Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
NovelToon tiene autorización de Tapiao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Lo que no se dice
Caer.
El verbo nunca había sido tan real.
No había aire, ni luz, ni dirección. Solo una sensación: el vértigo eterno de quien se desprende del mundo conocido.
Soledad intentó gritar, pero el sonido se disolvía en el vacío. Podía ver a Elías junto a ella, suspendido, flotando... cayendo. El cuerpo no dolía. Era como si ya no existiera. Como si fueran solo conciencia pura, viajando sin forma.
Y entonces, sin aviso...
Impacto.
No un golpe. No un choque. Fue como si la realidad misma se reconfigurara a su alrededor.
Soledad abrió los ojos.
Estaba de pie. En medio de una habitación blanca. Perfecta. Inmaculada.
No había sombras. Ni puertas. Ni ventanas.
—¿Elías...? —susurró, girando sobre sí misma.
Nada.
Solo silencio.
Hasta que una voz resonó, clara, como desde todas partes.
—Bienvenida, Soledad.
—¿Quién...?
—Esto no es un “quién”. Es un “dónde”.
Frunció el ceño.
—¿Dónde estoy?
—En la última sala.
—¿La última?
—La última antes de la verdad.
Frente a ella apareció una figura.
Era Lucía. O algo que se parecía a ella. Pero sus ojos estaban completamente negros. Como dos pozos sin fondo.
—Has traído tus fragmentos —dijo la figura—. Eso te hace digna.
—¿Dónde está Elías?
—En su propia sala. Cada uno enfrenta lo que no ha querido decir.
Soledad sintió que el suelo bajo sus pies vibraba.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Decirlo.
—¿Decir qué?
La figura la miró... y la habitación cambió.
Ya no era blanca.
Era su cuarto de infancia.
Todo igual.
Los juguetes, la cama, el póster roto del muro.
Y en la esquina... su madre.
—No... —susurró Soledad—. No, por favor...
—Tienes que decirlo —insistió la figura.
La madre se giró.
Tenía la cara pálida. Los ojos vacíos. Una sonrisa cruel.
—Todo fue culpa tuya, Soledad —dijo, con esa voz rota que jamás pudo olvidar.
Soledad tembló.
—¡No fue culpa mía!
—¡Sí lo fue! —gritó la figura—. ¡Tú lo sabes!
—¡Tenía ocho años! ¡No podía hacer nada!
El cuarto se volvió oscuro. El aire, pesado.
La madre se acercaba.
—Si hubieras hablado... si no hubieras tenido miedo...
—¡Calla! —gritó Soledad—. ¡Yo tenía miedo! ¡Tenía miedo porque me hiciste sentir como un error desde que nací!
Las luces estallaron.
La figura de su madre se deshizo.
Lucía (o lo que sea que fuera) sonrió.
—Bien.
El entorno se volvió negro otra vez.
—Ahora puedes pasar.
Soledad jadeaba.
Se tocó el pecho.
Su corazón latía como si fuera a explotar.
Y entonces, una puerta apareció frente a ella.
Mientras tanto...
Elías estaba en una habitación de hospital.
Reconocía ese olor.
Ese sonido de goteo intravenoso.
Reconocía también la figura tendida en la cama.
—Papá...
El hombre respiraba con dificultad.
Una máquina pitaba en el fondo.
—Nunca fuiste suficiente —susurró una voz a su lado.
Era él mismo. Pero más joven.
Con los ojos llenos de rabia.
—Todo lo que hiciste fue para complacerlo. Y aún así, te moriste sin escucharlo decir que estaba orgulloso.
Elías apretó los puños.
—No vine aquí para esto.
—Sí viniste. Siempre vienes. Siempre regresas a este momento.
Elías miró a la figura en la cama.
Las lágrimas le ardían.
—Quería que me vieras. Quería que entendieras por qué me fui.
La figura no respondía.
Solo respiraba.
