La banda del sur, un grupo criminal que somete a los habitantes de una región abandonada por el estado, hace de las suyas creyéndose los amos de este mundo.
sin embargo, ¡aparecieron un grupo de militares intentando liberar estas tierras! Desafiando la autoridad de la banda del sur comenzando una dualidad.
Máximo un chico común y normal, queda atrapado en medio de estas dos organizaciones, cayendo victima de la guerra por el control territorial. el deberá escoger con cuidado cada decisión que tome.
¿como Maximo resolverá su situación, podrá sobrevivir?
en este mundo, quien tome el poder controlara las vidas de los demás. Máximo es uno entre cien de los que intenta mejorar su vida, se vale usar todo tipo de estrategias para tener poder en este mundo.
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una misión y una batalla
Maximo, con la mirada fija en el horizonte, volvía a someterse al curso, una vez más, con una concentración inquebrantable. El esfuerzo le quemaba los músculos, pero no flaqueaba. - verle la cara a Raphael - murmuraba con la cabeza gacha.
El campamento enemigo se erguía sobre un terreno elevado, protegido por la maleza espesa y la oscuridad de la noche. Desde la distancia, las luces dispersas de las fogatas parpadeaban como ojos vigilantes, proyectando sombras largas sobre las barricadas improvisadas. Parecía impenetrable, un bastión de guerra cuidadosamente ubicado. Pero para la Brigada del Páramo, no era más que un nuevo obstáculo a derribar.
Deslizándose entre la maleza, se movieron como espectros en la penumbra. No había ruido, solo el leve susurro de la brisa y el crujido lejano de algún tronco consumiéndose en una hoguera. La luna, apenas visible tras un manto de nubes, pintaba un paisaje de contrastes entre sombras densas y reflejos pálidos en el acero de sus armas.
La señal fue dada. Un murmullo apenas audible resonó en la radio de Alexander:
—Recuperenemos la base. Tú y tus novatos custodiarán este terreno hasta nueva orden.
Alexander asintió sin responder. Sus ojos recorrieron a los jóvenes soldados a su cargo. Algunos tragaban saliva, con los nudillos blancos alrededor de sus armas; otros mantenían la vista fija en la fortificación enemiga, endureciendo sus expresiones como si con eso pudieran disfrazar la inquietud. Sabían que su verdadero papel comenzaría cuando la batalla estuviera ganada, cuando el estruendo de la guerra diera paso a una calma precaria que ellos tendrían que sostener.
Miguel, comandante de los Demonios del Páramo, había forjado su escuadrón con manos firmes y mirada calculadora. No escogió a cualquiera. Reunió a los más letales de la Brigada, guerreros endurecidos por el fuego del combate, moldeados en la violencia de la guerra. Elowen, con su precisión letal; Thalia, cuya astucia convertía cada emboscada en una trampa mortal; Marcos, un cazador paciente con la resistencia de una bestia. Junto a ellos, otros veteranos formaban la sombra que acechaba desde la oscuridad.
El silencio se apoderó del bosque cuando avanzaron. Entre las sombras, sus cuerpos se deslizaban como espectros, invisibles para cualquier ojo desprevenido. No había movimientos bruscos ni el menor sonido fuera de lugar. Solo la respiración controlada, el roce ocasional de la tela contra la piel sudorosa y el peso de las armas bien aseguradas en sus manos.
Más adelante, el campamento enemigo yacía despreocupado, con el resplandor de las fogatas parpadeando sobre los rostros de soldados desprevenidos. La confianza flotaba en el aire, palpable en las risas sueltas, en las charlas distendidas y en los cuerpos recostados sin temor alguno. Uno de los guardias, apostado en un punto elevado, tamborileaba los dedos contra el cañón de su rifle, la mirada perdida en la rutina de otra noche sin incidentes.
No veía la sombra que ya se cernía sobre ellos. No sentía la tormenta que estaba a punto de caer.
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El reloj marcaba las ocho en punto. El amanecer había teñido el cielo de un gris pálido, pero el campamento enemigo seguía sumido en su falsa seguridad. Algunos soldados aún dormían, sus cuerpos relajados junto a las brasas moribundas de las fogatas. Otros se desperezaban lentamente, sin imaginar que la muerte ya había cruzado el umbral de su territorio.
El aire, pesado con la tensión de lo inminente, vibraba con una quietud inquietante. Un guardia, de pie en un puesto elevado, frunció el ceño al escuchar un ruido extraño. Se enderezó, su instinto revolviéndose con una alarma tardía. Sus dedos se cerraron alrededor del fusil mientras sus ojos intentaban perforar la penumbra que se disipaba con la mañana.
