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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:622
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 16: "Profecía y Sangre"

El viaje hasta el corazón del infierno no fue un recorrido: fue una lenta caída en espiral. Aurora sentía que cada paso dado junto a Dantalion se hundía en un mar viscoso, sin fondo, donde las leyes del espacio parecían desgarradas. Torres de obsidiana emergían del abismo como colmillos torcidos, no rectas, sino dobladas en ángulos imposibles, como si hubieran sido arrancadas de otro mundo y clavadas allí a la fuerza. En sus superficies brillaba el reflejo rojo de ríos de fuego que serpenteaban como arterias abiertas, fluyendo en todas direcciones, cruzándose, derramándose sobre precipicios sin fin.

El aire no era aire, sino una mezcla densa de cenizas y polvo de huesos, partículas suspendidas que jamás caían. Se pegaban a la piel como sudor frío, y Aurora tenía la sensación de que se incrustaban en su carne, como si el mismo infierno quisiera tatuarse en ella. Cada inhalación olía a hierro oxidado y a carne que se había quemado siglos atrás.

A lo lejos, el palacio de Lucifer dominaba la geografía como una herida abierta en la oscuridad. No se erguía hacia el cielo, sino que se invertía sobre sí mismo: una catedral boca abajo, un monumento que desafiaba toda lógica. Sus torres se retorcían como espinas, y en sus cimas ardían antorchas cuya flama era negra, proyectando no claridad, sino sombras más densas. La atmósfera alrededor del palacio parecía doblarse, como si todo el infierno estuviera inclinado hacia él, arrastrado por una gravedad invisible.

Aurora, de la mano de Dantalion, sintió cómo cada mirada de los seres que los rodeaban pesaba sobre ella como piedras. Demonios de toda clase se inclinaban a su paso: algunos conservaban formas humanas, de una belleza inquietante y pulida como mármol oscuro, semejantes al propio Dantalion; pero otros eran horrores retorcidos, con cabezas de bestia, bocas abiertas en sonrisas llenas de colmillos rotos, brazos terminados en garras huesudas que rascaban las paredes de obsidiana dejando surcos brillantes. Susurros corrían por los pasillos como serpientes invisibles, rozando las piernas de Aurora, enroscándose en su oído, repitiendo su nombre, recordándole lo minúscula que era allí.

Las puertas del salón principal se alzaban al final de un corredor interminable. No eran simples portones: eran planchas de metal oscuro, incrustadas de cráneos que parecían gemir en silencio, como si aún conservaran restos de vida. Cuando se abrieron, el sonido fue un estruendo profundo, no un chirrido, sino un tambor de guerra golpeando desde dentro, resonando en las costillas de Aurora.

El interior del salón era una caverna descomunal, un vacío sostenido por columnas de piedra viviente que se retorcían como cuerpos en tormento. Desde el umbral, Aurora vio a los invitados desfilando hacia adentro: demonios altivos con túnicas que parecían hechas de humo solidificado, coronas de hueso que brillaban como marfil; otros, en cambio, monstruosos, cubiertos de escamas negras, con alas desgarradas que aún goteaban un líquido oscuro, y ojos incandescentes que iluminaban su propio rostro como braseros internos. Todos marchaban hacia el mismo destino: el trono, que aguardaba como un sol negro en lo alto del salón.

De entre la multitud emergió una forma que no pedía permiso al espacio: una masa de carne y metal, piel gris cuarteada como piedra vieja, costillas que sobresalían como almenas, y unos ojos amarillos que chisporroteaban con un odio vivo. Arrastraba cadenas oxidadas que clavaban su música en el suelo de obsidiana—un tintineo de castigos antiguos—y a cada paso expulsaba vapor negro que olía a hierro quemado. La criatura se abrió paso entre demonios que apartaban la vista, como si el propio olor de su presencia fuera una afrenta.

Cuando estuvo frente a Dantalion se plantó con la familiaridad de quien reconoce a un antiguo rival. Su boca enorme, llena de dientes rotos, se curvó en una sonrisa grotesca y llena de veneno.

