¿Alguna vez han pensado en los horrores que se esconden en la noche, esa noche oscura y silenciosa que puede infundir terror en cualquier ser vivo? Nadie había imaginado que existían ojos capaces de ver lo que los demás no podían, ojos pertenecientes a personas que eran consideradas completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que esos "dementes" estaban más cuerdos que cualquiera.
Los demonios eran reales. Todas esas voces, sombras, risas y toques en su cuerpo eran auténticos, provenientes del inframundo, un lugar oscuro y siniestro donde las almas pagaban por sus pecados. Esos demonios estaban sueltos, acechando a la humanidad. Sin embargo, existía un grupo de seres vivos—no todos podrían ser catalogados como humanos—que dedicaban su vida a cazar a estos demonios y proteger las almas de los inocentes.
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CAPITULO CATORCE
Ivelle miró a su hermano partir con una mezcla de tristeza y resignación en su mirada. La silueta de su hermano se desvanecía en la distancia, envuelta en las sombras de la noche. Ella suspiró profundamente, un suspiro que parecía surgir desde lo más hondo de su ser, antes de tomar un camino diferente al de él. Cada paso que daba, parecía pesarle más que el anterior, como si el suelo mismo quisiera retenerla. Las lágrimas seguían cayendo con una intensidad abrumadora, como una lluvia torrencial en medio de una tormenta. Eran tantas y tan constantes que parecía que podrían llenar un estanque entero, haciendo que sus preciosos ojos violetas se nublaran y dificultaran su visión. A su alrededor, los pájaros nocturnos cantaban canciones melancólicas, sus trinos resonando en el aire frío y cortante. El viento de la noche golpeaba todo con una fuerza profunda y gélida, como si quisiera arrancar los últimos vestigios de calor y esperanza de la atmósfera. El cielo estaba oscuro, cubierto por un manto de nubes que solo permitían que la luz de la luna llena se filtrara tímidamente. La luna, con su pálido resplandor, parecía comprender los sentimientos de la joven, iluminando su camino con una luz suave y consoladora.
"¿De verdad mis padres han muerto?" pensaba Ivelle, con incredulidad y desconsuelo. Todo había sucedido tan de repente, como un rayo que cae sin aviso en un día despejado. En su mente, nada tenía sentido. No podía comprender cómo habían muerto, mucho menos aceptar la idea de que hubieran sido asesinados. Sus padres no tenían enemigos conocidos y la zona en la que vivían era tranquila, libre de animales salvajes que pudieran haberles hecho daño. La confusión y el dolor se mezclaban en su corazón, dejándola perdida en un mar de incertidumbre y tristeza.
Mientras caminaba, las preguntas seguían asaltando su mente. ¿Cómo podían estar muertos? ¿Por qué había sucedido algo tan terrible sin ninguna advertencia? Cada paso que daba, le parecía más difícil que el anterior, como si el peso de la pérdida la estuviera aplastando lentamente. Ivelle no podía evitar sentirse atrapada en un sueño lúgubre del cual no podía despertar, un laberinto de dolor y desesperanza del que no encontraba salida. La noche avanzaba lentamente, y con cada minuto que pasaba, la sensación de irrealidad se intensificaba. ¿Qué haría ahora, sin sus padres? ¿Cómo enfrentaría el futuro sin su guía y protección? Las respuestas se le escapaban, desvaneciéndose en la oscuridad como sombras fugitivas, dejándola sola con su pena y sus lágrimas.
Pensaba en cómo le harían falta sus padres, cómo extrañaría ver a su madre cada mañana al despertar, llamándola a desayunar con esa voz dulce y cálida que siempre le daba un motivo para sonreír. Recordaba con nostalgia los momentos compartidos, las risas y las conversaciones. Extrañaría también a su padre, a pesar de que en los últimos tiempos se había convertido, a sus ojos, en una figura lejana y difícil. Aunque su relación se había deteriorado, él seguía ocupando un lugar especial en su corazón, lleno de recuerdos de tiempos más felices.
Ivelle se recostó contra un árbol cercano, dejándose caer al suelo mientras sus piernas pataleaban con frustración y tristeza. No quería aceptar la cruda realidad de su presente, no quería enfrentarse a los dolorosos recuerdos de cómo los había encontrado, esa imagen terrible que se había grabado en su mente y que cada vez que cerraba los ojos, volvía a aparecer. Quería rechazar la idea de que todo aquello era verdad, que sus padres ya no estaban y que ahora solo tenía a sus hermanos para hacerle compañía en este nuevo y sombrío capítulo de su vida.
