Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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La Cena de los Malentendidos
El aroma del café recién molido danzaba entre los pliegues de la corbata de Marco, ese aroma que siempre lo acompañaba como una segunda piel profesional. Sus dedos, acostumbrados a ajustar documentos legales con precisión milimétrica, ahora luchaban por conseguir un nudo perfecto que ocultara su creciente nerviosismo.
Cada dos segundos —sí, Julieta lo contaba mentalmente—, Marco giraba sutilmente para lanzarle una mirada que gritaba: "Por favor, no destruyas mi familia".
—Estaré bien —proclamó ella con una sonrisa tan artificial que parecía sacada de un catálogo de maniquíes—. Ve tranquilo al trabajo.
Su sonrisa era un paisaje de promesas incumplibles. Un territorio donde la calma era solo una ilusión óptica, como esos espejismos en el desierto que nunca terminan de aparecer.
Marco la observaba con la misma expresión de un padre dejando a su hijo único en su primer día de campamento de supervivencia. Sus hermanas —Sara con su perfección ejecutiva, Lucía con su obsesión por el control, y Paula con su meticulosidad de ingeniera— no eran exactamente conocidas por su capacidad de tolerancia o comprensión.
—Recuerda —advirtió él, con un tono que mezclaba súplica y advertencia—, nada de improvisaciones. Intenta... ser normal.
Normal. Esa palabra resonó en los oídos de Julieta como una broma macabra. Normal era un concepto tan ajeno para ella como la idea de un armario completamente ordenado o un escritorio sin manchas de café.
Julieta levantó una ceja —su arma secreta de comunicación— con la precisión de un francotirador irónico. Su expresión gritaba más fuerte que cualquier palabra: "Normal" no era su segundo nombre, era prácticamente un idioma extranjero que jamás había logrado traducir.
Si Marco esperaba que ella se comportara como una esposa convencional, estaba pidiendo un milagro más grande que convertir agua en vino. Y Julieta, con su caos creativo y su sonrisa traviesa, era más propensa a convertir una cena familiar en una performance artística que en un encuentro protocolario.
Lo que Marco no sabía —o quizás sí lo presentía con ese escalofrío que le recorría la espalda— era que "ser normal" para Julieta significaba preparar una cena que sería recordada por generaciones, no por su corrección, sino por su absoluta e increíble originalidad.
Y así, entre el aroma del café y la tensión de la despedida, comenzaba la gran aventura de Julieta en territorio familiar Sánchez.
El silencio que siguió a la marcha de Marco era tan denso que podría cortarse con un cuchillo de diseño vanguardista. Sara, con su perfil de ejecutiva implacable, observaba a Julieta como un fiscal examina a un testigo dudoso.
—Bien —comenzó Sara, cruzando los brazos con un movimiento que parecía más una sentencia que un saludo—. Supongo que tendremos tiempo para conocernos mejor.
Julieta, consciente de que cada palabra sería analizada con más precisión que un informe financiero, decidió contraatacar con su mejor arma: la honestidad descarada.
—Sabes —soltó de repente—, también sé cocinar.
El comentario cayó entre ellas como una bomba en medio de un té de la tarde. Sara arqueó una ceja con tal precisión que parecía haber entrenado ese movimiento frente al espejo durante años.
—¿Tú? ¿Cocinar? —La duda en su voz era tan palpable que casi podía tocarse.
Julieta se irguió, con la determinación de un general antes de una batalla. No era una simple afirmación, era un desafío culinario.
—Por supuesto —respondió—. Cocino tan bien como diseño.
Sara soltó una risa que sonaba más a una tos reprimida. Un sonido que decía "te estoy dejando hablar, pero no te creo ni una palabra".
—Está bien —declaró finalmente—. Demúestralo.
Con un movimiento de muñeca, Sara llamó a la cocinera y a la sirvienta, que aparecieron como dos soldados listos para recibir órdenes.
