Alejandro es un político cuya carrera va en ascenso, candidato a gobernador. Guapo, sexi, y también bastante recto y malhumorado.
Charlotte, la joven asistente de un afamado estilista, es auténtica, hermosa y sin pelos en la lengua.
Sus caminos se cruzaran por casualidad, y a partir de ese momento nada volverá a ser igual en sus vidas.
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Choque de egos y estilos
Capítulo 17: Choque de egos y estilos
El auditorio del Centro Cultural Rivera, con sus altos techos y su aire ligeramente vetusto, estaba lleno hasta el último asiento. El calor humano, mezclado con las luces del escenario, hacía que la atmósfera se sintiera densa, electrizante. Afuera, el bullicio de la gente que esperaba ver de cerca a Alejandro Montalbán se mezclaba con la música estridente de una banda local y el murmullo constante de los reporteros que aguardaban su momento. Alejandro llevaba diez días de una gira brutal, diez ciudades consecutivas y una agenda tan inhumana que el cansancio comenzaba a dibujarse en los bordes de su voz, tensando la mandíbula de forma casi imperceptible.
Charlotte lo sabía. Sabía que cada hora extra sin dormir equivalía a diez minutos menos de paciencia. Y también sabía que cuando Alejandro estaba agotado, su rigidez y su terquedad para aferrarse a su estilo habitual se volvían más cortas que su corbata favorita.
En el camerino improvisado, el ambiente era frenético. Charlie, en medio del caos, era un oasis de eficiencia sarcástica. Repasaba por tercera vez la lista de prensa, los tiempos exactos del discurso y los detalles de la transmisión en vivo, mientras un asistente, con manos temblorosas, ajustaba el micrófono de solapa en el saco del candidato. Todo iba bien, demasiado bien para el gusto de Alejandro, hasta que él decidió que su opinión personal prevalecía sobre la estrategia de imagen.
—No voy a usar esa chaqueta —dijo Alejandro, con un tono de voz que no admitía réplica, y luego señaló el impoluto traje azul marino de alta costura que reposaba en el perchero—. Es demasiado informal. Prefiero el traje, es una elección más sobria, más seria, más yo.
Charlie levantó la vista de su cuaderno, con la expresión de quien ya ha lidiado con un niño caprichoso que se niega a comer las verduras. Su paciencia era profesional, pero su sarcasmo, muy personal.
—El traje, señor Montalbán, es perfecto para parecer un notario leyendo un testamento —replicó ella, su tono seco y sin matices—. El escenario es una explosión de luces cálidas y rojas. Si usa eso, va a parecer... Invisible, en una palabra. Y no queremos que parezca que está en un programa de protección de testigos y que necesita camuflarse. Queremos que parezca un líder al que se pueda ver. El azul, aparte de proyectar autoridad sin parecer rígido, combina maravillosamente con la paleta de colores vibrantes del logo de campaña que estará detrás. Es ciencia del color aplicada a la ambición.
—No estoy aquí para ser una pieza de color coordinada con un logo —replicó él, ajustándose los puños de la camisa con una precisión que rozaba lo neurótico—. Estoy aquí para hablar con la gente sobre políticas económicas y el futuro del Estado. Mi contenido, mi sustancia, son mi argumento, no la calidad de la lana de mi saco. No necesito parecer un maniquí de revista ni una estrella de rock.
Ella se levantó, cruzándose de brazos, manteniendo la mirada fija en él. Su cabello pelirrojo, encendido bajo la tenue luz del camerino, parecía vibrar con cada palabra que él pronunciaba.
—Y su sustancia, señor Montalbán, corre el riesgo de ser completamente ignorada si la persona que la emite se confunde con la pared. No se trata de la sustancia, sino de la portada, que es lo que vende la revista. Créame, hay estudios que lo confirman. Se trata de evitar que el público solo recuerde que su saco competía en tono con el beige de la pared. Si no pueden verlo bien, su cerebro no hará el esfuerzo de escucharlo. Es psicología básica aplicada al ego de un candidato.
Alejandro la miró por un largo segundo, con ese brillo desafiante en sus ojos azules que indicaba que su orgullo estaba herido.
—¿Siempre es así de... aguda? ¿O solo lo hace para recordarme, en todo momento, que usted es la única persona en esta campaña que no tiene miedo de decirme que estoy equivocado en un tema que, francamente, considero trivial?
—Solo cuando tengo razón, señor Montalbán —replicó ella sin dudar, sin inmutarse ante su tono—. Y créame, en cuanto a cómo lo percibe el votante promedio, su corbata y yo tenemos más razón que todos sus informes financieros juntos. Mi deber es defender su imagen del auto-sabotaje, incluso si eso me convierte en su... némesis textil.
El silencio se cargó de una tensión palpable, casi divertida. Detrás de ellos, los asesores y el asistente fingían revisar cables y papeles con un fervor que era pura comedia. Alejandro evaluó su audacia, su inquebrantable convicción. La irritación se transformó en una exasperación contenida que, incomprensiblemente, le resultó refrescante. Era la única persona en su equipo que se atrevía a discutirle.