El frío de la noche se colaba por cada rincón, intensificando la sensación de soledad y desamparo que la embargaba. Los sonidos del bosque a su alrededor, que en otras circunstancias habrían sido reconfortantes, ahora solo le recordaban la ausencia de los seres que más amaba. Se abrazó a sí misma, tratando de encontrar un poco de consuelo en el calor de su propio cuerpo, pero la desolación que sentía era demasiado profunda para ser mitigada por algo tan simple. Ivelle no quería recordar cómo había encontrado a sus padres, esa visión horrorosa que parecía una pesadilla demasiado real. Las imágenes seguían acechándola, las caras pálidas y sin vida de sus progenitores, el silencio sepulcral que había llenado la casa. No quería pensar que todo eso era verdad, pero la realidad era ineludible y cruel.
—¿Por qué, por qué? —sollozó Ivelle, su voz quebrada resonando en la noche vacía. Las lágrimas continuaban cayendo, cada gota una mezcla de tristeza, rabia y desesperación. Sus manos temblaban y su corazón latía con una fuerza dolorosa, como si intentara escapar de su pecho. Se llevó las manos a la cara, tratando de sofocar el llanto, pero las emociones eran demasiado intensas para ser contenidas—. Ellos no pueden estar muertos. Ellos no lo están… Todo es una mentira, por favor, que sea solo una mentira.
Levantó la mirada al cielo, donde la luna llena brillaba con una luz fría y distante. Su pálido resplandor parecía indiferente a su sufrimiento, y eso solo incrementó su frustración y su dolor.
—Ellos me prometieron que no me dejarían —continuó, su voz temblando de angustia—. ¿Por qué no los ayudaste a cumplir esa promesa? ¿Por qué, Luna, por qué dejaste que alguien los matara de esa forma?
La luz de la luna iluminaba su rostro bañado en lágrimas, haciéndola parecer aún más frágil y desamparada. Sentía que la noche la envolvía, y la inmensidad del cielo le recordaba cuán pequeña e indefensa era ante el destino cruel que había caído sobre su familia.
—¿Por qué me abandonaron? —susurró, su voz apenas audible. Cada palabra era un eco de su dolor, una súplica desesperada por respuestas que sabía que nunca llegarían. Las sombras danzaban a su alrededor, y el viento frío le acariciaba el rostro, llevándose consigo sus lágrimas en una caricia gélida.
La luna permanecía inmutable, su luz blanca y serena no ofrecía consuelo ni respuestas. Ivelle sintió una profunda desesperación, una sensación de abandono que la envolvía como una manta de tristeza. Se sentó al pie del árbol, abrazando sus rodillas y dejando que su cabeza descansara sobre ellas. El peso de la pérdida la aplastaba, y en ese momento, el mundo le parecía un lugar inmensamente vacío y cruel. Cerró los ojos, intentando encontrar algún resquicio de paz en sus recuerdos felices, pero la sombra de la tragedia era demasiado grande para ser ignorada.
Ella continuó caminando, sin rumbo fijo, con la mirada perdida y el corazón apesadumbrado. Con cada paso que daba, la luna se iba escondiendo, cediendo su lugar al sol. Cuando finalmente el sol emergió en el horizonte, iluminando todo con un gran resplandor, para Ivelle, todo seguía sumido en la oscuridad de su tristeza. Después de caminar durante horas, llegó a un pueblo llamado Verina, que se encontraba a unas cinco horas del lugar donde vivía. Era un lugar desconocido para ella, completamente extraño, y lo observó con ojos llenos de confusión y desconcierto. Parecía un pueblo donde la calidez no tenía cabida, puesto que todo estaba teñido de colores oscuros y neutros, un contraste absoluto con lo que ella estaba acostumbrada.
Las calles de Verina eran estrechas y empedradas, bordeadas de casas de piedra con techos de pizarra que le daban un aire antiguo y melancólico. Los pocos árboles que había parecían haber perdido su vitalidad, sus hojas eran de un verde apagado y sus ramas se estiraban hacia el cielo como si imploraran por la luz del sol. Ivelle siguió caminando, limpiando sus lágrimas con el dorso de la mano, sintiéndose una extraña en un lugar que parecía reflejar su propio estado de ánimo. Se preguntaba cómo había llegado a ese lugar, qué la había impulsado a caminar tanto sin una dirección clara. Las personas que se cruzaban en su camino tenían rostros serios y pálidos, como si la felicidad y la calidez fueran conceptos ajenos a ellos. Sus miradas eran frías, vacías, y parecían atravesarla sin realmente verla.
