Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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El paredón
Decisiones Dolorosas
Intentaba mantener la calma, pero Ernestina notó que algo me perturbaba.
—Vine a hablarte de Alberto.
—¿De Alberto? —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.
—Sí, hermana, vine a hablarte de mi marido. ¿Qué te sucede? ¿Por qué estás tan nerviosa?
—No me pasa nada, solo que me asustaste. Pensé que te había ocurrido algo grave. Es de madrugada, y para que me despiertes a esta hora, debe ser algo urgente.
—Es muy grave. Alberto no está en nuestra habitación; se fue sin decirme a dónde iba y, mira la hora, ya es más de la medianoche. Estoy convencida de que tiene otra mujer.
—¿Otra mujer? Eso es absurdo. ¿De dónde sacas esa idea?
—Salomé, ¿te sientes bien? Te ves pálida.
—No, en realidad estoy bien. Solo que, como mencioné, estaba dormida y me asustaste al tocar la puerta. Pero dime, ¿de dónde has sacado la idea de que tu esposo tiene otra mujer?
—Desde que llegamos a Caracas, Alberto ha estado distante. Ya no me toca, siempre está cansado y busca excusas para evitar la intimidad. Lo amo profundamente y su comportamiento me está afectando.
No pude evitar que las lágrimas comenzaran a brotar de mis ojos. Ver a mi hermana llorar me partió el alma. En ese momento, me sentí culpable por mentirle, pero temía cómo reaccionaría si descubría la verdad.
—No te pongas así, Ernestina. Estoy segura de que no pasa nada. Tal vez vivir en esta casa lo hace sentir incómodo, pero eso pasará.
—¿Tú crees, Salomé? ¿Y si hablas con él para preguntarle qué le sucede?
—¿Yo? ¡No! Prefiero mantenerme al margen.
—Salomé, por favor, te lo pido. Ayúdame, habla con él. Tal vez a ti te pueda decir qué le pasa.
En ese instante, vi a Ernestina poner una expresión de angustia y me alarmó. Recordé su enfermedad y lo que estoy le podía afectar si se enteraba la verdad.
—¡Ernestina! ¿Te sientes mal?
—Tranquila, ya se me pasará. Cuando me altero, me siento fatigada. Pero ya estoy mejor, solo fue un susto.
Mientras me preocupaba por la salud de mi hermana, Alberto escuchaba nuestra conversación escondido debajo de la cama, sintiéndose impotente. Para tranquilizar a Ernestina, le dije:
—No te preocupes, hablaré con Alberto. Pero con una condición.
—La que tú quieras, hermanita.
—Quiero que me digas la verdad: ¿por qué te dan esas fatigas? Eso no es normal.
Ella bajó la mirada y su tristeza hizo que mi corazón se partiera en dos. Con lágrimas en los ojos, me confesó:
—Es que… estoy enferma, el cáncer regresó.
Tuve que fingir que no sabía nada, pero necesitaba que Ernestina confiara en mí.
—¡Dios mío! ¿Desde cuándo estás enferma? ¿Por qué no nos lo has dicho? Somos tu familia.
—No quería preocuparlos, y no quiero que mis padres lo sepan. Alberto cree que no estoy enterada, pero lo descubrí cuando por descuido dejó mis análisis en nuestra habitación. Sin embargo, para no preocuparlo, le hice creer que no estoy enterada de lo que me está pasando.
—¡Dios mío! Pero deberías considerar una segunda opinión médica. La medicina ha avanzado mucho, y Alberto podría ayudarte a encontrar otro especialista.
—¡No! No quiero que me vea otro especialista. EL Oncólogo que lleva mi caso en México, es una eminencia y además, Alberto también me está ayudando, él cree que no me doy cuenta, pero sé que está muy preocupado por mi.
—¿Estás segura de que no quieres que hablemos con papá y mamá? Ellos tienen derecho a saberlo.
—Sí, estoy segura. No vale la pena preocuparlos. Han tenido suficientes disgustos desde que me casé en secreto con Alberto, y ahora lo de tu embarazo, que por cierto, me alegró mucho que Diego recibiera la noticia con tanta alegría. Se nota que se quieren. ¿No es así?
—Sí, claro… nos queremos mucho. —le dije tragando grueso, me dolía mucho tener que mentirle, pero no me quedaba otra alternativa.
