Abigaíl, una mujer de treinta años, quien es una escritora de novelas de amor, se encuentra en una encrucijada cuando su historia, la cual la lanzó al estrellato, al sacar su último volumen se queda en blanco. Un repentino bloqueo literario la lleva a buscar a su hombre misterioso e intentar escribir el final de su maravillosa historia.
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capítulo 17
**Oficina de Erick – Más tarde esa mañana**
—Abigaíl, en mi oficina —ordenó la voz profunda de Erick desde su despacho.
Ella apenas alzó la mirada desde su escritorio. Fingió sorpresa, aunque por dentro su estómago daba vueltas. Asintió con calma, recogió su libreta y caminó hacia él, sintiendo cada mirada posarse en su espalda.
Cerró la puerta detrás de ella.
El despacho estaba en penumbra. Solo la luz natural filtrándose por los ventanales iluminaba el espacio, dándole un aire aún más privado, más peligroso.
Erick estaba de pie tras su escritorio, con las mangas de la camisa remangadas, el reloj brillando en su muñeca. Sus ojos la devoraron sin pudor alguno mientras ella cruzaba la habitación.
—Necesito que revises estos contratos —dijo, pero su voz sonaba más áspera de lo habitual, como si el "trabajo" fuera solo un pretexto.
Abigaíl se acercó al escritorio, dejando que su perfume flotara entre ambos. Se inclinó ligeramente sobre los papeles, consciente de cada movimiento, de cada respiración.
Erick no se movió.
Solo la observaba, en silencio, como un depredador esperando el momento justo para atacar.
—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarlo, señor Black? —preguntó ella, su voz dulce, inocente… y absolutamente provocadora.
Él dio la vuelta al escritorio, acercándose.
Sus pasos fueron lentos, seguros.
Abigaíl se enderezó, pero Erick ya estaba demasiado cerca.
Ella retrocedió instintivamente hasta chocar contra el respaldo de la silla.
El corazón le martilleaba en los oídos.
Erick se detuvo frente a ella, sus manos apoyadas a ambos lados de su cuerpo, atrapándola sin tocarla.
La tensión era insoportable.
Su aliento acariciaba su rostro.
Su mirada ardía.
—¿Por qué, Abigaíl? —susurró, su voz grave, casi dolida—. ¿Por qué esconder todo esto?
Ella abrió la boca para responder, pero el sonido abrupto de la manija de la puerta girando los sobresaltó.
Ambos se separaron de inmediato, como dos imanes forzados a repelerse.
—¿Señor Black? —la voz de la secretaria se filtró tímidamente desde la puerta entreabierta—. ¿Puede firmar estos documentos?
Erick cerró los ojos un segundo, respirando hondo para recuperar el control.
Cuando volvió a abrirlos, Abigaíl ya había aprovechado el momento.
Con una sonrisa traviesa y un brillo peligroso en los ojos, tomó su libreta y se deslizó hacia la puerta, rozando sutilmente su brazo en el proceso.
—Si necesita algo más… ya sabe dónde encontrarme —susurró, antes de desaparecer por el pasillo.
Erick se quedó allí, mirándola irse, sintiendo cómo su mundo temblaba bajo sus pies.
Sabía que ese juego iba a matarlo.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no le importaba en absoluto.
***
**Noche en la ciudad**
La jornada había terminado, pero el ambiente en la oficina seguía impregnado de esa electricidad que parecía imposible de disipar.
Abigaíl guardaba sus cosas cuando la voz de Erick la detuvo.
—Te llevo a casa.
Ella parpadeó, un tanto sorprendida. Estaba acostumbrada a salir sola, manteniendo siempre su distancia. Pero esta vez… algo en su mirada, en su tono, hizo que sus labios respondieran antes que su mente.
—Está bien.
El camino fue silencioso, pero no incómodo. El motor del auto era el único sonido mientras las luces de la ciudad pasaban como destellos fugaces.
Pero, en lugar de tomar la ruta hacia el departamento de Abigaíl, Erick giró en otra dirección.
Ella lo miró, curiosa.
—¿A dónde vamos?
Erick sonrió de lado, esa sonrisa peligrosa que tan bien recordaba.
—Vamos a divertirnos un poco. Ya fue suficiente tensión para un solo día, ¿no crees?
El auto se detuvo frente a un bar discreto pero elegante. No necesitó decir más.
Abigaíl reconoció el lugar al instante.
Su corazón dio un vuelco.
**Era allí.**
El lugar donde todo había comenzado cinco años atrás.
El primer vistazo.
La primera sonrisa.
La primera chispa.