Demasiado tarde.
Antes de que pudiera abrir la boca para dar la voz de alerta, un destello y un estruendo lo silenciaron. Miguel, con la frialdad de un depredador, había disparado sin vacilar. La bala encontró su destino, y el guardia se desplomó pesadamente, su cuerpo golpeando el suelo con un sonido sordo que apenas tuvo tiempo de propagarse.
El disparo fue el trueno que desató la tormenta.
Desde las sombras, la Brigada del Páramo irrumpió con una precisión aterradora. No hubo gritos de guerra ni advertencias; solo el estallido seco de disparos y el crujido de botas avanzando con determinación. Miguel se movía con la fluidez de alguien que ya había recorrido aquel escenario en su mente mil veces. Sus hombres lo seguían en perfecta sincronía, cada uno sumido en la coreografía mortal que habían ensayado una y otra vez en el fragor de otras batallas.
El caos estalló en cuestión de segundos. Los soldados de la Banda del Sur se sobresaltaron, algunos apenas logrando tomar sus armas antes de que el fuego enemigo los alcanzara. Voces se alzaron en advertencias desesperadas, interrumpidas por el silbido letal de balas cortando el aire.
El enemigo no se rindió sin pelear. Desde las trincheras improvisadas, disparaban en todas direcciones, buscando desesperadamente una defensa. Pero la Brigada era implacable. Cada intento de cobertura era neutralizado antes de concretarse, cada movimiento leído y castigado con ráfagas certeras.
Elowen se movía entre el caos con la serenidad de un verdugo. Su mirada, afilada y calculadora, recorrió el campo de batalla hasta detenerse en una silueta que intentaba deslizarse detrás de una roca. El enemigo respiraba agitado, sus manos temblorosas aferrando el fusil como si el metal frío pudiera salvarlo.
No tuvo oportunidad.
Elowen levantó su arma, el cañón siguiendo el leve temblor de su presa. No hubo duda en su gesto, solo la precisión de un instinto curtido en la guerra. Un tirón del gatillo, una ráfaga cortante y el enemigo se desplomó. Su cuerpo inerte se deslizaba lentamente por la piedra, dejando un rastro oscuro que se filtraba entre la tierra seca.
El rugido de los disparos seguía llenando el aire, un eco implacable que se sobreponía a cualquier otro sonido.
No muy lejos, Thalia avanzaba con la misma determinación feroz. Su cuerpo se movía con una gracia letal, cada paso calculado, cada disparo siguiendo un ritmo preciso. Detectó a un enemigo intentando reagruparse con los suyos, sus movimientos desesperados traicionando su urgencia.
No lo permitió.
En una fracción de segundo, su dedo presionó el gatillo y la bala encontró su objetivo. Un golpe seco, un espasmo breve y el hombre cayó de rodillas antes de desplomarse por completo. La sangre se expandió bajo él, absorbiéndose en la tierra que no tardaría en cubrirse de más cuerpos.
La Brigada del Páramo avanzaba como una marea de destrucción, y aunque la Banda del Sur contaba con números, su moral se resquebrajaba con cada compañero abatido. Se replegaban, sus pasos torpes buscando refugio en la penumbra del campamento, sus ojos reflejando un miedo que no tardaría en devorarlos.
Pero Miguel no les daría respiro.
Entre las sombras danzantes de las explosiones, su figura emergía con una audacia temeraria. Su andar era implacable, sin titubeos, como si la muerte misma se apartara de su camino. Cada disparo que salía de su rifle encontraba un destino, y con cada paso suyo, los enemigos se hundían más en su inevitable derrota.
Miguel avanzaba sin prisa, sin miedo. Sus pisadas firmes parecían marcar el ritmo del combate, un tambor sordo que resonaba en el campo de batalla. No necesitaba gritar órdenes ni exigir obediencia; su mera presencia bastaba. Sus hombres, curtidos en mil enfrentamientos, le seguían con la misma determinación feroz, reflejando su confianza inquebrantable.
Era el tipo de líder que no se refugiaba tras su unidad, sino que marchaba al frente, absorbiendo el peligro con la seguridad de quien ha danzado demasiadas veces con la muerte. Y su reputación, esculpida en la sangre de incontables batallas, se reforzaba con cada enemigo que caía bajo su mando.
Más atrás, los novatos no compartían esa calma inhumana.
Las balas silbaban sobre sus cabezas, un sonido agudo y despiadado que les erizaba la piel. No era como en las películas. No había heroísmo glorificado ni tiempo para procesar el terror. Solo el rugido ensordecedor de las detonaciones y el choque seco de los cuerpos al desplomarse.
