Dalia comenza a trabajar como ama de llaves para un pariente /no pariente lejano de su padre, quien era un pintor famoso de pintura erótica; para ayudarse en sus gastos personales mientras termina la universidad. Pero termina en las manos seductoras y perversas de este pintor, confundiendo sus prioridades en la vida.
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Capítulo 15
El pincel se deslizó sobre el lienzo blanco, creando un nuevo paisaje, una nueva imagen que se desbordaba del alma de Kei. Los trazos se curvaron, mezclándose con los colores de la paleta en su mano, hasta que la imagen de una mujer se hizo visible; con una sonrisa deslumbrante, mirando a su dirección, casi se podría creer que ella estaba ahí presente.
Ésta era la cuarta pintura que realizaba, siendo de nuevo el foco de su colección, Dalia Morgan.
Dejó el pincel en un vaso con agua, observando la pintura a medio terminar; sintiendo su corazón acelerarse, y una necesidad creciente de tenerla en sus brazos, de besarla y hacerla suya sin descanso.
Sonrió con ironía.
Ella solo era la solución a sus problemas con su trabajo y su necesidad sexual, pero había terminado perdido en sus encantos. Y estaba sorprendido de descubrirlo solo cuando su maestro se lo había señalado.
-Tus pinturas se ven más iluminados – le señaló un cuadro, en donde había una chica acariciando un enorme felino – Me gustan los colores vivos que usaste, lo siento vivo – miró a su pupilo – Te debe gustar mucho la chica.
-Ella es una gran fuente de inspiración – contestó complaciente.
-No, no me refiero a eso – sonrió el anciano divertido – Estoy diciendo que te gusta la chica más allá que solo como una inspiración.
Kei miró confundido a su maestro y cuando Hughes vio la mirada perdida de su pupilo, suspiró abatido por su ignorancia a pesar de su edad.
-La chica es la inspiración y el centro de toda tu colección y en cada una, hay un halo rodeándola, como un manto de protección. La quieres – buscó otras palabras – Estás enamorado.
Kei se quedó completamente mudo, el ruido a su alrededor pareció desaparecer, mientras intentaba asimilar lo que su maestro había dicho. La palabra amor era ajena a su vocabulario, y él nunca había buscado ni creído en ese sentimiento, tampoco lo necesitaba. Le parecía absurdo creer que él, un hombre que no le gustaba el compromiso o estar enredado con solo una mujer pudiera estar enamorado.
Pero haciendo memoria, no había vuelto a las andadas, ni siquiera se había aburrido de Dalia, inclusive, prácticamente vivían juntos, había un lugar en su armario para su ropa, el cepillo de dientes extra en el baño, champús florales distintos a los suyos de menta, incluso su perfume que permanecía en el apartamento a pesar de su ausencia. Al fin notó que había dejado que una mujer entrara y se instalara en su casa, cosa que nunca había permitido porque no le gustaba el compromiso, pero lo había permitido sin queja, sin advertencias.
Su corazón se aceleró al notar al fin, que esa sensación que crecía al estar cerca de Dalia, era amor y se sintió asustado. Asustado de verdad.
Él nunca supo lo que es el amor, nadie se lo enseñó, ni si quiera sus padres porque hasta su relación era una farsa. Nunca fueron una pareja de verdad, nunca vio algún sentimiento brotar de ellos por estar juntos, y tampoco se lo prodigaron a él, así que, ese sentimiento era demasiado extraño, demasiado abstracto.
Toda su vida había sido guiada por la indiferencia, y el rencor a sus padres por haberle hecho sentir que su existencia era nula, solo una obligación, un objeto que presumir. Su mente y alma solo estaban llenos de sentimientos oscuros, lúgubres, pesados y sus pinturas lo reflejaban; paisajes oscuros, castillos sombríos, criaturas temibles. Pero cuando se instaló ese vacío que carcomía su ser, las pinturas se volvieron reflejos de su necesidad. La lujuria solo era la tapadera de lo que verdaderamente ansiaba.
Había mirado el cuadro de nuevo, y el ruido de la fiesta volvía a sus oídos.
La chica sentada en un prado verde, con un vestido de verano y en su regazo, una fiera con manchas durmiendo con una placidez que él mismo no había notado. La mujer tenía mano en la cabeza del animal, mirándolo con una calidez casi palpable y una sonrisa llena de ternura. Detrás de ella había una selva aparentemente peligrosa, pero unos rayos de luz que se atravesaban entre las hojas de los árboles, le daban una calidez jamás vista en sus creaciones.
Miró hacia otra pintura cerca y empezó a notar las sutilezas que él mismo, como creador, se había perdido. Y en cada una de ellas, estaba ella, con esa sonrisa cálida, la misma que él veía en Dalia a cada momento, al amanecer, al compartir la hora de la comida, cuando la ayudaba a limpiar el apartamento…
Estaba aturdido.
Hughes solo sonrió ante la naturaleza torpe de este muchacho, siempre había estado preocupado por sus ojos llenos de rencor hacia las personas, arisco y rehuyendo de las relaciones. Pero al ver sus nuevas pinturas, al fin pudo suspirar tranquilo, al menos por Kei. En cuanto a Luciano, aún estaba intranquilo por sus ojos cada vez más apagados. Había intentado hablar con él, pero se mostraba esquivo. Hughes no sabía cómo más ayudarlo, estaba desesperado porque lo quería como un hijo, un hijo que no pudo cuidar ni tener. Creyó que visitar a su compañero discípulo lo ayudaría encontrar inspiración, sin embargo, se equivocó enormemente.
Entonces Kei, caminó distraído hasta Dalia y se la llevó lejos de la multitud. Quería comprobar lo que su maestro había dicho, no obstante, ya estando frente a frente, no tuvo el valor de hablar.
Abrazó a Dalia asustado. Asustado de sus propios sentimientos, asustado de lo que Dalia sentía, asustado de su futuro…
Regresó al presente al escuchar un ruido en la sala, pero al salir de su estudio, no había nadie, solo el susurro del motor del aire acondicionado resonando en el lugar. La presencia de Dalia que siempre había estado presente, se desvanecía con los días que pasaban, y Kei comenzaba a extrañarla abrumadoramente, incluso bosquejaba su rostro y momentos cotidianos en sus lienzos, pero no quería admitirlo.
No quería enfrentar los hechos, no quería escuchar su propio corazón ni su anhelo por ella. Estaba siendo terco, porque no quería que todo fuese una tonta ilusión creada por sus tantos años solo.
Sin embargo, odiaba sentir que la extrañaba, odiaba despertar cada mañana sintiendo de nuevo ese vacío al no estar ella a su lado, odiaba escuchar ruidos en su casa como cuando ella paseaba por el apartamento, cuando no había nadie, y odiaba sentir la creciente necesidad de buscarla, de llamarla.
Pero lo que más odiaba, lo que lo llenaba de frustración e irritación, era que ella no había intentado contactarlo. Ninguna llamada, ninguna visita, ninguna noticia.
Nada. Absolutamente nada.