Los Moretti habían jurado dejar atrás la mafia. Pero una sola heredera bastó para que todo volviera a teñirse de sangre. Rechazada por su familia por ser hija del difunto Arthur Kesington, un psicopata que casi asesina a su madre. Anne Moretti aprendió desde pequeña a sobrevivir con veneno en la lengua y acero en el corazón. A los veinticinco años decide lo impensable: reactivar las rutas de narcotráfico que su abuelo y el resto de la familia enterraron. Con frialdad y estrategia, se convierte en la jefa de la mafia más joven y temida de Europa. Bella y letal, todos la conocen con un mismo nombre: La Serpiente. Al otro lado está Antonella Russo. Rescatada de un infierno en su adolescencia, una heredera marcada por un pasado trágico que oculta bajo una vida de lujos. Sus caminos se cruzan cuando las ambiciones de Anne amenazan con arrastrar al imperio que protege a Antonella. Entre las dos mujeres surge un juego peligroso de poder, desconfianza y obsesión. Entre ellas, Nathaniel Moretti deberá elegir entre la lealtad a su hermana y la atracción hacia una mujer cuya luz podría salvarlo… o condenarlo para siempre.
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Más problemas
...ANTONELLA RUSSO...
Nathaniel me guiaba por el salón como si fuera un guía turístico de lujo. Su mano descansaba en mi espalda baja con la seguridad de quien sabe que tiene derecho a tocar, aunque no lo tenga.
—Ese de allí —me susurró, inclinándose hacia mí— es el director de la Federación. Si sonríes lo suficiente, puede conseguirnos acceso VIP en los próximos eventos.
—¿Nosotros? —arqueé una ceja, divertida—. ¿Ahora soy tu socia?
Él me miró con esa sonrisita de suficiencia.
—En esta gala, todo el que esté a mi lado es mi socio. Así funciona.
Rodé los ojos, pero no dije nada mientras él continuaba su recorrido.
—Ese de allá con el moño ridículo es un patrocinador millonario. Invierte más en champán que en motores, pero… lo necesitamos. —Hizo una pausa, mirándome de reojo—. Y ese grupo del centro son dueños de varios circuitos europeos. Deberías ir recordando sus caras.
Yo asentí, fingiendo interés mientras escaneaba el grupo que él señalaba.
—Yo sé que estás gala no son para divertirse, sino para firmar contratos con sonrisas y champaña.
Nathaniel asintió con naturalidad.
—Exacto. En este mundo se viene a hacer negocios, Antonella. No puedes sobrevivir si no aprendes el juego. Tu lo debes saber desde pequeña, al fin y al cabo nacimos en cunas de oro.
Sonreí con un dejo de ironía y bajé un poco la cabeza, apenas lo suficiente para que mi voz se escapara como un murmullo que casi no era para él.
—Sí, claro… desde pequeña.
Nathaniel giró la cabeza hacia mí, arqueando una ceja con curiosidad.
—¿Qué dijiste?
Levanté de inmediato la mirada, estirando los labios en mi mejor sonrisa inocente.
—Que por supuesto. Desde pequeña estoy empapada de estas cosas. —Levanté mi copa y brindé en el aire—.Soy filántropa ¿recuerdas?
Él me estudió un segundo, como si intentara descifrar si le estaba hablando enserio o si acababa de soltarle un sarcasmo más. Yo, por supuesto, mantuve la compostura, con mi cara más angelical.
Nathaniel suspiró y se giró de nuevo hacia la sala.
—A veces pienso que disfrutas volverme loco.
Yo sonreí con dulzura, bebiendo un sorbo de champán.
—Oh, Nate… si disfruto algo, créeme que no es volverte loco.
La forma en la que apretó la mandíbula me hizo sonreír todavía más.
Nathaniel estaba a punto de señalarme a otro magnate con pinta de banquero aburrido, cuando un señor de porte distinguido y sonrisa de zorro se nos acercó.
—Nathaniel, muchacho —exclamó con entusiasmo, dándole un apretón de manos—. Qué carrera la de hoy, impecable. Me alegra verte.
