El Lobo Exiliado

(Kael)

Después de que Naia me ayudara con las hierbas, la cena transcurrió en calma. Ella hizo algunas preguntas que intenté responder.

Y al cabo de un rato me senté frente al fuego, ella se sentó a mi lado. No dijo nada, no necesitaba hacerlo: bastaba con sentir la tibieza de su cuerpo a pocos centímetros del mío para que algo dentro de mí se removiera, algo que no sabía que estaba en mi interior hasta ahora. Pasaron unos minutos en silencio, solo el chisporroteo del fuego llenaba la cueva, y yo, incapaz de apartar mi atención de ella, noté cómo poco a poco su respiración se hacía más lenta, más profunda. Se había quedado dormida.

Giré apenas el rostro y la observé. Su cabeza se inclinaba suavemente hacia mi hombro, sus labios estaban entreabiertos, su rostro relajado como si por fin hubiera encontrado un refugio en medio de todo lo que había vivido. Por un instante, me quedé inmóvil, dudando. No quería despertarla. No quería romper la calma frágil que se había formado entre nosotros.

Fenn ya estaba dormido desde hacía rato. Así que

con cuidado, la alcé en brazos. Hacía tanto tiempo que no tocaba a nadie de esta manera que hasta el simple acto de sostenerla me resultó extraño, casi tembloroso. Su cuerpo era pequeño entre mis brazos, frágil… y, sin embargo, había algo en sus formas que me golpeó con fuerza. No era la fragilidad lo que más destacaba, sino la armonía de sus curvas, la manera en que su cuerpo parecía hecho para encajar, para ser guardado y protegido.

La llevé hasta la cama que hasta días atrás había sido mía, y la acomodé entre las mantas con la delicadeza de quien coloca algo sagrado en un altar. Me quedé de pie junto a ella un largo rato, observándola bajo la tenue luz del fuego. Era hermosa. Más de lo que jamás me hubiera permitido imaginar. Su cabello oscuro caía en ondas desordenadas sobre la manta, enmarcando un rostro sereno, de facciones finas y labios que parecían invitar al pecado. Sus pestañas largas rozaban apenas sus mejillas, y cada detalle me golpeaba como una revelación.

Me descubrí pensando en algo que no debía: en cómo habría sido, si los dioses hubieran sido menos crueles conmigo, y me hubieran permitido tener una compañera. Durante años me negué a desearlo; era un privilegio que nunca me fue dado. Mi destino había sido el del exilio, la soledad, el silencio. Y aun así, ahora, al mirarla, no pude evitar que ese anhelo enterrado despertara. Si alguna vez me hubiera sido permitido tener a alguien… me habría gustado que fuera como ella.

Tragué saliva, apartando la mirada. El deseo me resultaba casi ofensivo, un recordatorio de lo que nunca tendría. Y, sin embargo, se quedó conmigo, latiendo en lo profundo de mi pecho mientras me sentaba de nuevo cerca del fuego, con los ojos abiertos, sin poder dormir.

Por un instante me descubrí imaginando algo que nunca me había permitido. Si los dioses hubieran sido justos conmigo, si me hubiesen concedido el privilegio de tener una compañera, habría deseado que fuese como ella. Que su dulzura y su fuego estuvieran destinados a mí.

Pero la memoria me devolvió a la realidad con la crudeza de siempre. Recordé voces antiguas, de cuando era un niño: “Nunca será bendecido, fue concebido en la desgracia, en la violencia. Los dioses no reconocen, ni bendicen a criaturas como él.” Palabras que creí olvidadas volvieron a perforar mi mente como cuchillas.

Cuando era niño, más de una vez escuché las voces en la penumbra, cuchicheos entre adultos que creían que yo no entendía. Decían que, al ser fruto de una agresión, los dioses jamás me bendecirían con una pareja destinada. Que mi sangre estaba manchada.

Yo, un niño demasiado curioso, había preguntado a mi madre en secreto, antes de que la vida me arrancara la voz:

—¿Es cierto que jamás tendré una compañera?

Ella me había tomado el rostro entre sus manos y, con esa calma y dulzura que siempre encontraba en medio del dolor, me respondió:

—¿Quién dijo que será así?

—Escuché a los ancianos decir que yo nunca seré bendecido de esa manera. Que los dioses cometieron un error al permitir mi nacimiento. —respondí, y pude notar como su cuerpo se tensó, sus manos se cerraron en puños y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Los dioses no cometen errores, cariño —respondió acariciando mi mejilla —Cada criatura nace con un propósito, sin importar su origen. Confía en ellos, hijo mío.

Me aferré a esas palabras durante años, como quien se aferra a un salvavidas en medio de la tormenta. Pero cuando mi madre y mi padrastro perdieron la vida, cuando Hassim tomó el control de la manada, esas esperanzas fueron arrancadas de mi mente de raíz. Recuerdo su mirada llena de desprecio cuando me desterró:

—Ni aquí ni en ningún lugar tendrás lo que otros tienen. Eres un error, y lo serás hasta tu último aliento.

Y sin embargo… ahí estaba ella. Naia. Respirando tranquila en mi cama, como si perteneciera a este lugar, a mi lado.

Me levanté nuevamente. Y me quedé de pie junto a su cama mucho más tiempo del necesario, contemplándola. El deseo de tocarla, de quedarme a su lado, de imaginarla como mi compañera, me atravesó como un rayo. Y aun sabiendo que no me correspondía soñar con eso, por primera vez en años me descubrí deseando que las palabras de mi madre tuvieran razón en cuanto a que los dioses no cometen errores.

Quizás, después de todo, no había nacido solo para cargar con el peso de la soledad.

Me encontraba tan perdido en ese pensamiento, que no noté que Naia comenzaba a agitarse levemente, pestañeando hasta abrir los ojos. Sus pupilas claras me buscaron, y cuando me encontraron de pie junto a la cama, la sorpresa se dibujó en su expresión, suavizándose de inmediato en algo más tierno.

—Kael… —susurró, con la voz todavía áspera por el sueño. Una ligera sonrisa apareció en sus labios, como si le aliviara descubrirme allí—. ¿Estabas vigilándome?

Mi cuerpo se puso rígido por haber sido descubierto, parpadeé. Mi instinto fue apartar la mirada, alejarme, pero no lo hice. Naia interpretó ese silencio de otro modo, y su expresión se volvió aún más dulce.

—Temías que volviera la fiebre, ¿verdad? —preguntó, con un dejo de ternura en su tono, como si apreciara el cuidado que no se atrevía a expresar con palabras.

Asentí, sosteniendo su mirada, me quedé inmóvil, mientras dentro de mi algo se desordenaba. No recordaba la última vez que alguien me había mirado así, sin temor, sin juicio, con gratitud sincera.

Naia, dejó escapar un suspiro y sus párpados volvieron a caer, entregándose otra vez al descanso. Pero la imagen de esa sonrisa quedó grabada en mi mente como un fuego que no sabría apagar.