—Mira a quién me encuentro después de milenios —gruñó, dejando que las palabras golpearan como piedras rodando por una pendiente—. El todopoderoso Dantalion… el lameculos del rey del Infierno, consumidor de almas y torturador de sueños.

Un murmullo corrió por la sala: rabia ahogada, risas cortadas, un desfile de nombres susurrados como cuchillos. Aurora sintió que la sangre le bajaba a las piernas; su cuerpo buscó la figura de Dantalion por reflejo. Sin pensarlo, se pegó a su costado y cerró la mano en su brazo. La lona de su vestido crujió contra su anillo; sus uñas se clavaron en la piel de Dantalion. Todo en ella decía miedo, pero también una decisión muda: no me sueltes.

Dantalion no respondió con palabras primero. Caminó con la lentitud de quien mide cada oscilación de la sala, como si cada paso fuera una sentencia enviada al suelo. Sus ojos se detuvieron en Moloch como una guadaña que encuentra su blanco. Y entonces habló, pero no como un demonio que busca pelea; habló con la voz que hace temblar los cimientos:

—Aléjate, Moloch —dijo—. Aléjate ahora, si no quieres que arranque tu cabeza en este mismo instante.

La sala pareció contener la respiración. El tono no era un furor desatado: era un mandato. Las antorchas negras alrededor chisporrotearon, proyectando sombras que retrocedieron como si su fuego también sintiera miedo. Algunos de los presentes se inclinaron ligeramente; otros apretaron los puños, olisqueando el peligro como animales.

Moloch no retrocedió. Sus ojos brillaron con una malicia casi festiva. Se inclinó, como quien olvida cortesías y prefiere burlas.

—¿Y esa advertencia es por tu esposa? —escupió, dejándose caer en la ironía—. Por cierto, ¿desde cuándo te preocupas por las caritas bonitas? Me dan unas ganas terribles de hacerle maldades a esa linda cara. —Se relamió con un gesto repugnante, y la sala vibró con una risa baja, malsana.

Aurora sintió el mundo estrecharse: la respiración de Dantalion se hizo una presencia contra su mejilla. Quiso alejarse, pero su mano no soltó el brazo. Sus ojos buscaron en la cara de Moloch una señal de que hablaba en broma. No la hubo.

Dantalion dio un paso más, y su voz creció hasta convertirse en eco, multiplicada por los recovecos del salón:

—¡Te detienes, ahora!

La palabra tronó, no solo pronunciada por él sino por la piedra, por las cadenas, por los mismos espectros que pendían de las paredes. En ese instante la sala cambió de registro: quienes minutos antes bostezaban o cuchicheaban, ahora retrocedían. El poder empujó hacia atrás a los más atrevidos. Moloch, por unos instantes, pareció considerar lo que le rodeaba: las miradas, los apoyos, la posibilidad cierta de que un movimiento aislado pudiera convertir su burla en un fin de siglos.

Entonces, con una mueca que no era ni sonrisa ni odio sincero, Moloch dejó escapar una risa corta, seca, como el rechinar de metal viejo.

—Ya habrá tiempo, Dantalion —murmuró, y sus cadenas volvieron a cantar—. Ya habrá tiempo para todo.

Se giró sin prisa, dejando en su trasfondo una estela de amenaza. Sus pasos arrastrados se perdieron entre la masa de cuerpos; algunos demonios se apartaron a su paso, otros lo miraron con una mezcla de respeto y temor. Quedó en el aire la sensación de que la palabra “ya” era una cuenta regresiva.

Aurora, todavía con la mano apretada en la manga de Dantalion, miró a su esposo con algo parecido a la súplica en la mirada.

—¿Estás bien? —susurró, porque el ruido de la sala había vuelto y su voz tenía que colarse entre el clamor.

Dantalion la miró un instante; sus rasgos, que a menudo mostraban la sofisticación de lo terrible, se ablandaron apenas.

—Estoy bien —dijo, y la calma fue un gesto más duro que la amenaza—. No le permito jugar con lo que es mío.