El miedo les atenazó el pecho, clavándolos en el suelo como si sus piernas ya no les pertenecieran. Uno de ellos intentó respirar hondo, pero el aire mismo parecía demasiado denso, como si la pólvora se hubiese tragado el oxígeno. Otro apretó su fusil con tanta fuerza que los nudillos se le tornaron blancos, pero la sensación de control era una mentira endeble, una ilusión que se desmoronaba con cada disparo.
Mientras ellos temblaban, Miguel y los suyos avanzaban como una fuerza imparable.
Los números estaban en su contra: ocho contra quince. Pero la experiencia pesaba más que la cantidad. Miguel llevó la mano al chaleco y extrajo una granada. No titubeó. El proyectil voló en un arco perfecto antes de desaparecer tras la cobertura enemiga. Un segundo después, la explosión arrancó un rugido furioso al campo de batalla.
No les dio tregua.
Antes de que la onda expansiva se disipara, otra granada surcó el aire, desatando una segunda detonación. El suelo vibró, la tierra se alzó en una nube de polvo y escombros, y el desconcierto se apoderó del enemigo.
No hubo vacilación en la Brigada del Páramo.
Elowen, Thalia y los demás cargaron con la precisión de depredadores acechando a una presa herida. Las sombras de las explosiones bailaban sobre sus rostros, proyectando figuras espectrales en medio del caos. Disparaban sin pausa, avanzando entre el humo como si este fuera su hábitat natural.
Miguel los cubría, su rifle escupiendo plomo con la frialdad de quien ya ha cruzado esa línea innumerables veces. No había dudas, no había miedo. Solo la certeza de que cada paso que daban era un paso más hacia la victoria.
Y el enemigo, atrapado entre la confusión y el horror, comenzaba a darse cuenta de que no estaban luchando contra simples soldados. Era Miguel, el líder de los demonios del páramo.
La defensa enemiga se desmoronó en cuestión de segundos. Miguel, con movimientos calculados, rompió la línea de fuego con una precisión quirúrgica. Cada disparo suyo era un golpe quirúrgico, un corte preciso en la moral enemiga, abriendo el camino sin margen de error. No disparaba sin razón. No desperdiciaba balas. Cada presión en el gatillo significaba un enemigo retroceder.
Era la oportunidad perfecta.
Elowen, inmóvil en medio del caos, respiró hondo. Su pulso era una línea estable, su mente una hoja en blanco. Los disparos retumbaban a su alrededor, pero el solo veía un objetivo. Su dedo descansó apenas sobre el gatillo, y en el breve instante en que exhaló, la detonación perforó el aire.
El primer enemigo cayó con la cabeza sacudida hacia atrás, la vida escapándosele antes de que su cuerpo golpeara el suelo.
Nadie tuvo tiempo de reaccionar.
Elowen recargó con un movimiento fluido, sin apartar la vista del próximo blanco. A treinta metros, otro soldado intentaba cubrirse tras un escombro. Mala elección. La brecha entre su protección y su hombro era apenas una grieta en la armadura, pero para el era suficiente.
Un disparo.
El impacto fue instantáneo. La bala atravesó la delgada línea de piel expuesta y lo dejó desplomado, su arma resbalando de sus manos temblorosas.
El enemigo comenzó a retroceder. El pánico se esparció entre sus filas como un veneno invisible, más letal que cualquier bala. Los cuerpos de sus compañeros yacían esparcidos en el suelo, inertes, irreconocibles bajo el polvo y la sangre.
Sabían lo que significaba.
Elowen lo veía en sus ojos. La rendición silenciosa. El reconocimiento de la derrota.
Pero la Brigada del Páramo no dejaba respiros.
Sin perder el ritmo, avanzó junto a los suyos, con la precisión de un depredador en cacería. Cada paso que daban era un veredicto sellado.
El terror se filtró en los huesos de la Banda del Sur. Los disparos seguían resonando en el aire, pero ya no eran los de una batalla. Eran los sonidos de una cacería.
Uno a uno, los cuerpos de sus compañeros habían caído, y con cada muerte, la determinación de pelear se esfumaba. Primero fue una duda. Luego, una vacilación. Finalmente, la certeza de que no había escapatoria.
Uno de ellos soltó su arma.
Otro, con la mirada perdida, comenzó a correr.