Él bajó primero, rodeó el auto y le abrió la puerta con un gesto casi caballeroso.
—Ven conmigo —susurró.
Y ella lo siguió.
Dentro, el bar vibraba con música suave, luces tenues, risas dispersas.
No era un lugar de excesos. Era íntimo, perfecto.
Erick pidió un par de tragos, y, tras un par de sorbos, la tomó de la mano con una naturalidad que la desarmó.
La condujo a la pista.
No dijeron nada.
Simplemente comenzaron a moverse al ritmo lento de la música, tan cerca que el calor entre sus cuerpos era un tercer protagonista.
Las manos de Erick en su cintura, los dedos de Abigaíl jugando tímidamente con el cuello de su camisa.
Los tragos aflojaron sus inhibiciones.
Las risas se volvieron miradas prolongadas.
Las miradas se volvieron caricias accidentales.
Hasta que no pudieron más.
Él rozó su mejilla con la nariz.
Ella cerró los ojos, perdida en la sensación.
Cuando sus labios se encontraron, fue como encender una hoguera.
La besó allí mismo, sin importarle nada más que el sabor de su boca.
Un beso hambriento, dulce y urgente al mismo tiempo.
—Vámonos —murmuró él contra sus labios.
No preguntaron a dónde. No hacía falta.
Subieron al auto de nuevo.
Esta vez, el viaje fue un susurro de caricias robadas, miradas encendidas y respiraciones entrecortadas.
El departamento de Erick era amplio, moderno… pero en ese momento, todo lo que importaba era la cama.
La puerta apenas se cerró y el mundo exterior dejó de existir.
Abigaíl apenas tuvo tiempo de respirar antes de sentir la fuerza de Erick contra ella, atrapándola entre la pared y su cuerpo. Sus bocas se encontraron en un beso desesperado, como si no hubieran tenido suficiente, como si cinco años de anhelo explotaran en un solo instante.
Erick deslizó una mano por su cintura, presionándola contra él, mientras su otra mano se enredaba en su cabello suelto, soltando un gemido bajo al sentir su suavidad entre los dedos.
—No tienes idea —susurró contra sus labios—. No tienes idea de cuánto tiempo he esperado este momento...
Abigaíl apenas podía responder. No con palabras. Su cuerpo hablaba por ella: sus manos exploraban su espalda, sus hombros, su pecho, necesitando más, mucho más.
Él se inclinó, besando su cuello con hambre, con adoración.
Ella arqueó la espalda, dándole acceso, temblando al sentir el calor de su boca recorriéndola.
Las prendas cayeron al suelo una a una, entre suspiros y caricias apresuradas, hasta que ambos quedaron desnudos, piel contra piel, temblando de deseo contenido.
Erick la alzó en brazos, llevándola hasta la habitación sin dejar de besarla, sin soltarla.
La depositó en la cama con una reverencia silenciosa, como si fuera algo sagrado.
Y en ese instante, se tomaron un momento.
Se miraron.
No había sombras.
No había máscaras.
Solo ellos.
Erick recorrió su cuerpo con la mirada, como memorizándola, redescubriéndola. Sus dedos siguieron el mismo camino: acariciando la curva de su cadera, el contorno de su cintura, el borde de sus pechos.
Abigaíl gimió suavemente, buscando más, rogando en silencio.
Él obedeció.
La besó de nuevo, esta vez más lento, más profundo.
Su lengua danzando con la de ella, sus manos marcando un camino de fuego sobre su piel.
Abigaíl se aferró a sus hombros, sus piernas rodearon su cintura con una naturalidad que solo los amantes que se han soñado mil veces conocen.
Cuando finalmente la poseyó, fue como volver a casa.
Ambos soltaron un gemido al unísono: una mezcla de alivio, placer y amor contenido.
Se movieron juntos, como dos piezas de un mismo rompecabezas, sincronizados, perfectos.
Él la acariciaba como si cada centímetro de su cuerpo fuera un tesoro.
Ella lo besaba como si pudiera grabarlo en su alma.
Sus nombres escapaban entre jadeos, sus miradas se buscaban incluso en el éxtasis.
No era solo sexo.
Era algo más.
Una necesidad urgente de pertenecer.
De recuperar lo perdido.
Se amaron una, dos, tres veces esa noche, cada encuentro más profundo, más honesto que el anterior.
Hasta que, finalmente, exhaustos y entrelazados, cayeron en un sueño profundo, con los cuerpos enredados y los corazones latiendo al mismo compás.
Por primera vez en años, ninguno de los dos soñó.
Porque esa noche, la realidad fue infinitamente mejor que cualquier fantasía.