Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 13: Conclave Tenebris
Narrado desde la perspectiva de los Eternos
El Salón de Piedra no tenía puertas.
Los que lo construyeron no necesitaron muros ni llaves. El lugar existía más allá del espacio tangible, sostenido por el recuerdo de un juramento hecho en la sangre del mundo.
Allí el tiempo no fluía. Se detenía. Se contenía, como un aliento antes del grito.
Cinco figuras se reunieron esa noche. Ninguna se había citado. Y, sin embargo, todos sabían que era el momento. Lo sintieron en el temblor sutil de las raíces del bosque, en el color del cielo al anochecer, en el murmullo de las piedras antiguas.
Los Eternos.
Los guardianes del Pacto.
Los sobrevivientes de lo imposible.
Cada uno tomó su sitio alrededor de la mesa circular de obsidiana. El fuego flotaba en el aire, suspendido en esferas silentes que no emitían calor. Solo luz… y juicio.
Primero habló Émilienne D’Arval, la Eterna de la Niebla. Su vestido largo parecía fundirse con la sombra, y sus ojos, sin pupilas, reflejaban imágenes de lo que aún no había ocurrido.
—Ha comenzado.
Ravel, el Eterno de las Bestias, bufó con desdén. Su cuerpo era tosco, fuerte, como un roble tallado por los siglos. Llevaba cicatrices en la cara, recuerdos vivos de un tiempo en que la violencia aún era necesaria.
—Lo dijiste la última vez que apareció un mortal con sueños extraños. Lo dijiste con Élise. Con otros antes de ella.
Émilienne no parpadeó.
—Pero ellos no llevaban el Fragmento.
Théodore entró entonces.
La sala lo reconoció. No con sonido, sino con una presión leve, como si el aire mismo se inclinara ante su paso.
No se sentó.
—Ella lo tocó —dijo—. No fue guiada. No fue empujada. Lo encontró sola.
Un murmullo surgió de entre las piedras. Los susurros de quienes habían sellado el primer pacto. Un eco que aún vivía en la arquitectura misma.
Lysandra, la Eterna del Velo, se inclinó hacia adelante. Siempre vestía de gris, siempre con un velo de encaje sobre los ojos. Nadie sabía si aún podía ver… o si su visión era tan profunda que no necesitaba los ojos.
—¿Qué más viste?
—Tuvo una visión —dijo Théodore—. Una mujer con su rostro. Un símbolo que no aparece en ninguno de los libros. Pronunció una frase en la Lengua Perdida.
Ravel maldijo por lo bajo.
—Esa lengua está prohibida. Su pronunciación rompe las protecciones antiguas.
—La pronunciación fue instintiva. Natural —añadió Théodore—. Como si no la aprendiera… sino que la recordara.
Émilienne se irguió.
—Entonces lo es.
—¿Lo qué? —gruñó Ravel.
—La Semilla del Cuarto. El fragmento del Eterno caído.
Hubo un silencio tenso. Y entonces habló Érion, el más antiguo, el que no tenía título, el Fundador.
No lo habían sentido entrar. Su presencia era como la de un pensamiento muy antiguo: uno que uno cree olvidado hasta que se presenta sin permiso.
Su voz fue un murmullo que parecía brotar desde las paredes mismas.
—El Pacto se está deshilando. Si la espiral ha despertado, no hay retorno. El equilibrio entre linajes se romperá.
—¿Quieres destruirla? —preguntó Théodore, con tono contenido.
Érion lo miró, y por un momento, hubo un resplandor azul en sus ojos, un brillo que hablaba de guerras bajo la tierra y de días donde la luna sangraba en el cielo.
—Quiero que comprendas el peso de tu elección.
—Yo la protegeré.
—¿Aunque eso signifique alzarte contra nosotros?
Théodore sostuvo la mirada de todos. Nadie habló. Porque sabían que no era amenaza. Era juramento.
Entonces Lysandra se levantó.
Del centro de la mesa, emergió una imagen: el símbolo espiral del Cuarto.
Lo que no debía existir.
—Ella está marcada —dijo Lysandra—. Su vida y la nuestra están unidas ahora. Si cae… algo más caerá con ella.
Émilienne habló con solemnidad.
—Pero si asciende…
—…podría destruirnos a todos —concluyó Ravel.
Érion asintió.
—Entonces será ella… o el Pacto.
Y las sombras vibraron en acuerdo.
¿Te gustaría que desarrolle ahora la segunda parte de este capítulo, mostrando una discusión más profunda sobre la historia del Cuarto Eterno, el simbolismo de la espiral y lo que realmente significó su caída o exilio del pacto original? Esto nos permitirá expandir la mitología de fondo antes de regresar a Annabelle.
El Salón de Piedra no tenía puertas.