—Hoy, Julieta se encargará de la cena —anunció.
La cocinera, Mercedes, una mujer de unos cincuenta años con más experiencia que un libro de historia, abrió los ojos como platos. La sirvienta, Soraya, tragó saliva discretamente.
—Señorita Sara —susurró Mercedes entre dientes—, ¿está segura?
Sara no respondió. Su silencio era más elocuente que mil palabras.
Mientras las dos mujeres se retiraban, podía escucharse un murmullo casi imperceptible:
—Que Dios nos perdone —musitó Soraya.
—Y nos proteja —completó Mercedes.
Julieta, entretanto, se perdió en un recuerdo que la transportó años atrás. Tenía veinte años, trabajando como diseñadora junior en una agencia publicitaria donde nadie creía en su potencial.
Don Francisco, su jefe actual, la miraba entonces con el mismo desprecio con que la miraría su suegra.
"Tus diseños son demasiado caóticos, Julieta", le decían. "Necesitas estructura".
Pero ella sabía que su caos contenía una metodología única. Cada trazo, cada color representaba una historia. Como un pintor que no sigue reglas, sino intuiciones. Sus diseños eran lienzos donde el desorden era la firma de su genialidad.
Y hoy, en la cocina de doña Berta, con Sara observándola como un juez supremo, estaba decidida a demostrar que su creatividad no era un defecto, sino su mayor virtud.
No solo demostraría que sabía cocinar, sino que convertiría la cena en una experiencia culinaria tan única que nadie podría olvidarla jamás.
La batalla culinaria estaba a punto de comenzar. Y Julieta, con su sonrisa traviesa, era la general de este ejército de sabores revolucionarios.
La cocina de doña Berta era más que una simple habitación. Era un santuario culinario donde cada azulejo blanco relataba una historia de orden meticuloso, donde los utensilios de cobre reflejaban la luz como espejos de un museo y la estufa antigua parecía haber sido esculpida por las manos de un artista obsesionado con la simetría perfecta.
Y entonces estaba Julieta.
Con su delantal de lunares chillones y un moño que desafiaba todas las leyes de la gravedad capilar, representaba el caos más absoluto en aquel reino de la pulcritud. Sus manos, más acostumbradas a manejar pinceles que sartenes, temblaban ligeramente mientras miraba con una mezcla de desafío y pánico los ingredientes esparcidos sobre la encimera de mármol.
Un ping electrónico interrumpió su momento de concentración. Don Francisco, su jefe de la agencia publicitaria, aparecía como un recordatorio digital de sus responsabilidades.
"Julieta, necesito los bocetos para la campaña de Luxor antes de las 6. ¡Espero originalidad!" sonó el mensaje.
Julieta suspiró. Entre crear una campaña publicitaria revolucionaria y no incendiar la cocina de su suegra, definitivamente lo segundo parecía un desafío mayor.
En ese momento, la puerta principal se abrió con estrépito. Lucía y Paula, las otras hermanas de Marco, irrumpieron en la casa con la energía característica de los Sánchez. Sus risas se cortaron en seco cuando vieron a Julieta junto a la estufa, sosteniendo un cuchillo como si fuera un objeto alienígena.
—¿Ella... va a cocinar? —preguntó Lucía con una mezcla de asombro y terror.
Paula no pudo contener una carcajada nerviosa.
—Esto promete ser interesante —murmuró.
En el pasadizo de la cocina, Soraya y Mercedes, la empleada y la cocinera de toda la vida, se miraron con una complicidad que gritaba pánico. Tomadas de la mano, como si estuvieran a punto de presenciar un desastre inminente, sus ojos no podían despegarse de Julieta.
—Dios nos agarre confesados —murmuró Mercedes entre dientes.
Julieta, ajena al drama que se desarrollaba a su alrededor, tomó el primer ingrediente. Lo único que separaba a la familia de una cena épica... o de pedir pizza.