Ella tragó. A su alrededor los demonios retomaban sus posturas, las voces volvieron a su rumor habitual: pactos hechos y por hacer, apuestas sobre favores, maldiciones intercambiadas como monedas. Pero la huella de Moloch había quedado en la sala: un recordatorio de antiguas cuentas, de deudas que no se olvidan.

Y al fondo, más arriba que todo, el trono de Lucifer aguardaba, impasible. Aquella presencia, la del ángel arrancado de su coro, no necesitó levantar la voz para que el salón entero se inclinara en respeto y en miedo.

Aurora, todavía temblando, alzó la vista hacia el fondo del salón, y lo que descubrió la dejó sin aliento.

El trono de Lucifer.

No era un simple asiento, sino un monumento tallado con la arrogancia del tiempo eterno. Elevado en lo alto, como si flotara sobre un pedestal invisible, dominaba el salón con una presencia imposible de ignorar. Estaba forjado de huesos blanquecinos que parecían palpitar aún con vida, incrustados en placas de obsidiana pulida que atrapaban las luces del fuego circundante. Entre los pliegues de su estructura brotaban llamas negras, que no iluminaban sino devoraban la claridad, proyectando sombras que se estiraban como manos hambrientas hacia el suelo.

Ante aquel trono, incluso los demonios más feroces doblaban la cabeza, como bestias domadas contra su voluntad. Sus rodillas rozaban las baldosas de piedra ardiente, y sus alas —ya fueran membranosas, emplumadas o hechas de humo— se plegaban con sumisión. El silencio que se extendía en torno a él no era respeto: era miedo.

Y allí, sentado con la calma inmutable de un rey eterno, se encontraba la figura que helaba incluso el aire. No era la monstruosidad que Aurora había esperado: era un ángel. Con sus rizos dorados y ojos de un azul intenso, parecía una estatua clásica animada por un soplo de eternidad; su rostro, de facciones finas y expresión melancólica, era tan bello como insoportable. Estaba envuelto en una tela oscura que caía sobre un hombro, acentuando su apariencia atemporal, como si hubiera sido arrancado de un templo antiguo para presidir aquel salón infernal.

Pero sus alas lo traicionaban. No se alzaban majestuosas como en las visiones celestiales, sino que colgaban rotas, cortadas en la raíz, desgarradas como pergaminos antiguos. Las plumas negras estaban manchadas de un rojo marchito, y cada tajo en ellas era un recordatorio de su caída, de la gloria perdida que ahora se convertía en amenaza.

Su mirada descendía sobre cada ser en la sala con la precisión de un cuchillo. Quien osaba sostenerla un segundo más de lo debido sentía que el alma misma se le quebraba en pedazos. Nadie hablaba. Nadie respiraba sin permiso.

Aurora sintió que el corazón se le encogía en el pecho, como si unas garras invisibles lo apretaran. El mundo alrededor parecía haberse detenido, reducido a la imagen imponente de aquel ángel roto, que sin embargo reinaba sobre todo lo que existía bajo tierra.

Era la primera vez que lo veía. Y supo, con un terror absoluto, que no habría forma de olvidar esa visión mientras existiera.

El rey del Infierno. Lucifer.

La sala no se movía, pero el aire se ondulaba con un peso invisible, como si las mismas piedras temieran quebrarse bajo el peso de su presencia. Su silueta dorada, aureolada por llamas negras que se alzaban y caían como mareas, era la única claridad en aquel mar de sombras. Y, aun así, esa luz no traía consuelo: hería como un cuchillo contra la retina, recordándole a cada ser allí presente que estaba bajo el dominio de un ángel caído cuya belleza era tan cruel como su poder.

No necesitó mover un solo músculo, ni levantar la mano, ni inclinarse hacia adelante. Bastaba su mera quietud para que las espinas de la sala —esas columnas torcidas como cuerpos retorciéndose, esos muros de piedra viva que respiraban con gemidos sordos— se inclinaran hacia él, como si el espacio entero aguardara expectante a que abriera los labios.