—¿Dónde estoy? —se preguntó en voz baja, mirando a su alrededor con una mezcla de temor y desesperanza. Cada rincón del pueblo le parecía hostil y sombrío, y la sensación de estar completamente sola se hacía más aguda con cada paso.
Finalmente, llegó a la plaza central del pueblo, un espacio amplio pero desolado, con una fuente en el centro que parecía haber estado seca durante años. Se sentó en el borde de la fuente, dejando que el cansancio y la tristeza la invadieran por completo. Cerró los ojos por un momento, tratando de encontrar algo de consuelo en el ritmo constante de su respiración.
—¿Qué voy a hacer ahora? —susurró, sin esperar una respuesta. La incertidumbre del futuro la asustaba, y el dolor de la pérdida seguía siendo tan agudo como cuando había partido. Verina, con su frialdad y su oscuridad, parecía un reflejo de su propio estado interior, un lugar donde la esperanza era difícil de encontrar.
—¿Qué hace una doroteense en este lugar? —escuchó Ivelle detrás de ella. Giró rápidamente su rostro y se encontró con una chica de cabello negro y corto, vestida con un largo vestido en capas de color gris. La mirada de la desconocida estaba llena de tristeza y frialdad, lo que hizo que Ivelle se estremeciera.
—No es un lugar para personas como tú —continuó la chica, con voz monótona y distante—. Aunque aquí las personas no son malas, no aceptan a extraños.
Ivelle sintió un escalofrío recorrer su espalda. La frialdad en la voz de la chica, combinada con la atmósfera lúgubre del pueblo, aumentaba su sensación de estar fuera de lugar.
—Yo... —Ivelle vaciló, sin saber cómo explicar su presencia—. No sabía a dónde ir. Solo... seguí caminando.
La chica la miró con una mezcla de comprensión y resignación.
—Eso suele pasar —dijo, sus ojos tristes reflejando una empatía inesperada—. Verina es un lugar que atrae a los perdidos. Pero debes saber que no todos aquí son amigables con los forasteros. Deberías tener cuidado.
—Gracias por decírmelo —murmuró Ivelle, intentando ofrecer una sonrisa que no llegó a sus ojos.
La chica de cabello negro la observó por un momento más, como si estuviera sopesando algo, antes de hablar de nuevo.
—Mi nombre es Elara —dijo finalmente—. Si necesitas ayuda, estaré cerca. Pero recuerda, no confíes demasiado en nadie. Este lugar tiene sus propios secretos.
Con esas palabras, Elara se giró y se alejó, dejándola sola una vez más en la plaza desolada. Ivelle observó cómo su figura se desvanecía en la penumbra de las calles estrechas, sintiéndose agradecida pero también más inquieta que antes. Se quedó un momento más en el borde de la fuente, contemplando lo que Elara le había dicho. El aviso de tener cuidado resonaba en su mente mientras se levantaba y decidía explorar un poco más del pueblo, con la esperanza de encontrar algún indicio de hospitalidad en ese lugar oscuro y desconocido.
Se levantó cuando notó que algunas personas que pasaban la miraban como una intrusa. Se sintió incómoda al darse cuenta de que su presencia no era bienvenida. Se miró de arriba abajo, notando su pijama blanca sucia al igual que sus manos. No le importaba. Limpió sus manos en su ropa y optó por seguir caminando. Necesitaba regresar a la academia, el único lugar donde se sentiría como en casa, aunque no lo fuera del todo.
Chasqueó los dedos, pero nada sucedió. Su intento de invocar alguna magia no había funcionado. Miró sus dedos con desesperación mientras seguía chasqueándolos, pero seguía sin resultado. Seguía atrapada en ese lugar.
Desde un rincón, Elara la observaba con los brazos cruzados. Su rostro ojeroso y pálido se movía de un lado al otro mientras seguía viendo a la intrusa. Sabía que ella no debía permanecer ni un momento más en ese lugar, donde las personas no eran precisamente amables. A pesar de lo que había dicho al principio, Elara sabía la verdad: sí, eran malos, muy malos, tan malos que algunos ya se preparaban para lanzar flechas sobre la forastera. Justo cuando Ivelle se dio cuenta del peligro, Elara apareció a su lado y la tomó del brazo con firmeza, arrastrándola hacia un callejón cercano. En el mismo instante en que desaparecían en la sombra del callejón, una lluvia de flechas se estrelló contra el lugar donde Ivelle había estado de pie.
