La llegada de la joven institutriz Elaiza al imponente castillo del Marqués del Robledo irrumpe en la severa atmósfera que lo envuelve. Viudo y respetado por su autoridad, el Marqués encuentra en la vitalidad y dulzura de Elaiza un inesperado contraste con su mundo. Será a través de sus tres hijos que Elaiza descubrirá una faceta más tierna del Marqués, mientras un sentimiento inesperado comienza a crecer en ellos. Sin embargo, la creciente atracción del marqués por su institutriz se verá ensombrecida por las barreras del estatus y las convenciones sociales. Para el Marqués, este amor se convierte en una lucha interna entre el deseo y el deber. ¿Podrá el Márquez derribar las murallas que protegen su corazón y atreverse a desafiar las normas que prohíben este amor naciente?
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un inicio de primavera frio
El Marqués se quedó petrificado por un instante, sus ojos fijos en Elaiza mientras entraba en el comedor. Una sorpresa genuina, casi un shock, se reflejó en su rostro. Sintió un escalofrío recorrer su espalda, una sensación extraña y desconocida ante la visión de su institutriz transformada.
La sencillez de su atuendo habitual había desaparecido, reemplazada por la elegancia realzada por el brillo sutil de las perlas. No podía apartar la mirada de aquella mujer.
El Rey, con una sonrisa pícara en los labios y un brillo divertido en los ojos, codeó suavemente al Marqués. "Vaya, mi querido amigo," comentó en voz baja, "parece que tu institutriz tiene sus encantos ocultos. ¡Quién diría que bajo ese modesto vestido se escondía tal belleza!"
El Marqués apenas reaccionó al comentario del Rey, sus ojos seguían prendidos de Elaiza, quien, aunque ligeramente ruborizada por la atención, mantenía la compostura al lado de la Reina.
Al llegar a sus lugares designados, la Reina a la derecha del Rey, y Elaiza, nuevamente junto al Marqués, la Reina ofreció una sonrisa radiante y se dirigió al mayordomo con un gesto elegante. "Por favor, podemos comenzar la cena."
Mientras los sirvientes comenzaban a servir el primer plato, el silencio inicial se rompió por un murmullo de conversaciones en voz baja. Sin embargo, la mirada del Marqués volvía una y otra vez hacia Elaiza, estudiándola con una intensidad que no pasó desapercibida para algunos de los invitados más observadores.
La transformación de la institutriz y su inesperada cercanía a la reina eran temas de conversación tácitos que flotaban en el ambiente opulento del comedor.
El Rey, con su habitual tono jovial, se dirigió a Elaiza con una sonrisa curiosa. "Señorita, permítame felicitarla por su… repentino cambio de vestuario. Muy favorecedor, debo decir. ¿Ha ocurrido algún evento especial que me haya perdido?"
La Reina respondió con gracia antes de que Elaiza pudiera articular palabra. "Querido, debido a un desafortunado incidente esta tarde," mencionó sin entrar en detalles, "tanto el Marqués, como la señorita Medina son nuestros invitados de honor esta noche. Su presencia en la cabecera de la mesa es un pequeño gesto para mostrar nuestro aprecio por su compañía y su entereza ante las adversidades."
El Rey asintió con una sonrisa cómplice, conociendo bien la naturaleza noble y amable de su esposa, y su habilidad para manejar situaciones delicadas con elegancia.
Sin embargo, un par de damas de la nobleza, sentadas a una distancia prudencial, intercambiaron miradas cargadas de envidia y murmuraron entre sí, sus ojos siguiendo cada movimiento de Elaiza con evidente disgusto.
La repentina elevación social de la institutriz no pasaba desapercibida ni era bien recibida por todos. Elaiza, consciente de las miradas hostiles, las ignoró con una serenidad aprendida. Ya había experimentado prejuicios antes por ser huérfana y sabía que prestarles atención solo alimentaría su malicia.
En cambio, dirigió su atención al Rey, quien continuaba bromeando con ella, haciéndole preguntas ingeniosas sobre su opinión de la corte y sus experiencias como institutriz, con la misma vivacidad que había mostrado durante la tarde, respondía a sus comentarios con gracia e inteligencia, ganándose algunas sonrisas aprobatorias de otros invitados cercanos.