Y cuando lo hizo, la palabra no descendió con suavidad: cayó como un decreto, como un astro incendiado que rompe la bóveda del cielo.

—Los he llamado —dijo Lucifer, y su voz no salió de su garganta, sino que parecía brotar del eco mismo de la creación resquebrajada— porque el tiempo, esa rueda que no se detiene ni para los dioses caídos, anuncia un cambio. Muy pronto, la profecía podría cumplirse.

La reacción fue inmediata. El salón estalló como si mil serpientes se hubieran deslizado a la vez entre las piedras. No fue un simple rumor, sino un rugido bajo y enloquecido. Los demonios se giraban unos hacia otros, las alas membranosas golpeaban el aire con un murmullo inquieto, y las lenguas antiguas empezaron a brotar como cuchillos de las bocas.

—¡La profecía! —escupió un demonio de rostro partido en dos mandíbulas, con la voz áspera como grava.

—No puede ser, era un mito… —musitó otro, con los ojos encendidos de un rojo febril.

—Si se cumple, el cielo arderá otra vez —rió una criatura de escamas, y su risa fue como huesos triturados.

—¿Y quién será el elegido? —preguntó un tercero, sus garras chasqueando contra el suelo como si marcaran el compás de una canción maldita.

Aurora no entendía nada. Solo percibía fragmentos de palabras que parecían venenosas incluso en su incomprensión. El zumbido de aquellas voces le atravesaba el pecho; sentía que su corazón golpeaba con tal fuerza que podía escucharlo sobre todo aquel estrépito. ¿Profecía? pensó, atenazada. ¿Qué es lo que todos esperan con tanto miedo… y tanta ansia?

Dantalion permanecía rígido a su lado, su perfil esculpido en sombra, imperturbable. Pero Aurora percibía la tensión en sus músculos: el leve temblor de un brazo, la manera en que sus dedos se crisparon, como si se contuviera de un movimiento instintivo. Ella lo apretó con más fuerza, buscando un ancla en medio del caos.

El estruendo iba en aumento. Algunos demonios comenzaron a golpear las columnas con sus armas, como si quisieran despertar a las paredes mismas. Otros levantaban cánticos antiguos, las palabras vibraban como un enjambre de moscas en el aire. La sala entera rugía como un volcán a punto de estallar.

Entonces, sin previo aviso, la voz de Lucifer volvió a sonar.

No fue un grito. No lo necesitaba.

Fue una orden invisible, una palabra que se propagó como fuego en aceite y obligó al silencio.

—¡Callad!

El eco se estrelló contra cada muro, contra cada columna, contra cada demonio. Cayó como un martillo sobre hierro incandescente. Y todos callaron. Las bocas abiertas se cerraron al instante, las alas se plegaron, las garras se quedaron inmóviles. Incluso los más deformes, los que un momento antes rugían como bestias salvajes, agacharon la cabeza con sumisión inmediata.

El silencio que siguió fue tan absoluto que Aurora creyó escuchar, más allá de las murallas del salón, el repiqueteo de las cenizas cayendo en los ríos de fuego del infierno. Y en ese silencio entendió que lo peor no había sido el rugido de las bestias, sino el hecho de que bastara una sola palabra de Lucifer para doblegar a todos, a miles, con la naturalidad de quien respira.

Lucifer se incorporó apenas en su trono, un gesto tan leve que en cualquier otro habría pasado inadvertido, pero en él fue suficiente para que la sala entera se tensara como un arco cargado. El silencio se espesó, los murmullos murieron, y miles de ojos se clavaron en esa figura como si todo dependiera de ese mínimo movimiento. Sus ojos —abismos azules, fríos como filos mojados en veneno— recorrieron a cada uno de los presentes con la precisión de un cincel tallando piedra. Cada mirada era un golpe invisible que arrancaba capas de soberbia, dejando a los demonios desnudos de orgullo y envueltos en miedo.

—Muchos de vosotros —dijo, y su voz se expandió lenta, densa, golpeando en cada esquina del salón— creíais que el destino estaba dormido, que las palabras grabadas en la carne del tiempo eran fábulas para asustar a los necios.