—¡No te quedes aquí más tiempo! —exclamó Elara, sus ojos llenos de urgencia—. Este pueblo no es seguro para ti.
Ivelle, aún conmocionada por el repentino ataque, asintió con la cabeza. Elara la guió rápidamente por el laberinto de callejones oscuros, sus pasos resonando contra las paredes de piedra. Los murmullos amenazantes y las miradas hostiles de los habitantes se desvanecían en la distancia mientras las dos chicas se adentraban más y más en el corazón del pueblo. Finalmente, llegaron a una pequeña casa escondida entre los edificios más grandes. Elara empujó la puerta y la condujo adentro. La casa era sencilla pero acogedora, un refugio en contraste con la frialdad del exterior.
—Puedes quedarte aquí un rato, hasta que se calme la situación —dijo Elara, cerrando la puerta detrás de ellas—. Pero debes marcharte en cuanto sea seguro. No puedo protegerte para siempre.
Ivelle la miró con gratitud y preocupación.
—Gracias, Elara. No sé cómo agradecerte.
—Sobrevive —respondió Elara con seriedad—. Eso será suficiente.
Ivelle se sentó en una silla, intentando calmar su respiración y asimilar lo que había pasado. Sabía que su viaje no había terminado y que aún tenía mucho por lo que luchar. Pero por ahora, estaba a salvo, gracias a la intervención de Elara.
— ¿Quieres algo de tomar?
— No. Solo necesito salir de este lugar.
— Será algo complicado. Puedes hacerlo hasta en la noche, cuando las personas vayan a dormir, pero ahora, sera peligroso que salgas de aquí. Podrían matarte.
—Dijiste que no eran malos —dijo Ivelle, tratando de recuperar el aliento mientras miraba a Elara con ojos llenos de confusión y reproche.
Elara suspiró, su mirada se suavizó un poco, aunque todavía mantenía un aire de seriedad.
—No lo son. Tal vez para ti sean personas malas ya que te criaste en otro lugar, donde las cosas que nosotros consideramos buenas son malas y donde lo que nosotros consideramos malo, es bueno.
Ivelle frunció el ceño, tratando de comprender las palabras de Elara.
—¿Entonces qué es lo que ustedes consideran bueno aquí? —preguntó con cautela.
Elara se sentó frente a ella, cruzando los brazos sobre la mesa de madera desgastada.
—Aquí, valoramos la protección y la seguridad por encima de todo. Cualquier amenaza externa es vista con desconfianza y eliminada si es necesario. No podemos permitirnos el lujo de ser complacientes. Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar para mantener la paz y el orden en Verina.
Ivelle asintió lentamente, aunque aún luchaba por reconciliar esa explicación con el intento de ataque que acababa de sufrir.
—Pero... ¿atacarme con flechas? Eso no parece ni seguro ni justo.
Elara negó con la cabeza.
—Lo que viste fue un acto de defensa, una reacción a la presencia de un extraño en nuestro territorio. No estamos acostumbrados a los forasteros, y muchos aquí han sufrido a manos de extraños antes. Tu presencia encendió esos miedos y respuestas automáticas.
Ivelle comprendió que aunque la lógica de Verina era difícil de aceptar para ella, para los habitantes de ese pueblo, su manera de vivir y protegerse tenía sentido. Aun así, no podía evitar sentir una mezcla de indignación y tristeza.
—Entonces, ¿qué debo hacer para no ser vista como una amenaza? —preguntó, buscando una forma de coexistir temporalmente en ese lugar.
—Debes ser invisible, moverte con discreción y evitar llamar la atención —respondió Elara—. Te ayudaré mientras pueda, pero debes entender que mi ayuda tiene límites. La mejor manera de mantenerte a salvo es dejar este pueblo lo antes posible.
—Gracias, Elara. Haré lo que pueda para no causar más problemas —dijo Ivelle, su voz firme aunque todavía cargada de incertidumbre.
Elara esbozó una pequeña sonrisa, un gesto de comprensión y apoyo.
—Eso es lo mejor. Ahora descansa un poco. Te ayudaré a encontrar una ruta segura fuera de Verina cuando sea el momento adecuado.