Y en un parpadeo, el resto hizo lo mismo. La disciplina se quebró, la línea de defensa colapsó como un muro viejo cediendo ante la tormenta. Pateaban el suelo con desesperación, tropezando entre sí, olvidando incluso el honor de llevarse a sus muertos. Sus cuerpos eran prescindibles; sus vidas, lo único que importaba.
Pero Miguel no permitía huidas.
Desde su posición, ajustó la mira y disparó sin piedad. Cada bala encontraba un blanco. No necesitaba vaciar un cargador entero para hacer temblar a los que quedaban en pie. No les dio tregua.
Elowen, a su lado, entendió de inmediato su intención. Esto no era solo una masacre; era una estrategia.
Los dejaron correr.
Les dieron una falsa ilusión de escape.
Se movieron tras ellos, sin apresurarse, dejando que el miedo hiciera el resto. Los fugitivos pensaban que los acechaban, que en cualquier momento sentirían el frío del metal perforando su carne. Pero lo que no sabían era que cada paso que daban los conducía justo donde Miguel quería.
Mientras la Banda del Sur huía hacia lo que creían su salvación, la Brigada del Páramo ya estaba allí, un paso adelante, aguardando en la sombra.
La victoria no era solo en el campo de batalla. La victoria era hacer que el enemigo se rindiera sin saberlo. Y Miguel, con la paciencia de un cazador experto, solo esperaba el momento exacto para cerrar la trampa.
- Camarada Miguel, el enemigo se retira conforme al plan... – la voz de Thalia era suave, casi un susurro, mientras descansaba su rifle sobre su espalda. Su mirada, tan acostumbrada al campo de batalla, ahora se posaba en Miguel. Algo en él había cambiado, algo que Thalia notaba con claridad. Su rostro, marcado por la guerra, parecía perder la juventud día tras día, pero en sus ojos brillaba una sabiduría que solo las batallas más duras podían otorgar.
Miguel no respondió de inmediato. En su rostro, la seriedad de un líder se mezclaba con la calma de quien ya había visto demasiado. Era como si, al avanzar con el tiempo, hubiera encontrado más respuestas en el silencio que en las palabras.
De repente, la voz de Marcus cortó la quietud. Levantó su rifle, con una expresión de frustración.
- Mire, señor, mi fusil se atascó de nuevo.
Miguel, sin perder la compostura, giró lentamente hacia él. Tomó el arma con un movimiento preciso, y sus ojos inspeccionaron el fusil como si leyera un libro antiguo. Un suspiro escapó de sus labios antes de hablar.
- ¡Mira aquí! Es una ojiva enemiga.
Extendió el fusil hacia Marcus con brusquedad, sin dejar de observarlo.
Marcus tomó el arma, sorprendiendo una vez más. Miró la ojiva incrustada y luego alzó la mirada hacia Miguel.
- ¡Oh!... un disparo enemigo partió el cerrojo de mi arma...
El rostro de Marcus reflejaba una mezcla de incredulidad y aceptación. Bajó el rifle, pero no pudo evitar alzar la mirada hacia Miguel, buscando en sus ojos alguna pista sobre la gravedad de lo sucedido. Miguel, por su parte, parecía más pensativo que preocupado, como si estuviera analizando el peso de todo lo que rodeaba ese pequeño detalle.
Elowen, que hasta ese momento observaba en silencio desde la distancia, irrumpió con pasos firmes. Se acercó y, sin dudar, tomó el rifle de Marcus con una rapidez que dejó poco espacio para la reflexión.
- ¡Idiota! – la voz de Elowen no era feroz, pero tenía la fuerza de quien sabe lo que está en juego. Debes tener más cuidado... ¿qué crees que hubiera pasado si tu fusil no hubiera detenido el impacto?
Dejando el rifle, Elowen le dio una palmada en el hombro de Marcus, sonriendo con una mezcla de preocupación y desafío.
Marcus, aún tocado por la regañina, levantó una ceja y, con tono burlesco, le lanzó una mirada.
- ¿Qué crees que pasaría si muero... eh? ¿Llorarías por mí?
Elowen no respondió de inmediato. En cambio, lo miró fijamente, los dos compartiendo una quietud silenciosa. La tensión entre ellos creció antes de que Elowen rompiera la atmósfera con una sonrisa juguetona.
- ¿Llorar? Hombre... eso significaría más mujerzuelas del pueblo para mí.
Un silencio pesó en el aire, antes de que ambos estallaran en carcajadas, un respiro de ligereza en medio de la constante gravedad de la guerra. El sonido de su risa se desvaneció lentamente, pero en ese instante, el peso de las batallas pasadas parecía menos pesado, por lo menos por un momento.