Un demonio de alas huesudas, incapaz de contenerse, murmuró:

—Se decía que eran cuentos de sacerdotes… historias para mantenernos encadenados.

Lucifer alzó la cabeza hacia él, y no hizo falta pronunciar sentencia. La criatura se derrumbó sobre sus rodillas, como si una mano invisible lo hubiera aplastado. Nadie se atrevió a socorrerlo.

Lucifer prosiguió, con la cadencia de un filósofo antiguo, la severidad de un juez y la frialdad de un verdugo:

—Pero el destino nunca duerme. Es como el hierro sumergido en agua: se oxida lento, pero nunca deja de arder en su silencio. Y cuando despierta, no pide permiso, no acepta excusas.

La sala se contrajo en sí misma. Aurora sintió que hasta el aire era más pesado, que las brasas que ardían en las antorchas negras se inclinaban hacia él.

—La profecía habla de un cruce —continuó, y sus palabras parecían grabarse en el mármol vivo bajo sus pies—, de un día en que las líneas entre el cielo, la tierra y este reino se fundirán en un mismo fuego. Y cuando ese día llegue, nada de lo que conocéis permanecerá intacto.

Un estremecimiento colectivo recorrió el salón, como una ola negra atravesando un mar de penumbras. Aurora miró alrededor y vio los rostros ávidos: bocas torcidas en sonrisas de hambre, ojos encendidos que no miraban con temor sino con ansia. Algunos demonios se lamían los labios, como si ya paladearan la guerra prometida; otros murmuraban frases en lenguas olvidadas, conjurando promesas de sangre.

—¿Será pronto? —preguntó un demonio de piel plateada, con voz temblorosa.

—¿Qué señales hemos de esperar, mi señor? —atrevió otro, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente.

Lucifer no respondió de inmediato. Extendió una mano blanca, y la llama negra que coronaba su trono se alzó como un espectro obediente, iluminando el salón con sombras aún más profundas. Su voz se volvió más lenta, más pesada; cada palabra caía como una piedra arrojada a un río que no dejaba de extender círculos.

—Quiero que estéis atentos a mi llamado. El hierro se templará pronto, y cuando llegue la señal, cada uno de vosotros deberá estar preparado. No habrá lugar para la indecisión, no habrá escondite para la cobardía. La batalla está a punto de llegar, y aquel que dude caerá como polvo entre mis dedos.

Se inclinó hacia adelante apenas un palmo, y la sala entera pareció replegarse. El silencio que siguió fue más fuerte que cualquier rugido.

—El mundo ha olvidado lo que significa temblar ante lo eterno —añadió, en un susurro que retumbó como un trueno apagado—. Muy pronto, lo recordará.

Aurora sintió que esas palabras se le grababan en la piel como hierro candente. No era una voz: era una marca. A su alrededor, los demonios permanecían quietos, con la respiración contenida, como si nadie quisiera ser el primero en romper el silencio. Incluso Dantalion, rígido y solemne, parecía tensar los músculos de su mandíbula.

Y en medio de esa quietud, Aurora comprendió que el verdadero terror no era el anuncio de guerra, ni siquiera la profecía. El verdadero terror era que cada ser en esa sala, desde el más grotesco hasta el más hermoso, deseaba con todo su ser que Lucifer cumpliera lo que acababa de prometer.

Lucifer permaneció erguido en su trono, y cuando el silencio se hizo tan espeso que parecía imposible respirar, alzó la mano derecha. Sus dedos, largos y pálidos, se cerraron lentamente como si recogieran la atención de todos los presentes y la comprimieran en su palma.

—Es tiempo —anunció, su voz grave como campanas sumergidas en agua— de recordaros que no todos pueden portar la carga del destino. Entre vosotros he escogido tres, no por azar, sino porque en vuestras carnes y en vuestras almas arde la llama que no se extingue. Guerreros que son espada y escudo, columna y cimiento, tempestad y muro.