Los que lo construyeron no necesitaron muros ni llaves. El lugar existía más allá del espacio tangible, sostenido por el recuerdo de un juramento hecho en la sangre del mundo.
Allí el tiempo no fluía. Se detenía. Se contenía, como un aliento antes del grito.
Cinco figuras se reunieron esa noche. Ninguna se había citado. Y, sin embargo, todos sabían que era el momento. Lo sintieron en el temblor sutil de las raíces del bosque, en el color del cielo al anochecer, en el murmullo de las piedras antiguas.
Los Eternos.
Los guardianes del Pacto.
Los sobrevivientes de lo imposible.
Cada uno tomó su sitio alrededor de la mesa circular de obsidiana. El fuego flotaba en el aire, suspendido en esferas silentes que no emitían calor. Solo luz… y juicio.
Primero habló Émilienne D’Arval, la Eterna de la Niebla. Su vestido largo parecía fundirse con la sombra, y sus ojos, sin pupilas, reflejaban imágenes de lo que aún no había ocurrido.
—Ha comenzado.
Ravel, el Eterno de las Bestias, bufó con desdén. Su cuerpo era tosco, fuerte, como un roble tallado por los siglos. Llevaba cicatrices en la cara, recuerdos vivos de un tiempo en que la violencia aún era necesaria.
—Lo dijiste la última vez que apareció un mortal con sueños extraños. Lo dijiste con Élise. Con otros antes de ella.
Émilienne no parpadeó.
—Pero ellos no llevaban el Fragmento.
Théodore entró entonces.
La sala lo reconoció. No con sonido, sino con una presión leve, como si el aire mismo se inclinara ante su paso.
No se sentó.
—Ella lo tocó —dijo—. No fue guiada. No fue empujada. Lo encontró sola.
Un murmullo surgió de entre las piedras. Los susurros de quienes habían sellado el primer pacto. Un eco que aún vivía en la arquitectura misma.
Lysandra, la Eterna del Velo, se inclinó hacia adelante. Siempre vestía de gris, siempre con un velo de encaje sobre los ojos. Nadie sabía si aún podía ver… o si su visión era tan profunda que no necesitaba los ojos.
—¿Qué más viste?
—Tuvo una visión —dijo Théodore—. Una mujer con su rostro. Un símbolo que no aparece en ninguno de los libros. Pronunció una frase en la Lengua Perdida.
Ravel maldijo por lo bajo.
—Esa lengua está prohibida. Su pronunciación rompe las protecciones antiguas.
—La pronunciación fue instintiva. Natural —añadió Théodore—. Como si no la aprendiera… sino que la recordara.
Émilienne se irguió.
—Entonces lo es.
—¿Lo qué? —gruñó Ravel.
—La Semilla del Cuarto. El fragmento del Eterno caído.
Hubo un silencio tenso. Y entonces habló Érion, el más antiguo, el que no tenía título, el Fundador.
No lo habían sentido entrar. Su presencia era como la de un pensamiento muy antiguo: uno que uno cree olvidado hasta que se presenta sin permiso.
Su voz fue un murmullo que parecía brotar desde las paredes mismas.
—El Pacto se está deshilando. Si la espiral ha despertado, no hay retorno. El equilibrio entre linajes se romperá.
—¿Quieres destruirla? —preguntó Théodore, con tono contenido.
Érion lo miró, y por un momento, hubo un resplandor azul en sus ojos, un brillo que hablaba de guerras bajo la tierra y de días donde la luna sangraba en el cielo.
—Quiero que comprendas el peso de tu elección.
—Yo la protegeré.
—¿Aunque eso signifique alzarte contra nosotros?
Théodore sostuvo la mirada de todos. Nadie habló. Porque sabían que no era amenaza. Era juramento.
Entonces Lysandra se levantó.
Del centro de la mesa, emergió una imagen: el símbolo espiral del Cuarto.
Lo que no debía existir.
—Ella está marcada —dijo Lysandra—. Su vida y la nuestra están unidas ahora. Si cae… algo más caerá con ella.
Émilienne habló con solemnidad.
—Pero si asciende…
—…podría destruirnos a todos —concluyó Ravel.
Érion asintió.
—Entonces será ella… o el Pacto.
Y las sombras vibraron en acuerdo.
—¿Volveremos a hablar de él? —preguntó Ravel, mientras una sombra más profunda que el resto se filtraba desde los muros hacia el centro de la sala.
—Nunca dejamos de hacerlo —respondió Émilienne—. Solo que ahora no tenemos elección.
La espiral seguía girando sobre la mesa de obsidiana. No era una imagen proyectada ni un grabado. Era un recuerdo condensado, una huella arcana impresa en la piedra desde antes de que la historia fuera escrita.
El símbolo del Cuarto.
La espiral invertida.
—Éramos cinco —dijo Érion, sin mirar a nadie.
