La Casa Donde Aprendí A Odiarme

El aire entre ellos era tan espeso que parecía tener forma. Aika cerró los ojos apenas un segundo, temblando por dentro. Hikaru estaba tan cerca que podía sentir su respiración mezclarse con la suya. Era la primera vez que se sentía así: vista, segura… amada, quizás.

Y justo cuando sus labios estuvieron a punto de encontrarse…

—¡Hikaru!

La voz cortó el momento como un cristal rompiéndose.

Aika abrió los ojos de golpe. Hikaru se alejó apenas unos centímetros, sorprendido, y el hechizo se rompió.

—¿Luna? —murmuró él, girando el rostro.

Ahí estaba. De pie a unos metros, con los brazos cruzados, los ojos brillando de algo entre la rabia y el dolor. Había llegado sin que ninguno de los dos la notara.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Aika, sintiendo que el corazón se le apretaba por el golpe de la interrupción.

—Eso debería preguntarlo yo, ¿no? —dijo Luna con una sonrisa seca—. Pero ya veo que los dos están muy… ocupados.

Hikaru se puso de pie con calma, aunque sus ojos decían otra cosa. Había tensión en su mandíbula, una molestia apenas contenida.

—Luna, este no es un buen momento.

—¿Ah, no? Qué lástima. Porque para Aika siempre parece ser el momento perfecto para aparecer donde no la invitan —espetó.

Aika también se levantó, pero no dijo nada. No quería discutir. No ahora. No después de lo que había sentido segundos antes. Miró a Hikaru con una mezcla de decepción y tristeza.

—Mejor me voy —dijo en voz baja.

—Te acompaño —dijo Hikaru, mirándola con ternura, ignorando por completo a Luna.

Y eso fue lo que más dolió a la otra chica. No la discusión. No el momento. Sino que él la eligiera tan claramente.

Caminaron en silencio por varias cuadras. Aika no decía nada, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en el suelo. Hikaru respetó ese silencio, pero se mantuvo a su lado, como un faro constante.

Cuando llegaron a la esquina de su calle, Aika se detuvo.

—¿Por qué lo haces? —preguntó sin mirarlo.

—¿Hacer qué?

—Estar aquí. Elegirme. Escucharme. Verme.

Hikaru la miró de frente, sin prisa.

—Porque me importas. Porque no puedo evitarlo. Porque cuando estoy contigo… siento que todo tiene sentido, incluso lo que duele.

Aika bajó la cabeza. Las palabras eran bonitas, pero le daban miedo. Tenía miedo de creerlas, de que fueran reales, de que se volvieran otra promesa rota más.

—Tengo miedo —dijo al fin, con un nudo en la garganta—. Miedo de confiar, de que esto termine, de que un día te vayas como todos.

—No soy todos —respondió él—. Y si me dejas, quiero demostrarte que no todos se van.

El silencio volvió, pero esta vez era cálido. Y aunque no se besaron, aunque el momento mágico se había interrumpido, algo había cambiado entre ellos.

Aika levantó la vista, con una pequeña sonrisa triste.

—Gracias por acompañarme.

—Siempre, Aika.

Ella entró a su casa con el corazón latiendo demasiado rápido. Subió a su cuarto, se sentó en la cama y respiró hondo. Esta vez, no se sentía derrotada. Esta vez, sentía que estaba avanzando.

Tal vez aún no estaba lista para el amor.

Pero por primera vez, no quería huir de él.