón latiéndole fuerte. Miró hacia un lado, luego al otro, asegurándose de que nadie más lo escuchara… pero no se dio cuenta de que sus hermanas estaban lo suficientemente cerca.
—Ese… ese hombre —dijo bajito, tragando saliva—. Es el mismo que pagó los millones en la fiesta de gays.
—¡¿El es el tipo estúpido que me ganó en la fiesta de trans?!—Grita para su pesar sorprendido. Por algo le parecía conocido.
Yuna y Anna, que mordían con entusiasmo una salchicha cada una, casi se atragantaron.
—¡¿Quéeee?! —exclamaron al unísono, tosiendo y dándose palmadas en la espalda la una a la otra.
Dixon se tapó la cara con ambas manos, rojo como un tomate.
—¡Cállense, por favor! —susurró, desesperado—. No griten, que todos escuchan.
Sergey se quedó quieto, con el rostro serio, la mandíbula tensa.
—Que coincidencia —Su voz cargada de celos lo decía todo—¿Cómo es que se reconocieron si llevaban máscaras? ¿Cómo diablos dió con tu hostal?
—¡Ya basta, Sergey! —lo cortó Dixon, incómodo—. No es asunto tuyo.
Las hermanas, sin embargo, no dejaban de cuchichear entre sí, con sonrisas maliciosas.
—No lo puedo creer… nuestro hermano… ¡con el millonario misterioso! —dijo Anna, riendo bajito—ya lo perdiste Sergey.
—Yo tengo millones también.
—Pero no tienes su encanto—le responde Anna.
—Y yo que pensé que era solo un turista cualquiera —añadió Yuna, con los ojos brillando de emoción—. ¡Esto parece una telenovela!
Dixon escondió la cara entre sus brazos, más avergonzado que nunca.
Sergey bajó la voz, pero sus ojos seguían clavados en Dixon con una mezcla de rabia y desconfianza.
—Dime algo, corazón de melón… si ese hombre es gay, ¿de dónde salió la niña? ¿se volvió de un día para otro? —preguntó con tono punzante—. Porque yo no entiendo nada.
Dixon lo miró como si quisiera que se callara de una vez. Sus manos se apretaron sobre la manta y soltó el aire despacio antes de contestar.
—Su esposa murió —dijo en un murmullo, sin querer que Arim o Sakura lo escucharan desde la orilla—. Pero yo creo… que a él siempre le gustaron los hombres. Solo que por su familia, por esa vida de negocios, lo dejó enterrado. Hizo lo que se esperaba de él: ser esposo, ser padre, vivir en un mundo perfecto que nunca fue suyo. Eso es lo que creo.
Anna y Yuna dejaron de reírse. Sus miradas se suavizaron y una sombra de compasión les cruzó el rostro.
—Eso es horrible —susurró Yuna—. Que tu propia familia no te deje ser tú mismo… que no les importe tu felicidad.
Anna asintió, con un dejo de tristeza en la voz.
—A veces es peor la prisión invisible que la que tiene barrotes.
Dixon bajó la cabeza, agradecido en silencio de que sus hermanas entendieran al menos un poco. Pero Sergey no mostraba ni una pizca de empatía.
—¿Y tú crees —dijo con sarcasmo— que si su propia familia lo reprimió, van a aceptar lo que tiene contigo?
Dixon lo miró sorprendido, sin tener respuesta. Sintió un nudo en la garganta, porque en el fondo él también se hacía esa misma pregunta.
—Yo… no lo sé —admitió en voz baja, apartando la mirada.
El silencio que quedó pesó más que cualquier palabra.
El resto de la tarde transcurrió entre clases de buceo, juegos en la arena y risas nerviosas que intentaban tapar la tensión. Sakura corría feliz mostrando las conchas que recogía, mientras Arim la levantaba en brazos y le daba vueltas en el aire. Dixon los miraba, y por un instante creyó ver una familia que podía ser real.
Pero Sergey no quitó ojo de la escena.
Cuando el sol empezó a caer y las cervezas se acababan, el ruso se puso de pie, sacudiéndose la arena del pantalón.
—Yo me voy ya —anunció con voz grave.
Arim regresaba del agua en ese momento, con Sakura sobre los hombros. Sergey lo interceptó antes de que pudiera entrar a la casa.
—Espera un momento. Necesito decirte algo a solas.
Arim le dice a Sakura que entre primero.
—¿Que es? —le dice Arim girando hacia él.
—Escucha, millonario —le dijo con un tono bajo pero cargado de amenaza—. Ya sé quién eres. Y te lo digo una sola vez: si le haces daño a Dixon, te meto mi bota por el culo.
Arim arqueó una ceja, sin perder la calma.
—No pienso hacerle daño a nadie —respondió tranquilo, aunque en sus ojos brillaba una chispa de desafío—. Pero si algún día lo hago… supongo que serás el primero en saberlo.
—Lo que tengo con Dixon, nadie más lo tendrá. Estoy dispuesto a esperarlo todo el tiempo que él quiera. Así que espero con ansias que falles.
Se quedaron mirándose un instante, como dos depredadores que reconocen al otro. Sergey resopló con fastidio y se dio media vuelta, alejándose hacia el camino con pasos pesados.
Dixon, aun sin escuchar la amenaza, sospechaba que nada sería igual, al verlos hablar desde la ventana, sintió el corazón en un puño. Sus hermanas lo miraban con una mezcla de preocupación y curiosidad.
— Sergey no se va a quedar quieto hasta que formalices algo con el señor millones ¿Qué vas a hacer, hermano?—preguntó Anna en voz baja.
Dixon no supo qué contestar. Solo se quedó observando a Arim, que entraba a la casa a jugar con Sakura como si nada, y en ese instante deseó que todo pudiera ser tan simple como las risas de una niña en la playa.