Todos se volvieron hacia él, incluso Ravel, que nunca había inclinado la cabeza.
—Cinco voces, cinco linajes, cinco custodios del equilibrio. Cuando firmamos el Pacto, creamos un equilibrio entre la sangre, la memoria, la niebla, la bestia y el velo. Pero hubo un sexto.
—El Cuarto —dijo Lysandra—. El que fue borrado.
Émilienne asintió.
—No fue borrado. Se borró a sí mismo. Cayó.
—¿Por qué? —preguntó Théodore.
Érion caminó lentamente alrededor del círculo.
—Porque buscó algo más allá del pacto. Un poder más antiguo que nuestras reglas. Una esencia que no respondía a la sangre ni a la muerte, sino al eco… al abismo.
—¿Y lo encontró? —dijo Ravel, entre dientes.
—Sí. Pero no pudo controlarlo. Y ese poder lo deshizo. Lo convirtió en otra cosa.
Lysandra completó:
—En Fragmento.
La palabra flotó como una maldición.
—¿Y ahora está en ella? —preguntó Théodore.
—No —dijo Émilienne—. Está despertando en ella. Lo que él fue… lo que dejó detrás… está buscando una forma de regresar. Y lo ha encontrado en su sangre.
Ravel golpeó la mesa con el puño.
—Esto es una traición al pacto.
—¿Una traición… o una continuación? —interrumpió Lysandra—. ¿Y si él dejó ese fragmento para que despertara cuando el mundo estuviera listo?
—¿O cuando estuviera más débil? —gruñó Ravel.
Érion alzó una mano. Silencio.
—Escúchenme, todos. Porque esta será la única vez que lo diga en voz alta: él no fue destruido.
Théodore frunció el ceño.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no pudimos matarlo. Solo… dividirlo. Sellarlo. Y sellar su nombre con él.
—Entonces… ¿ese poder puede regresar?
Érion asintió.
—Y si ella lo libera por completo, no sabremos si será nuestro fin… o nuestro principio.
Théodore se acercó a la espiral. La observó girar en sentido inverso, como si el tiempo mismo se contrajera.
—¿Ella tiene elección?
Lysandra respondió:
—La elección es lo único que él no pudo sellar.
Ravel se levantó, iracundo.
—¿Y vamos a confiar en el juicio de una adolescente mortal con el legado de un traidor en las venas?
Théodore no parpadeó.
—Ya lo hicimos antes. Con Élise. Con Lyra. Con tantos otros. No por confianza. Sino porque no teníamos otra opción.
—¿Y qué propone el Eterno del Recuerdo? —preguntó Émilienne, con voz pausada.
Théodore tocó la mesa. La espiral se detuvo.
—Que esperemos. Y observemos. Porque si tratamos de doblegarla… la perderemos.
Y en el centro de la sala, por un instante, la espiral latió como un corazón.
Érion habló al fin:
—Entonces queda sellado. Si cruza el umbral, si pronuncia el nombre perdido, si invoca lo que duerme…
Todos completaron:
—…será ella o nosotros.
Y la sala se apagó.
No con oscuridad, sino con un silencio tan absoluto que hasta los recuerdos se replegaron.
Perfecto. A continuación, te presento la Tercera Parte del Capítulo XII: Conclave Tenebris. Este segmento es un flashback desde la perspectiva colectiva de los Eternos, una visión compartida, casi onírica, del momento en que el Cuarto Eterno quebrantó el pacto. El tono se mantendrá solemne, oscuro y poético, evocando la atmósfera ancestral que define a los Eternos.
No era un recuerdo.
Era un eco atrapado en la piedra.
Una resonancia que, al despertar la espiral, se filtraba desde la obsidiana hacia sus pensamientos. Una visión que ninguno buscó y que, sin embargo, todos compartieron al mismo tiempo.
Los Eternos cayeron en el trance silencioso de la memoria viva. Y la noche antigua los envolvió.
El Cuarto no tenía nombre.
Había renunciado a él cuando cruzó los umbrales prohibidos, cuando los sellos del Pacto fueron aún jóvenes y frágiles. En aquel tiempo, su rostro era más bello que la luna y más cruel que el invierno.
Su poder no provenía solo de la sangre, ni de la niebla, ni del tiempo. Provenía del vacío entre los latidos. De esa grieta imperceptible donde lo que no debía ser… es.
Y fue ahí donde descendió.
No por hambre.
No por rebelión.
Sino por curiosidad.
Lo vieron ante el umbral sellado, los ojos fijos en la oscuridad que respiraba como un pozo sin fondo.
Érion lo llamó por última vez.
—Hermano. No lo hagas.
Pero él sonrió.
—¿Y si hay algo más?
