Un giro inesperado en el destino de Elean, creía tener su vida resuelta, con amistades sólidas y un camino claro.
Sin embargo, el destino, caprichoso y enigmático estaba a punto de desvelar que redefiniria su existencia. Lo que parecían lazos inquebrantables de amistad pronto revelarian una fina línea difuminada con el amor, un cruce que Elean nunca anticipo.
La decisión de Elean de emprender un nuevo rumbo y transformar su vida desencadenó una serie de eventos que desenmascararon la fachada de su realidad.
Los celos, los engaños, las mentiras cuidadosamente guardadas y los secretos más profundos comenzaron a emerger de las sombras.
Cada paso hacia su nueva vida lo alejaba del espejismo en el que había vivido, acercándolo a una verdad demoledora que amenazaba con desmoronar todo lo que consideraba real.
El amor y la amistad, conceptos que una vez le parecieron tan claros, se entrelazan en una completa red de emociones y revelaciones.
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Miradas y acusaciones.
El humo del cigarrillo, denso y amargo, llenaba mis pulmones, pero no lograba apagar el incendio que se propagaba en mi pecho. Cada bocanada era una inmersión en un abismo de incertidumbre, una vana búsqueda de respuestas en la ceniza que se acumulaba en el cenicero, testigo mudo de mi impotencia. Mis sentidos estaban en alerta máxima, agudizados por la desesperación.
El leve movimiento de Carter en la cama, un mero temblor bajo las sábanas, fue suficiente para que mi corazón diera un brinco. Mi oído se tensó, captando el susurro apenas audible: "Tengo sed...". Era una voz frágil, infantil, que se clavaba en lo más profundo de mi conciencia. Ofrecí el café, mi mano temblaba levemente al acercarle la taza. Su mirada, antes velada por el letargo, se posó en mí por un instante, un fugaz destello de algo que no pude descifrar antes de que sus párpados volvieran a cerrarse, sumergiéndola de nuevo en la inconsciencia.
El silencio se volvió un grito ensordecedor. Treinta minutos se estiraron hasta la eternidad, cada segundo resonando con el tic-tac implacable del reloj de pared, que sonaba como el martillo de un verdugo. Mis ojos no se apartaban de su figura inerte, buscando el más mínimo indicio de despertar, de reconocimiento. Pero solo había quietud, una quietud que se sentía como un reproche.
El cansancio finalmente se apoderó de mí, un peso plúmbeo que me arrastró hacia el abismo del agotamiento. Mis piernas, débiles y temblorosas, apenas podían sostenerme. Me acerqué a la cama, y el tacto de su mejilla fue como una descarga eléctrica, suave y tibia, pero también extrañamente distante. Ese breve contacto acentuó la soledad que me invadía. Me arrastré hasta el sillón reclinable, el cuero frío contra mi nuca. Mis párpados cedieron, pero la imagen de Carter, tan frágil y ajena a mi tormento, se quedó grabada a fuego en el lienzo oscuro de mi mente. Una imagen que no me daba tregua.
Un golpe suave en la puerta me sacó del sueño. La voz de doña Meche se coló por la rendija, amable pero firme: "Buenas tardes, joven. El desayuno está listo".
"¿Tardes?", murmure, la voz teñida de asombro. Una rápida mirada a mi reloj confirmó lo impensable: 2:57 p.m. Habíamos dormido durante horas, sumidos en el agotamiento.
Me levanté con pesadez, el cuerpo adolorido. Lavé mi rostro con agua fría, tratando de espabilarme, y bajé las escaleras. Mi ropa, sin embargo, era un claro reflejo de la noche anterior. "¡Aj!", exclamé con desagrado al verme. Arrugado desde la camiseta hasta el saco, parecía un espantapájaros. Y para colmo, un resfriado incipiente me raspaba la garganta. Seguramente había sido por no cambiarme; mi playera aún estaba húmeda. ¿En qué estaba pensando? Con todo lo que había sucedido, la claridad era un lujo que no pude permitirme.
Llegué a la cocina, donde doña Meche se apresuró a servir el desayuno, manteniendo un silencio que agradecí infinitamente. No es que quisiera conversar con ella sobre lo de anoche; la verdad, me sentía demasiado avergonzado. Su discreción era un bálsamo para mi conciencia.
"El desayuno será en la habitación", dije rompiendo el silencio. "Ella aún duerme".
"Por supuesto, en un momento lo subiré", respondió doña Meche con su habitual disposición.
"No es necesario, lo haré yo", intervine, sintiendo la necesidad de hacer algo, cualquier cosa.
Ella colocó la comida en dos bandejas. Subí las escaleras, dejando la puerta entreabierta como la había encontrado. Al asomarme, me di cuenta de que había llegado justo a tiempo.
Carter se había despertado. Exaltada, sus ojos recorrían la pijama que llevaba y el cuarto desconocido. Se levantó de golpe, la confusión grabada en cada gesto. Sin pensarlo dos veces, empujé la puerta y me adentré en la habitación. Carter ni siquiera me miró; simplemente corrió hacia el clóset y se encerró dentro, asegurando la puerta desde el interior.
Definitivamente seguía desorientada. Dejé las bandejas a un lado, la comida ya olvidada, y me acerqué al clóset, con una nueva ola de preocupación invadiéndome.