Después de la opulenta cena, el Rey, con un gesto jovial, invitó a sus huéspedes a pasar al salón contiguo, donde los músicos ya estaban preparados.
Las melodías alegres de un vals llenaron el aire en el momento en que la pareja real hizo su entrada.
Sin embargo, la Reina, con una sonrisa amable, se excusó debido a su estado y se acomodó en un elegante sillón que había sido dispuesto especialmente para ella junto a la chimenea.
Mucho de la conversación en el salón fluía alrededor de Elaiza, pero ella comenzaba a sentirse abrumada por el brillo, el murmullo constante y la intensidad de las miradas. No estaba acostumbrada a tanta atención, ni a la formalidad opresiva de la corte.
Una punzada de dolor de cabeza comenzó a latir detrás de sus sienes. Llevó una mano discretamente a su frente, intentando aliviar la molestia.
La exquisita comida, ahora le...ahora le resultaba pesada, y el dulce vino que había probado le había dejado un ligero mareo. Con delicadeza se dirigió a la Reina con una suave Inclinación de cabeza.
"Majestad," comenzó con voz suave pero firme, "le agradezco profundamente su generosidad y la amabilidad con la que me han acogido esta noche. Sin embargo, me temo que un repentino malestar me impide seguir disfrutando de su hospitalidad. Si me lo permite, desearía retirarme a mis aposentos."
La Reina, con su habitual perspicacia, notó el ligero temblor en la voz de Elaiza y la palidez que comenzaba a asomar en sus mejillas. Con una sonrisa comprensiva, asintió. "Por supuesto, señorita Medina. Lamento mucho que no se sienta bien. Por favor, que la acompañen de inmediato."
"Marqués," agregó, dirigiéndose al hombre que estaba a unos pasos de ellas, "¿tendría la amabilidad de asegurarse de que la señorita llegue a sus habitaciones sin contratiempos?"
"Por supuesto, Majestad," respondió él con una reverencia. "Con su permiso."
Con una reverencia hacia los Reyes y un breve asentimiento a los demás presentes, el Marqués se acercó a Elaiza. Ella le ofreció una pequeña sonrisa de agradecimiento mientras él le ofrecía su brazo. Juntos, en un silencio cargado de las miradas curiosas de la sala, salieron del salón.
Al salir al fresco aire del pasillo, Elaiza sintió un ligero alivio y el delicado aroma de su perfume logro llegar al marqués. El bullicio quedó atrás, reemplazado por la tranquilidad y la penumbra de los corredores iluminados por la luz tenue de las velas.
"¿Se encuentra bien, señorita Medina?" preguntó el Marqués, su voz ahora desprovista de la formalidad distante que solía usar. Había un tono de genuina preocupación en sus palabras.
"Sí, gracias, mi señor," respondió Elaiza con una voz ligeramente débil. "Solo un pequeño malestar. Supongo que todo... esto no es algo a lo que esté acostumbrada."
El Marqués no pudo evitar una leve sonrisa ante su sinceridad. "Entiendo. La corte puede ser... abrumadora a veces."
Caminaron en silencio por los largos pasillos, el único sonido el eco suave de sus pasos sobre el suelo de piedra.
Al llegar a la puerta de la habitación de Elaiza, el Marqués se detuvo. "Espero que descanse bien, señorita Medina. Si necesita algo, no dude en llamar."
"Gracias, mi señor..."
"Buenas noches, señorita Medina." dijo el Marqués con una cortesía que no parecía estudiada.
Y con una leve inclinación de cabeza, se despidió, dejando a Elaiza sola frente a la puerta de su habitación. Una sombra de algo indefinible cruzó el rostro del Marqués antes de desaparecer tan rápido como había llegado.
