Dueña De Tu Sombra

Las luces de la ciudad parpadeaban como un recuerdo difuso al otro lado del vidrio polarizado. Ben iba en silencio en el asiento trasero del auto, vestido de negro, con el cuello de su camisa perfectamente doblado y las mangas de su saco ajustadas como un guante. A sus dieciocho años, era la viva imagen de un joven elegante, poderoso y frío. El mundo lo comenzaba a conocer como el nuevo heredero de una de las empresas más influyentes del país… pero nadie, excepto los suyos, sabía lo que realmente iba a heredar.

Esa mañana, había asistido a su primera entrevista como figura pública. El edificio de la prensa se llenó de cámaras, luces y preguntas, pero Ben mantuvo su rostro sereno, apenas moviendo los labios para responder lo justo. Lo llamaron visionario, el "hijo prodigio del imperio empresarial", un ejemplo de juventud responsable. Él simplemente asintió con los labios cerrados y los ojos fríos.

Al salir, su padre lo esperaba en la limusina. No dijo nada. Solo lo observó mientras Ben se sentaba con la espalda recta y los hombros firmes.

—Es hora de ver si todo ese entrenamiento sirvió de algo —murmuró el hombre con voz grave, sin mirarlo.

Ben se giró apenas. —¿A dónde vamos?

—A donde realmente empieza tu legado.

No preguntó más.

La cabaña estaba en las afueras, en una zona boscosa, cubierta por la niebla y el silencio. A primera vista parecía abandonada, pero bastaba cruzar el umbral para sentir el olor metálico de la sangre impregnado en la madera.

Su padre lo guió por un pasillo oculto tras una pared falsa. Bajaron por unas escaleras viejas, hasta llegar al sótano.

Allí, encadenado a una silla metálica, había un hombre de unos cincuenta años. Tenía la cara vendada, los labios secos y las manos atadas. Respiraba con dificultad, pero aún estaba consciente. Ben se detuvo frente a él, sin saber qué debía sentir.

—Él tiene información que necesitamos —dijo su padre—. Información sobre los que nos traicionaron. Tienes que sacársela. Toda. Y después… matarlo.

Ben apretó los puños. El frío del lugar no era nada comparado con el vacío que se abrió en su pecho.

—¿Por qué yo?

—Porque algún día estarás en mi lugar. Y aquí no heredamos empresas. Heredamos enemigos. Esto es lo que realmente te pertenece.

Ben miró al hombre amarrado. Durante unos segundos se quedó inmóvil. Su respiración se volvió más lenta. Cerró los ojos y la imagen volvió: su madre en sus brazos, su pecho manchado de rojo, sus ojos apagándose mientras él le suplicaba que no se fuera. La bala… la sangre… su padre llegando demasiado tarde. “Te juro que haré pagar a todos”, se había dicho esa noche.

Cuando abrió los ojos, ya no había duda.

—¿Qué tengo permitido usar? —preguntó, sin temblor en la voz.

Su padre sonrió levemente, satisfecho. —Todo lo que necesites. Pero hazlo bien.

El primer golpe fue seco. El segundo, más fuerte. Usó sus puños, luego un par de herramientas oxidadas que descansaban en la pared. No gritaba, no se reía, no perdía el control. Lo hacía metódicamente, con la frialdad que su padre le había enseñado. Le costó, al principio. Hubo momentos donde sintió náuseas, donde quiso detenerse. Pero entonces recordaba la risa de su madre, el aroma de su cabello castaño, su calidez… y el odio lo envolvía otra vez.

Después de casi una hora, el hombre habló. Nombres, direcciones, fechas. Todo. Ben lo apuntó mentalmente, sin pestañear. Cuando terminó, se quedó en silencio un momento.

—¿Alguna última palabra? —preguntó Ben, aún jadeando.

El hombre no respondió.

—Está bien —susurró Ben.

Y apretó el gatillo.

El disparo resonó en todo el sótano como una sentencia. Su padre, desde la puerta, bajó ligeramente la cabeza.

—Bien hecho —dijo con tono neutral.

Ben dejó caer el arma al suelo. Su rostro seguía limpio, pero su camisa estaba manchada. Respiraba con lentitud. No dijo nada más.

Cuando salieron de la cabaña, el cielo estaba empezando a oscurecer. En el auto, su padre lo miró de reojo.

—¿Cómo te sientes?

Ben tardó en responder.

—Vacío. Pero más cerca.

—¿Cerca de qué?

—De venganza.

Su padre sonrió por primera vez en años. Lo observó con atención, como quien mira a un igual.

—Entonces ahora sí eres mi hijo.

Ben desvió la vista por la ventana. No sabía si eso lo hacía sentir orgulloso… o condenado.