—Señor Mancini —respondió Nathaniel con esa elegancia calculada suya—. Un placer como siempre.
Yo observaba en silencio, sosteniendo mi copa, hasta que Mancini me miró directamente. Su sonrisa se ensanchó.
—Y veo que estás muy bien acompañado esta noche. —Sus ojos brillaron con picardía—. Es un honor conocer a una de las bellezas de la familia Russo.
Yo abrí un poco los labios, sorprendida por lo directo.
—El honor es mío, señor Mancini —respondí con mi tono más dulce, inclinando apenas la cabeza.
Nathaniel, por supuesto, no perdió la oportunidad.
—Lo ve, señor Mancini… usted y yo pensamos igual. Yo también creo que es un honor. —Sonrió con descaro, mirándome de reojo—. Solo que en mi caso, soy quien carga con la responsabilidad.
Tragué el champán de golpe para no soltar una carcajada y fingí indiferencia. Mancini soltó una carcajada grave.
—Siempre tan carismático, Nathaniel. Tienes esa habilidad de decir lo que piensas y que suene encantador.
Nathaniel inclinó un poco la cabeza con un aire de falsa modestia.
—Bueno, digamos que es un talento… y un problema, dependiendo de a quién le pregunte.
Yo resoplé por lo bajo.
—Más problema que talento. Carismático, sí… insoportable, también. Si me permite añadirlo, señor Mancini.
El hombre me miró sorprendido y luego soltó otra risa, encantado.
—Me gusta esta chica, Nathaniel. Tiene carácter. Eso siempre es buena señal.
Nathaniel me miró con esa sonrisa suya, ladeada, como si me estuviera diciendo en silencio: ves, hasta personas externas lo aprueban.
Yo solo le devolví la mirada, levantando una ceja.
El señor Mancini nos dejó con una última palmada en el hombro a Nathaniel y una sonrisa cómplice hacia mí. Apenas se alejó, el aire cambió de inmediato. Nathaniel se acomodó la copa en la mano y me miró con esa expresión suya que oscilaba entre la diversión y el reto.
—¿Carismático e insoportable? —repitió, arqueando una ceja—. ¿De verdad eso fue lo mejor que pudiste decir?
Yo me encogí de hombros, como si no me importara.
—No quise ser grosera frente al señor Mancini. Créeme, en privado puedo ser más precisa.
Él soltó una risa baja, oscura, esa que siempre me da la sensación de que le molesta que le lleve la contraria.
—Muñequita, si me tienes tantas ganas, ¿por qué no…lo hacemos en privado y directo al grano? No hace falta esconderte detrás del sarcasmo.
¿De verdad dijo eso? Idiota…
Alcé la barbilla y clavé la mirada en él.
—¿Y darle el gusto de pensar que me importa lo suficiente como para perder el tiempo en eso? No, gracias.
Nathaniel se inclinó un poco hacia mí, tan cerca que sentí el calor de su voz contra mi oído.
—No eres muy buena mintiendo, Antonella. Lo que piensas de mí siempre se te nota en los ojos.
Lo miré de reojo, con media sonrisa.
—¿Ah, sí? Entonces tal vez deberías preocuparte, porque lo que pienso ahora mismo no es precisamente… halagador.
Él no retrocedió. Al contrario, su sonrisa se ensombreció.
—Eso es lo fascinante contigo… que aunque quieras odiarme, igual terminas aquí, a mi lado, en esta gala, cogida de mi mano como si fuera lo más natural del mundo.
Ese comentario me pinchó más de lo que quería admitir.
—No te confundas, Nathaniel —le dije con voz baja, firme—. No estoy aquí por ti. Estoy aquí a pesar de ti.
Por un segundo, su mirada perdió el brillo juguetón.
—A pesar de mí… —repitió, como saboreando las palabras—. Curioso, porque yo estoy empezando a pensar que no quiero a nadie más en este lugar que no seas tú.
Sentí el corazón darme un vuelco, pero me forcé a mantener la calma. Le sonreí con esa frialdad que sabía lo sacaba de quicio.