Finalmente, soltó un "Ja" seco, casi como un gruñido de derrota.
—De acuerdo, señorita Rossi, ha ganado la batalla de los tonos. Y de paso, la de los egos —dijo, tomando la chaqueta con un gesto de mártir—. Pero si parezco que acabo de salir de una sesión de fotos para un catálogo de ropa masculina, le garantizo que no solo será el titular de mi próxima queja, sino que tendrá que vestirse usted de gris durante una semana en penitencia.
—Lo anoto con letra dorada, señor Montalbán, junto a las otras hazañas del día —contestó ella, tomando nota teatralmente en su libreta, fingiendo gran seriedad—. Aunque, francamente, creo que si yo tuviera que vestirme de gris, su campaña colapsaría por falta de estímulo visual.
Cuando salió al escenario, las luces cálidas, como Charlotte había predicho, hicieron que la chaqueta cobrara vida. El público estalló en aplausos, los flashes se dispararon, y Alejandro saludó, sonrió, moviéndose con una naturalidad que le era ajena pero que había aprendido a fingir. La chaqueta azul lo hacía lucir imponente.
Charlie observaba desde un costado, con los brazos cruzados y un leve gesto de triunfo profesional. Sabía que había sido una victoria táctica. Se permitió un momento de regocijo. Hasta que él la miró fugazmente entre palabra y palabra de su discurso, un destello rápido que era una mezcla de lo estoy haciendo bien y no te atrevas a reírte.
El discurso fue un éxito rotundo, un triunfo de la retórica y, sí, del color azul. Pero cuando todo terminó y la furgoneta de campaña los llevaba de regreso al hotel, el roce profesional regresó. El ambiente era denso, impregnado por el cansancio y el ligero olor a triunfo. Giulia, revisaba mensajes en su teléfono con una intensidad fingida, ignorando deliberadamente a Charlotte.
—Por cierto —dijo Alejandro, sin apartar la vista de la ventana, como si el comentario fuera una nota al pie en un informe aburrido—. Mañana, en la visita a la fábrica de textiles, no pienso usar corbata. Quiero proyectar cercanía, trabajo duro. Algo más obrero, si se puede usar esa palabra sin sonar a cliché.
—Perfecto —respondió ella con serenidad, cerrando su libreta con un click audible—. Excelente decisión. Solo le recuerdo que, al prescindir de la corbata, tenemos que ser aún más cuidadosos con la camisa. Ya tuvimos suficiente camuflaje con la pared hoy. No queremos que mañana parezca que acaba de salir de una despedida de soltero y se puso lo primero que encontró. Tendremos que remangar las mangas y, por favor, nada de blanco prístino. Se verá demasiado de fin de semana en un yate, no en una planta de ensamblaje.
Él giró la cabeza tan bruscamente que el movimiento fue casi un latigazo. Se recostó en el asiento, observándola con una ceja arqueada, la paciencia visiblemente agotándose.
—¿Siempre tiene un comentario preparado para desmantelar cualquier decisión que intente tomar por mi propia cuenta en cuanto a vestuario? ¿Es parte de su contrato, o simplemente su pasatiempo favorito?
—Solo cuando sé que su imagen necesita un control de daños preventivo —dijo ella, con una sonrisa dulce que le daba un toque aún más sarcástico a sus palabras, y levantó el dedo índice como una maestra—. Mi trabajo es evitar que el público se distraiga con su rigidez o se sienta intimidado por su... aura de poder inmutable, Señor Montalbán. Y, francamente, es mucho más divertido que revisar la letra pequeña de los presupuestos.
Alejandro la miró unos segundos más de lo necesario, el silencio se extendió. Era imposible enojarse del todo con ella, porque sabía que tenía razón. Su irritación se transformó en un destello de algo parecido a la fascinación. Finalmente, soltó una carcajada más larga que la anterior, una risa que sonó resignada y, a la vez, liberadora.
—No sé si es mi asesora de imagen, mi conciencia vestida de sarcasmo, o si sin querer contrate a mi tormento personal —dijo frotándose la sien—. A veces me pregunto si no debería darle un aumento solo por su capacidad de mantener un nivel de confrontación tan alto a las once de la noche.
—No se preocupe —replicó Charlotte, encogiéndose de hombros con una naturalidad pasmosa—. Si la compensación es monetaria, acepto la carga. Y lo hago por la estabilidad visual del Estado.
Giulia levantó la vista un instante, el rostro contraído por una mezcla de celos y fastidio. El candidato, el hombre que solo sonreía de forma medida para las cámaras, le estaba sonriendo genuinamente a su irreverente consultora de imagen.
La gira apenas estaba comenzando, pero estaba claro que entre ellos se había encendido algo. No era una atracción romántica, ni un respeto pleno de colega. Era una mezcla de orgullo herido, desafío profesional, y una química explosiva de opuestos. Eran dos llamas que se negaban a apagarse, incluso cuando el viento de la campaña soplaba con fuerza.
Y el mes apenas estaba empezando.