El crujido de la madera del clóset, abrupta, resonó en la habitación, sellando la distancia entre nosotros. Me acerqué, cada paso era un eco de mi propia frustración. La puerta de madera, ahora una barrera inaccesible, parecía burlarse. ¿Qué podía decir? ¿Cómo tranquilizarla a través de esa fría superficie?
Mi frente se apoyó contra la madera lisa, la leve vibración de mi aliento el único signo de vida en el silencio tenso. El aroma a cedro, tenue y nostálgico, se filtraba por las rendijas, mezclándose con el rastro de su perfume característico. Podía casi sentir su miedo al otro lado, la confusión que la había impulsado a buscar refugio en ese espacio oscuro y reducido.
"Carter", mi voz sonó ronca, apenas un susurro contra la madera. "Soy Elean. Estás a salvo. No hay nada de qué preocuparse". Las palabras se sentían vacías, huecas, incapaces de transmitir la urgencia de mi sinceridad. ¿Me escucharía? ¿Recordaría mi nombre? La incertidumbre me atenazaba.
Golpeé suavemente la puerta del clóset, dos veces. Un toque tentativo, casi una súplica. "Carter, soy yo, Elean… ¿Puedes reconocerme?" Mi voz era suave, lo más tranquilizadora posible.
Un murmullo apenas audible llegó desde el otro lado. "¿En dónde estoy?"
"Estás en mi casa", respondí de inmediato, esperando que la familiaridad de las palabras la calmara. "Puedes salir de ahí o, si prefieres, salgo y llamo a alguien. ¿Una amiga o algún conocido?" Ofrecí, buscando cualquier señal de confianza.
El clóset se abrió apenas un resquicio. Sus ojos, llenos de cautela, me observaron a través de la penumbra. Al verme, y una vez que se aseguró de que era yo, la puerta se cerró de nuevo con un suave click.
"¿Qué pasa, cariño?" La palabra escapó sin pensar, un viejo hábito, pero inmediatamente me arrepentí.
"¡No me llames así!" La respuesta fue un grito ahogado, cargado de una furia infantil que me sorprendió.
"¿Estás llorando?" El silencio fue su única respuesta, un silencio cargado de sollozos contenidos. "Carter, ¿qué sucede?"
"Jamás debí salir con ustedes." Su voz era un hilo frágil, apenas audible.
"Lo sé. Por favor, ¿puedes salir?" La desesperación comenzaba a apoderarse de mí.
"No." La palabra fue un portazo.
"Tienes razón", concedí, la vergüenza ardiéndome el rostro. "Soy un imbécil. He sido un completo bruto contigo. ¿Puedes salir?"
"No estoy segura de querer salir." La duda en su voz me dio un atisbo de esperanza.
"De acuerdo. ¿Hay algo que pueda hacer?"
"Creo que ya hiciste demasiado." El sarcasmo, tan inesperado en su tono, me heló la sangre.
"Carter, por favor, abre la puerta… Necesitamos hablar." Insistí, la urgencia creciendo en mí.
"No quiero escuchar lo que tienes que decir." Su voz se quebró.
"Comienzas a asustarme. Necesito asegurarme de que estás bien. ¿Puedes salir?"
"No."
"¿Te sientes mal? ¿Te duele algo?" Mis preguntas se sentían inútiles, rebotando contra el muro invisible que había levantado entre nosotros.
"Carter, sal de ahí, ese no es lugar para ti." Mi voz se alzó ligeramente, cargada de una preocupación genuina.
"No quiero verte."
"Car, no estoy entendiendo nada, por favor ven aquí." La confusión me embargaba.
"No, quiero estar aquí."
"Está bien", suspiré, la paciencia agotándose. "Puedes quedarte en ese clóset el tiempo que quieras, pero necesito sacar mi ropa. Voy a tomar una ducha."
La puerta del clóset se abrió despacio, revelando a Carter sentada en el suelo, aferrándose a la manija como a un salvavidas. Evité reírme, pero la escena, con ella tan diminuta y aferrada, era sumamente graciosa a pesar de todo. Tomé sus pequeñas manos, frías y temblorosas. Su cuerpo se estremeció al contacto mientras salía lentamente del clóset.
"Tranquila, ¿estás bien?" Pregunté, mi voz buscando ser un ancla para ella.
"Carter, mírame." Levanté su mentón con suavidad, obligándola a encararme.
"No quiero hacerlo", susurró, apartando la mirada. Pero ya no era solo miedo en sus ojos. Había algo más, algo que se parecía a la vergüenza o a la traición. Y de pronto, la verdad, o lo que ella creía que era la verdad, se hizo dolorosamente clara.
Sus lágrimas, gruesas y silenciosas, recorrían sus mejillas mientras desviaba la mirada. Su pequeño cuerpo había comenzado a temblar, una vibración apenas perceptible que, sin embargo, delataba un pánico profundo. El aire se hizo denso, cargado de una acusación que yo no comprendía. Su voz, cuando llegó, era un susurro que se clavó en mi pecho, cargado de una inocencia quebrada: "¿Cómo pudiste hacerlo?"
"¿Hacer, qué?", pregunté, mi mente luchando por desentrañar el significado de sus palabras.