—Me alegra por ti, hermanita. Pero mejor te dejo descansar. Después de hablar contigo, me siento más tranquila. Esperaré a que llegue Alberto y no le reclamaré nada. Pero recuerda, me prometiste que hablarías con él.
—Sí, de eso no te quepa la menor duda. Ve a descansar tú también. Hasta mañana.
—Hasta mañana, Salomé. Y por favor, no le digas a Alberto que estoy enterada de mi enfermedad, eso lo preocuparía más.
—No te preocupes, no le diré nada. —dije bajando la mirada, era horrible pensar que Alberto estaba escuchando nuestra conversación, me sentía una traidora.
—Gracias Salomé, eres la mejor hermana del mundo, te quiero muchísimo.
Ernestina me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Esa conversación me hizo reflexionar sobre la necesidad de enterrar mis sentimientos por Alberto.
Apenas se fue Ernestina, cerré la puerta con seguro y Alberto salió de su escondite. Al mirarme, intentó acercarse de nuevo, pero lo detuve con la mano y, llena de dolor y coraje, le dije:
—¡No te acerques a mí! Esto se acabó definitivamente.
—Salomé, por favor, hablemos. Entiendo cómo te sientes, pero…
—¡Cállate! No digas una palabra más. ¿No escuchaste que casi se desmaya? ¿Escuchaste cómo te ama y que eres todo para ella? ¡Esto se acaba! Me voy a casar con Diego como lo tenía planeado, y tú seguirás al lado de tu esposa, como es tu deber.
—Pero… ¿y nuestro hijo? ¿Qué pasará con él? También tengo derecho a estar con él.
—¡Corrección! Es mi hijo. Te aconsejo que no te acerques ni a mí ni a mi hijo. Eres el culpable de esta situación, porque eres un hombre casado y decidiste tener una aventura de fin de semana mientras tu esposa creía que estabas en un congreso.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Y qué hay de ti? Tú tenías un compromiso de matrimonio y, aun así, estuviste conmigo.
—Lo mío es diferente. Mi compromiso no era con mi corazón; mis padres me obligaron a comprometerme con Diego. Tú te casaste con mi hermana porque la amabas. ¿O me equivoco? Nadie te obligó a casarte con ella.
—Es cierto, nadie me obligó, pero me casé con ella por soledad, porque sabes que no la amo. Después de enterarme de su enfermedad, me sentí con el deber moral de corresponderle. Pero yo a quien amo es a ti. Por favor, no te cases con Diego.
—¡Quiero que te vayas inmediatamente de aquí! Y sí, me voy a casar con Diego. No permitiré que mi hermana sufra por mi culpa, así que no sigas insistiendo. ¡Fuera de aquí! Y no salgas por la puerta; sal por la ventana y asegúrate de que nadie te vea.
—Por favor, Salomé.
—¡Fuera! No quiero volver a verte nunca más.
Alberto salió por la ventana y yo me quedé destrozada por dentro. En ese momento, comprendí que no podía volver a tener a Alberto cerca y que debía asumir la responsabilidad de mi hijo, quien no tenía la culpa de mis errores.
(…)
Llegó el fin de semana. Era el día de mi boda con Diego; ya había redactado el documento en el que transfería todas mis acciones y el dinero de mi herencia a sus manos. Agilicé todo sin que mis padres se dieran cuenta.
Después de aquella conversación con Ernestina, ella se encontraba más tranquila, creyendo que yo había intervenido con Alberto y que eso le había dado paz. Alberto, por su parte, se mantenía junto a ella, sintiéndose presionado, pero sin opciones. La salud de Ernestina estaba en juego, y sabía que no podría perdonarme si algo le ocurría a causa de mi relación con Alberto.
Ya me había puesto el vestido de novia y me miraba en el espejo, sin comprender cómo el destino me había llevado a vivir ese momento. La ceremonia se celebraría en el jardín de la casa. Mis padres solo habían invitado a un grupo reducido de amigos cercanos debido a la premura del cambio de fecha.
Sentía que, en vez de una celebración, iba directo al paredón. Sin embargo, me armé de valor y salí de mi habitación del brazo de mi padre. La ceremonia sería solo civil y, después, en unos días, mis padres planeaban una boda eclesiástica con una gran celebración.
Al llegar al jardín, miré a mi alrededor y vi a Alberto al lado de Ernestina, con una expresión de frustración. Diego, por su parte, me esperaba con una sonrisa de triunfo; al parecer, él era el único que había salido ganando en toda esta situación.
(…)