Sus ojos recorrieron la sala con lentitud, como un artista que acaricia con la mirada el mármol que está a punto de tallar. Entonces pronunció el primer nombre.

—Dantalion.

Un murmullo reverente corrió por la multitud. El segundo al mando del infierno avanzó un paso, la figura erguida, solemne. Su belleza oscura, de líneas perfectas y gélidas, era tan majestuosa como aterradora. Sus ojos eran brasas que no necesitaban arder para quemar. A su lado, Aurora lo contemplaba desde atrás, con el corazón oprimido, como si aquella simple designación lo alejara aún más de ella.

Lucifer prosiguió.

—Silenus.

De entre las sombras, una figura emergió con la calma de un depredador que no necesita correr. Silenus era alto, de cabellos negros que caían como cascadas brillantes hasta los hombros. Su rostro tenía la hermosura melancólica de una estatua quebrada, y sus ojos, de un amarillo profundo, parecían atravesar el alma con una ternura que era al mismo tiempo veneno. A su paso, los demonios apartaban la vista, porque en su belleza había un eco de tragedia, un recordatorio de que hasta lo sublime puede ser arma.

Finalmente, la voz de Lucifer nombró al tercero.

—Seraphiel.

Del otro extremo del salón surgió un ser cuya sola presencia arrancó un estremecimiento colectivo. Seraphiel tenía la piel clara como ceniza pulida y el cabello dorado que recordaba a un sol muerto. Sus alas, aunque mutiladas como las de su señor, conservaban aún un esplendor marchito que hacía imposible no mirarlas. Su rostro era hermoso, implacable, y en su mirada ardía una serenidad que parecía desprecio: el sosiego de quien sabe que todo lo que se interpone en su camino ya está condenado.

Lucifer los miró a los tres y abrió los brazos como si envolviera en ellos el salón entero.

—Vosotros seréis los guías de los demás, la brújula en la oscuridad, el escudo que soporta la primera embestida y la espada que abre la carne del enemigo. Os nombro centinelas del fuego y heraldos del destino. No me decepcionéis, pues el que decepciona no cae solo: arrastra consigo legiones enteras.

Aquel decreto resonó en el salón como un juramento grabado a fuego en la piedra. Uno tras otro, los demonios se arrodillaron, golpeando sus frentes contra el suelo de obsidiana, y el sonido se multiplicó como un tambor subterráneo. Aurora observaba desde atrás a Dantalion, viendo cómo la multitud lo veneraba, cómo incluso los más monstruosos lo reconocían como guía. Un escalofrío le recorrió la piel; parte de ella se sintió orgullosa, otra parte, asustada.

Lucifer cerró lentamente los ojos, y cuando los abrió de nuevo, el salón entero pareció oscurecerse un grado más. Su voz descendió, pausada, como un filósofo que entrega la última sentencia de su obra.

—Esta reunión concluye. Recordad lo que habéis visto, lo que habéis oído. Grabádlo en vuestros huesos, pues llegará el día en que todo será requerido de vosotros.

La multitud guardó silencio. Lucifer no había terminado.

—Pero antes —añadió, con un brillo cortante en la mirada— quiero hablar en privado con mi fiel Dantalion… y con su esposa.

Aurora sintió en ese instante un escalofrío que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. No era miedo común, ni siquiera el temor ante un demonio. Era una mezcla de vértigo y condena, como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies y alguien la hubiera empujado a un abismo del que no había retorno. Sus dedos buscaron el brazo de Dantalion, y esta vez lo aferró no para sostenerse, sino para asegurarse de que aún estaba ahí, de que no la había perdido ya.

Los demonios seguían inclinados, en absoluto silencio. Y allí, en lo alto, el ángel caído con rizos dorados y ojos azules observaba como un dios antiguo que jamás había olvidado su caída.