Llevaba una esfera de obsidiana en la mano: un fragmento arrancado de la piedra madre, la misma que ahora giraba ante ellos en el presente. La sostenía como un corazón robado al tiempo.
Y cuando pronunció las palabras que abrían el sello —palabras que jamás debieron existir—, la noche rugió sin sonido.
Y el Pacto… se quebró.
Lo que surgió no fue una criatura.
Ni sombra.
Ni llama.
Fue una presencia. Sin forma. Sin centro. Que se aferró a él como un parásito y lo devoró desde dentro, sin matarlo, sin liberar su alma.
Lo deformó.
Lo distorsionó.
Y el Cuarto se convirtió en lo que no tenía nombre. En lo que las ruinas temen. En lo que duerme en los cimientos del mundo.
—¿Qué hicimos? —dijo Émilienne en el recuerdo.
—Lo encerramos —respondió Lysandra—. Fragmentamos su esencia y lo dispersamos.
—Pero no lo destruimos —completó Érion—. No pudimos.
Y antes de sellar la prisión, el Cuarto —o lo que quedaba de él— dijo algo. Solo una vez. Una frase que aún retumbaba siglos después.
—“El fuego necesita forma para arder.”
Y luego, silencio.
El recuerdo se desvaneció.
La visión terminó.
En la sala del presente, los Eternos abrieron los ojos, uno a uno. Ninguno habló. Ninguno lloró. Pero en sus miradas ardía el mismo miedo silencioso.
Théodore fue el primero en romper el silencio:
—¿Y si ella es la forma?
______________________________________
Anabelle
La piedra estaba fría bajo su espalda.
Annabelle apenas recordaba cómo había caído al suelo. Sus labios aún temblaban por la frase que había escapado sin permiso, esa lengua antigua que no conocía y que, sin embargo, había hablado con la claridad de un juramento grabado en su médula.
La espiral en el centro de la sala ya no giraba. Latía.
Como un segundo corazón. Como si su pulso hubiera quedado atrapado ahí dentro.
—Annabelle…
Una voz llegó a través del umbral: quebrada, lejana. Théodore.
Ella quiso contestar, pero el aire le costaba. Sentía la garganta cargada de ceniza. Y en su pecho, una presión constante, como si una llama invisible se hubiera encendido bajo su piel.
El fuego necesita forma para arder.
La frase —¿la había imaginado? ¿la había recordado?— no la abandonaba. Como si no solo la hubiese pronunciado, sino también comprendido.
Algo en ella se había abierto.
Algo en ella no estaba sola.
—No la toques aún —dijo la mentora, al entrar detrás de Théodore.
Él se detuvo al instante. No por miedo. Por obediencia.
La mentora observó el cuerpo de Annabelle como si estuviera viendo una ruina recién desenterrada. No con compasión, sino con una mezcla amarga de respeto y terror.
—Está comenzando —murmuró.
—¿Qué? —preguntó Théodore, con la voz rota.
—La fractura.
Annabelle abrió los ojos.
Todo se había vuelto más lento. O tal vez más agudo. Veía los detalles de la piedra bajo sus dedos, las vetas oscuras que serpenteaban como venas muertas. Podía escuchar el eco del pensamiento de Théodore, su respiración contenida, el leve crujido de su ropa al tensarse por el temor.
—No… me toquen —logró decir.
Su voz era más grave de lo habitual. Más resonante. Como si otra capa —una sombra— hablara junto con ella.
La mentora se inclinó, sin tocarla.
—¿Sabes lo que has dicho, niña?
Annabelle negó lentamente con la cabeza.
—No… pero lo he visto.
—¿Qué viste?
Ella parpadeó.
Y entonces lo recordó.
Un rostro sin rostro.
Un abismo que respiraba.
Una torre de huesos en espiral, ardiendo sin fuego.
Y un nombre que no era nombre, sino una ausencia.
El Cuarto.
La presencia.
El fragmento.
—No estoy sola —dijo.
Y su voz no tembló.
—No —respondió la mentora—. Nunca lo estuviste.
Théodore se adelantó.
—¿Qué vamos a hacer?
La mentora volvió la mirada hacia la espiral.
—Nada. Por ahora.
—¿Nada?
—La prueba no era solo suya. Era nuestra. Y ahora, como los antiguos pactos, todo dependerá de lo que ella elija hacer con ese fragmento.
Se giró hacia Annabelle.
—Tienes algo dentro que duerme y recuerda. Y ahora tú también recuerdas. Cuida lo que despiertes, Annabelle. Porque algunos fuegos… no pueden apagarse.
Y mientras el eco del conjuro olvidado aún vibraba en los muros del Salón del Conclave, Annabelle se sentó lentamente, con el pecho ardiendo y las manos temblorosas.
Por primera vez, no sentía miedo.
Sentía hambre de saber.
Y muy, muy dentro de ella, algo sonrió.