—Qué poético. Pero te aseguro que sobrevivirías perfectamente sin mí.
Él se acercó un poco más, la sombra de su altura envolviéndome.
—El problema, Antonella… —susurró, con esa voz grave que erizaba mi piel— es que no estoy tan seguro de querer sobrevivir sin ti.
Mi respiración se atascó en la garganta. Pero antes de que pudiera responder, Isabella apareció de la nada con una copa nueva, interrumpiendo el momento.
—¿Otra vez peleando o coqueteando? —preguntó, divertida—. Porque desde aquí no logro distinguirlo.
Nathaniel se enderezó, fingiendo neutralidad, pero sus ojos no se apartaron de los míos.
Y yo… yo apenas podía fingir indiferencia, cuando por dentro sabía que la línea entre pelear y rendirme ante él se estaba volviendo peligrosamente delgada.
Me excusé con una sonrisa, diciendo que necesitaba retocar el maquillaje. Nathaniel asintió distraído, convencido de que era solo un capricho femenino más. No podía estar más equivocado.
El aire del salón ya me resultaba sofocante, así que en lugar del tocador me fui directo al balcón lateral del casino, apartado, con la vista hacia las luces que iluminaban la ciudad. Respiré hondo, intentando acallar la ansiedad que me carcomía por dentro.
Y entonces la oí.
—Por fin sola, sin el estúpido de Nathaniel pegado como un perro faldero. —La voz de Anne cortó el aire como una cuchilla. Apareció del otro extremo, con su andar elegante, los labios pintados de rojo y la mirada de serpiente—. Es increíble lo fácil que es embobar a un hombre con una vagina.
Me giré lentamente, dejando caer la máscara de inocencia que tanto me esfuerzo por mostrar. Mis labios se curvaron en una sonrisa maliciosa.
—Bueno, Anne, ya que lo mencionas… me da curiosidad. ¿Por qué tanto miedo de que me acerque a tu hermano?
Ella frunció el ceño, su tono serio.
—No soy estúpida. Sé que tramas algo. Esto no lo estás haciendo porque sí.
Me crucé de brazos, mirándola con calma, como si sus palabras fueran solo un espectáculo barato.
—¿Ah, sí? ¿Yo? ¿Y qué crees que planeo?
Anne apretó la mandíbula.
—No me vengas con juegos, Antonella. No es normal que recién vengamos a conocerte en persona, cuando se supone que has estado en la élite desde que naciste. ¿Dónde estabas en la academia de élite, en la Ivy League? Nunca te vimos. Nunca. Y de la nada ahora te interesa mi hermano…no olvides que se lo que hiciste en Sicilia.
Su voz se volvió un látigo, acusándome. Yo sonreí con frialdad.
—No tengo por qué darte explicaciones de mi vida, Anne. Y tampoco razones de por qué mi padre me quería oculta. Además ya supera lo de Sicilia, solo le estaba haciendo algunos favores.
Vi cómo se tensaban sus manos, como si de verdad considerara la idea de arrancarme la cabeza ahí mismo. Yo, en cambio, incliné apenas la cabeza y bajé la voz, afilando cada palabra.
—Si me quieres matar, adelante. Hazlo. Pero te advierto… si lo haces, será una muerte en vano. Todo tu imperio se irá al carajo en cuestión de días.
El silencio nos rodeó. Anne me miraba con furia, pero también con algo más… desconfianza, tal vez miedo.
—Otra cosa —añadí, suavizando de golpe el tono, como si todo fuera una broma ligera—: no estoy planeando nada. Solo quiero ligar con tu hermano. Para nadie es un secreto que… —dejé que mis labios se curvaran en una sonrisa coqueta— todas quieren con el.
La carcajada de Anne fue seca, casi histérica.
—Eres una zorra con máscara de princesa, Antonella.
—Y tú una perra psicopata paranoica —le devolví con calma—. ¿Ves? Al final no somos tan distintas.
Nos quedamos mirándonos, dos depredadoras midiéndose en la penumbra del balcón, esperando quién sería la primera en mover la pieza.