La habitación era vasta, pero el silencio la hacía sentirse estrecha, como si los muros, tallados en obsidiana viva, se inclinaran lentamente hacia ellos. No había ornamentos ni lujos: solo un balcón abierto al vacío, un marco oscuro desde el cual se desplegaba el infierno en toda su crudeza. Los ríos de fuego se extendían como venas abiertas sobre la tierra desgarrada, iluminando precipicios que parecían no tener fin. Columnas de humo, densas como montañas, se alzaban hacia un cielo sin estrellas, un firmamento muerto donde no había luna ni aurora, solo tinieblas eternas. Desde aquel balcón, el horizonte no parecía un paisaje, sino una herida eterna que jamás cerraría.

Lucifer estaba allí, de pie, contemplando esa herida como quien observa una obra propia. Sus manos enlazadas a la espalda reforzaban la quietud de su figura, y aun en la inmovilidad había un dominio absoluto, como si cada chispa en la lava respondiera a su mirada, como si cada rugido lejano de aquel abismo brotara de su voluntad. El silencio se extendía como un manto pesado, y Aurora, con la garganta seca, alcanzó a distinguir el eco profundo de los ríos de fuego: un rugido grave, interminable, que parecía brotar del corazón mismo del mundo.

Detrás, en la penumbra, se mantenían Dantalion y Aurora. Él, erguido y solemne, con la expresión impenetrable de quien había aprendido a no mostrar debilidad incluso frente al rey del infierno. Ella, rígida, con los dedos aferrados a la tela de su vestido hasta clavarle las uñas. Cada inhalación le sabía a ceniza, y cada segundo de espera la empujaba más hacia el borde invisible de un precipicio interior.

Entonces, Lucifer se volvió. Giró con la calma de un ser que nunca necesita apresurarse porque el tiempo mismo está a su servicio. Avanzó hacia ellos con pasos lentos, seguros, llevando todavía las manos a la espalda. No necesitaba alzar la voz, no necesitaba alardes: su mera presencia era un asedio.

Sus ojos se posaron en Aurora. No la miraban como un hombre mira a una mujer, sino como un juez contempla una ofrenda dejada en el altar: con detenimiento, con peso, con una atención que despojaba en lugar de elevar. Ella bajó la mirada por instinto, como si en el contacto directo pudiera consumirse, pero lo sintió girar a su alrededor. Su andar era un círculo de fuego que la encerraba, que la marcaba, que la hacía sentir que el suelo bajo sus pies ya no le pertenecía.

Dantalion, inmóvil, lo seguía con la mirada, aunque sus labios se mantenían cerrados. El silencio de su esposo era tan denso como el de la sala, y Aurora lo percibía: no la protegía, porque no podía hacerlo, sino que estaba obligado a dejar que el juego de Lucifer siguiera su curso.

Lucifer se detuvo justo detrás de ella. Aurora sintió cómo su piel se erizaba, cómo el frío subía por su espalda como una mano invisible. No se atrevió a girar la cabeza; estaba atrapada en ese instante, prisionera de un miedo tan profundo que la respiración misma le parecía una traición.

Entonces, su voz descendió. Grave, cadenciosa, cada palabra se deslizó hasta su oído como un hierro ardiendo que marcaba su nuca.

—Entonces… ¿tú eres la tan famosa Aurora?

El nombre en su boca era distinto: no era una pregunta, era una sentencia, una proclamación.

Aurora sintió que sus rodillas podían fallar en cualquier momento. El miedo le apretaba el pecho, la dejaba sin aire. No podía moverse, no podía siquiera pensar en huir. Su respuesta brotó rota, temblorosa, como si la hubiera arrancado del fondo de su garganta con un cuchillo:

—S… sí…

Lucifer dejó escapar una risa baja. No fue vulgar ni ruidosa, sino elegante, peligrosa, como un filo que resuena contra la piedra. Se inclinó más, tanto que Aurora percibió el roce helado de su aliento sobre la piel. Aspiró despacio, como quien paladea un recuerdo olvidado, y hundió el rostro en la cercanía de su cabello. Inhaló su aroma con un deleite perturbador, prolongado, como si quisiera grabarlo en su memoria.

—Interesante —murmuró, apenas audible, pero lo suficiente para que cada sílaba se le clavara como aguja.