Cada vez más débil.
—¡Di algo! —gritó Elías.
Nada.
Elías se dejó caer al suelo.
—Lo único que quería era que supieras... que yo también tenía miedo.
Silencio.
Y luego... el pitido largo.
La línea recta.
Elías cerró los ojos.
—Lo siento.
Y con eso... la habitación desapareció.
Frente a él, también apareció una puerta.
Ambos caminaron.
No se encontraron aún.
Pero sabían que estaban más cerca.
La siguiente sala era distinta.
Estaba cubierta de relojes.
Todos detenidos a la misma hora: 03:33.
Soledad llegó primero.
Elías, segundos después.
Se miraron.
Y sin decir una palabra, se abrazaron.
—¿También tuviste que...? —preguntó ella.
Él asintió.
—Sí. Fue horrible.
—Pero lo dijiste.
—Y tú también.
Una figura se materializó entre los relojes.
Lucía. Ahora más clara. Más humana.
—Han cruzado sus pasados. Ahora toca cruzar el presente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Elías.
—Que hay algo que todavía no entienden.
Lucía alzó una mano.
Los relojes comenzaron a girar. Desenfrenados. Rápidos. Una tormenta de tiempo.
Elías y Soledad cayeron al suelo, cubriéndose.
Y cuando alzaron la vista...
Estaban de vuelta en el hospital.
Pero diferente.
Lleno de vida.
Médicos, pacientes, niños corriendo.
Todo estaba en orden.
Soledad frunció el ceño.
—¿Es esto... el pasado?
—No —dijo una voz a su lado.
Era Morgan.
El verdadero.
Más joven. Vivo.
—Esto es un recuerdo colectivo. La forma en que el hospital era, antes de lo que pasó.
—¿Y qué pasó?
Morgan los miró con gravedad.
—Lucía murió aquí. Pero no de forma natural. Fue una decisión. El hospital... la consumió.
—¿Qué estás diciendo?
—Que Lucía nunca fue una paciente. Fue parte del hospital. Creada para mantener el equilibrio emocional entre las mentes perdidas.
—¿Un... programa?
—Una conciencia. Un eco.
El hospital, antes de cerrar, usaba técnicas radicales para tratar el trauma. Lucía fue uno de esos métodos. Pero cuando la desconectaron, su “yo” quedó atrapado.
Soledad tragó saliva.
—Entonces... ¿esto fue todo un experimento?
Morgan asintió.
—Uno que salió mal. Y que ahora... necesita que alguien lo reemplace.
Ambos entendieron.
—¿Quieres que uno de nosotros se quede? —preguntó Elías.
—Lucía se está desvaneciendo. El espacio que sostiene este mundo se colapsará si no hay una nueva mente que lo sostenga. Una mente... rota, pero fuerte.
Soledad se quedó helada.
—Eso es una condena.
—O una oportunidad.
El hospital volvió a crujir.
Luces apagándose.
Puertas cerrándose.
Lucía apareció una vez más.
Débil. Temblorosa.
—Yo no puedo más —susurró—. Necesito que uno de ustedes se quede... para que los demás... puedan salir.
El silencio fue absoluto.
Y sin dudar, Soledad dio un paso al frente.
—Yo me quedaré.
Elías intentó detenerla.
—¡No! ¡Debes salir! ¡Tú... tú tienes una vida!
—Y tú también. Pero la mía... ya no es afuera.
Se giró hacia Lucía.
—Solo prométeme que esto valdrá la pena.
Lucía asintió, llorando.
—Harás lo que yo no pude. Cuidarás las puertas. Protegerás las memorias.
El hospital comenzó a desvanecerse.
Morgan se esfumó.
Y Elías... despertó.
Tendido en una cama.
Real.
Solo.
Fuera del hospital.
Pero sabiendo... que Soledad aún seguía ahí.
Sosteniendo los recuerdos de todos.