Al entrar, suspiró aliviada. El vestido elegante ahora se sentía como una prisión, y las perlas, frías contra su piel. Se despojó de ellas con un suspiro y comenzó a desvestirse, anhelando la sencillez de su camisón y la tranquilidad de la noche. Esa noche durmió en la misma cama de Rosalba y Emanuel, el suave respirar de los niños la ayudó a conciliar el sueño.
La mañana siguiente ocurrió muy rápido. La Reina, con su encanto habitual, le pidió verse pronto, ya que su presencia le reconfortaba. Elaiza aceptó, siempre y cuando el Marqués estuviera de acuerdo.
El carruaje que los devolvía a la finca del Marqués se movía con un ritmo constante, meciendo a sus ocupantes en un silencio que no era del todo cómodo, Rosalba y Emanuel dormían plácidamente a cada lado de Elaiza, agotados por las emociones del día anterior. Frente a ella, el Marqués se entretenía leyendo el periódico de aquel día. Ella, sin embargo, permanecía con la mirada perdida en los paisajes que se difuminaban tras la ventana.
La noche anterior había sido un torbellino de sensaciones nuevas y contradictorias. La sorpresa en el rostro del Marqués, la curiosidad amable del Rey, la gratificante amabilidad de la Reina, la envidia palpable de las damas de la corte, la inesperada preocupación en los ojos de su empleador al despedirla. Todo se mezclaba en su mente como un tapiz confuso.
Nunca se había imaginado compartiendo la mesa con la realeza, vestida con ropas tan suntuosas y siendo objeto de tanta atención.
La sencillez de su vida como huérfana y después como institutriz contrastaba fuertemente con el brillo opulento de la corte.
"Espero que hayan descansado bien," dijo, rompiendo el silencio.
"Sí, muchas gracias por todo," asintió Elaiza.
"Quería… agradecerle su ... compostura y discreción durante nuestra visita a la corte. Su presencia fue… más que adecuada." continuo el marqués sin apartar la vista del periódico
Mientras hojeaba las noticias, intentaba concentrarse en los asuntos del reino, en la inminente campaña. Sin embargo, sus ojos vagaban sin querer hacia el reflejo de Elaiza en la ventana del carruaje. La imagen de ella en el salón, radiante y serena a la vez, interrumpía sus pensamientos una y otra vez. Se sentía incómodo con la intensidad de su propia reacción la noche anterior.
Elaiza se sorprendió ante el inesperado cumplido. "Gracias, Marqués. Solo intenté comportarme de la manera que creí más apropiada."
"Lo hizo muy bien," afirmó él, con una seriedad que no admitía réplica. "Espero que se encuentre completamente recuperada de su indisposición."
"Sí, gracias. Fue solo un momento pasajero."
Un silencio incómodo se instaló entre ellos después de eso, hasta llegar a la mansión. E
Al llegar a la finca, el sol estaba en la cima del cielo. Elaiza ayudó a los niños a bajar del carruaje, sintiendo el alivio de pisar tierra conocida. La familiaridad de los jardines, el canto de los pájaros, el aire fresco de la mañana, todo era un bálsamo para el espíritu después de la intensidad de la noche anterior.
El Marqués se despidió brevemente en la entrada, con una formalidad casi incómoda.
"Que tengan un buen día." Y se retiró al interior de la casa, dejándola a cargo de los niños.
Elaiza sintió una punzada de decepción ante su actitud distante, aunque se reprendió mentalmente por esperarse algo diferente. Él era el Marqués, su empleador. La noche anterior había sido una excepción en su rutina. Suspiró suavemente, apartando esos pensamientos. No era propio de ella darle tantas vueltas a las cosas.
Debía concentrarse en Rosalba, Tomas y Emanuel, en volver a la rutina de la finca. La vida en la corte, por fascinante que hubiera sido, no era su mundo.
En los días siguientes, la vida en la finca retomó su curso habitual, se dedicó a la educación de los niños, a supervisar sus juegos y a velar por su bienestar.
El incidente en la corte y la cena real se convirtieron en un recuerdo hermoso y lejano, casi irreal.
Sin embargo, el Marqués parecía más distante que de costumbre. Apenas dirigía la palabra a Elaiza, y cuando lo hacía, era con la formalidad más estricta. Ella intentaba no darle importancia, pero no podía evitar sentir una sutil incomodidad en su presencia.