Aurora cerró los ojos con fuerza, deseando que todo acabara pronto, que el instante pasara, pero su cuerpo no obedecía: su inmovilidad era resistencia y terror al mismo tiempo. Sentía que moverse sería peor, que cualquier gesto podía provocar algo irremediable.

Detrás de ella, Dantalion permaneció en silencio, con los labios apretados, los puños ocultos tras el manto. Solo sus ojos ardían, fijos en Lucifer, aunque sabía que ningún movimiento, ningún desafío, sería tolerado en aquel lugar.

Finalmente, Lucifer avanzó, rodeándola en un círculo lento, como un lobo que mide el alcance de su presa, hasta quedar frente a ella. Sus pasos resonaban sobre la piedra como golpes de un péndulo que marcaba un tiempo distinto al de los mortales. Aurora alzó la vista y sus ojos se encontraron. Fue un choque insoportable: no era como mirarse en un espejo, era como asomarse a un abismo que devolvía todos sus miedos con una nitidez cruel. Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies, que el aire se espesaba hasta no caberle en los pulmones.

Hizo un esfuerzo desesperado por recuperar el aliento, y en un acto de valentía tan frágil como necesario, logró que de sus labios saliera un hilo de voz:

—Mi señor, ¿usted sabía de mi existencia?

El silencio que siguió fue aún más aterrador que la pregunta. Lucifer ladeó apenas el rostro, y una sonrisa se dibujó en sus labios. No era amable ni cruel, sino algo peor: inevitable, como la aceptación de una verdad que no admite réplica.

—Desde luego —dijo al fin. Su voz descendió grave y solemne, y cada palabra tenía la cadencia de un filósofo que dicta un pensamiento eterno—. ¿Cómo podría ignorar a la humana que desafió la naturaleza del tiempo? ¿Cómo olvidar a la que pactó con un demonio para arrebatarle años a la muerte? No eres un nombre perdido en las arenas del mundo: eres la cicatriz que recuerda al destino que los mortales son capaces de morder la mano de los dioses.

Aurora tragó saliva, pero el nudo en su garganta apenas le permitió tragar aire. Sus manos temblaban contra la tela de su vestido; y aun así, no se atrevió a bajar la mirada. Sabía que escapar de sus ojos sería conceder derrota, y por un extraño instinto se obligó a resistir, aunque le ardiera la piel.

Lucifer dio un paso hacia un lado, dejándose envolver por la penumbra de la sala, y continuó con un ritmo pausado, como si cada frase se escribiera en piedra:

—Os he llamado a los dos por algo en especial. No creáis que me mueve el capricho ni la cortesía. Yo no juego con el azar: el azar es un entretenimiento de hombres. Os he reunido porque el destino, ese viejo tirano, ríe de los mortales y de los caídos por igual. Es como un río que nunca se detiene; su cauce cambia, arrasa, destruye, pero también abre paso a nuevas tierras. Ninguno puede detenerlo, pero algunos… —alzó un dedo, como si trazara la línea de ese cauce en el aire— algunos pueden guiarlo. Y vosotros, juntos, sois ese cauce.

Sus palabras quedaron suspendidas, vibrando como un eco en la sala. Aurora sintió que no eran solo frases: eran cadenas invisibles que se cerraban sobre su cuerpo, sobre su alma, marcándola. Dantalion, a su lado, se mantenía firme, pero incluso él parecía más rígido de lo habitual, como si su silencio fuera el único escudo que podía levantar ante esas declaraciones.

Lucifer se detuvo. Sus ojos volvieron a clavar los de Aurora, y su voz descendió en un murmullo que no era un susurro sino una sentencia inapelable:

—Aurora… tú me ayudarás a cumplir la profecía.

El corazón de ella golpeó con tanta violencia que creyó que todos podían escucharlo en la habitación. El aire se volvió gélido y pesado. En ese instante comprendió que no importaba cuánto temiera, cuánto deseara huir o luchar: el destino ya había cerrado el círculo sobre ella, y el rey del infierno mismo acababa de sellarlo con su palabra.

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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