Mientras tanto, el Marqués no podía sacarse de la cabeza la hermosa figura de Elaiza con aquel vestido. Se sentía turbado, casi culpable, solo con pensar en su repentino deseo de acercarse a ella, de sentir aunque fuera por un instante su perfume. Sentía que por primera vez en tres años, su corazón titubeaba, amenazando la memoria de su amada esposa.
Por eso, cuando recibió la misiva que lo convocaba de inmediato al frente de la frontera sur, un alivio inesperado lo embargó. La distancia, pensó, sería su mejor aliada contra estos sentimientos incipientes e impropios.
Informó a la señora Jenkins y a Jorge de su inminente partida, dando instrucciones precisas sobre la administración de la finca en su ausencia. A Elaiza le comunicó su marcha con la misma formalidad distante que había mantenido desde su regreso de la corte.
"Señorita Medina," dijo, encontrándola en el jardín mientras supervisaba los juegos de los niños, "debo ausentarme de la finca por un tiempo indefinido, debo ir a la frontera sur."
Elaiza detuvo su mirada en él, sorprendida por la noticia, aunque intentó no mostrarlo.
"Entiendo, Marqués. ¿Se espera que su ausencia sea prolongada?"
"No lo sé con certeza. He dejado instrucciones con la señora Jenkins para cualquier necesidad que surja en mi ausencia. Usted seguirá a cargo de la educación de Rosalba, Tomas y la señorita Isabel de Emanuel hasta el verano." Su tono era puramente administrativo, Elaiza asintió en silencio, sintiendo una punzada de algo parecido a la decepción.
"Por supuesto, Marqués. Puede contar con nuestra dedicación." dijo Elaiza respondiendo por ambas.
"lo se, gracias." La frialdad de sus palabras la hirió más de lo que quería admitir, este regreso a la estricta formalidad se sentía como un portazo.
El Marqués partió al amanecer del día siguiente. Elaiza observó la partida del carruaje desde su ventana, con un nudo en la garganta que no sabía explicar. No entendía por qué la marcha de su empleador la afectaba de esta manera.
Era un hombre distante, a veces incluso hosco. Sin embargo, en los breves momentos había vislumbrado una vulnerabilidad, una humanidad que ahora parecía haber desaparecido tras una máscara de frialdad.
Se preguntaba si alguna vez volvería a ver esa chispa de humanidad en él, o si la formalidad sería la única máscara que le permitía enfrentar el mundo y, quizás, sus propios sentimientos.
Con su partida, la rutina en la finca se asentó en un ritmo más tranquilo, se dedicó con esmero a sus alumnos, encontrando consuelo en su inocencia y afecto.
Mientras tanto, en el sur, el Marqués se sumergía en la disciplina y el rigor de la vida militar. La urgencia del momento de la posibilidad de un enfrentamiento eran un bálsamo para su mente atormentada. La imagen de Elaiza, vestida con la elegancia prestada, comenzaba a desdibujarse bajo el polvo y el humo del campamento. Sin embargo, en las pausas, cuando el silencio caía pesado, su recuerdo volvía a aflorar, como una flor delicada en un campo de batalla.
La partida a la frontera parecía un escape, no solo de sus responsabilidades, sino también de la inesperada presencia de su institutriz en su vida. Se reprendía por esta debilidad, por permitir que una simple institutriz perturbara su mundo cuidadosamente ordenado.
Pero la verdad era innegable: algo en esa muchachita, como el la llamaba en su mente, en su fortaleza silenciosa y su inesperada gracia, habia movido una fibra sensible en su corazón, una fibra que creía dormida para siempre.
Se esforzaba por recordar el rostro de su amada esposa, por reafirmar la lealtad a su memoria, pero la visión de Elaiza con las perlas brillando sutilmente parecía eclipsarlo todo. Necesitaba la distancia, la disciplina del campo de batalla, para sofocar estos sentimientos incipientes y confusos que amenazaban la estabilidad de su mundo.