De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
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Capítulo 11
Esa noche, Paola tardó más de lo normal en acostar a Vítor y Vitória. Los niños, llenos de energía, pidieron historias, canciones y abrazos interminables. Pero, en el fondo, el motivo de la demora no era solo la inquietud de ellos, era el peso de las palabras de Katrina resonando en su mente como un susurro incómodo e insistente: "Está claro que amas a Emílio. Tal vez sea hora de entregarte..."
Cuando por fin entró en la habitación que ahora compartía con él, lo encontró sentado en un sillón cerca de la ventana. La luz suave de la lámpara y el reflejo plateado de la luna atravesando la cortina realzaban los rasgos de su rostro, ahora renovado por las cirugías. Había en su expresión un cansancio discreto, pero también una vigilia silenciosa, como si esperara solo por ella.
Paola respiró hondo, intentando mantener la distancia, pero el corazón latía apresurado, delatando su ansiedad.
—Tardaste... —dijo Emílio, la voz baja, ronca, pero sorprendentemente cariñosa.
—Los niños tardaron en dormirse... —respondió ella, sin tener coraje de encararlo directamente.
Él se levantó lentamente, cada paso cargado de intención, pero sin prisa. Se acercó como quien temía espantar algo frágil demasiado. Paola se estremeció, pero no retrocedió. Cuando su mano alcanzó el brazo de ella, el toque fue suave, casi reverente. La respiración de ella falló.
—Oí la conversación con Katrina... —confesó él, mirando directamente a sus ojos.
El rostro de Paola se ruborizó instantáneamente. Ella dio un paso atrás, hesitante.
—¿Tú... oíste? —murmuró, la voz embargada de vergüenza y miedo.
—Oí —respondió, firme, pero sin arrogancia—. Y necesito que sepas... no voy a apresurarte. Solo quiero que entiendas una cosa: ya no soy el monstruo que un día te hirió. Todo lo que deseo ahora es ser digno de ti. De ti... y de nuestros hijos.
Las palabras alcanzaron a Paola de lleno. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La voz de él no cargaba el peso del mafioso impiedoso que ella conociera, sino la fragilidad sincera del muchacho que ella salvara en un campo de flores.
Emílio levantó la mano y tocó el rostro de ella con delicadeza, como si tuviera miedo de quebrarla.
—Paola... no necesitas tener miedo. El día en que me quieras de verdad, lo sabré. Y voy a esperar por ese día, aunque demore la vida entera.
Las lágrimas se deslizaron silenciosas por las mejillas de ella. El pecho ardía, dividido entre las cicatrices del pasado y el amor que, a pesar de todo, aún quemaba dentro de ella.
Entonces, vencida por la emoción, ella apoyó la cabeza contra el pecho de él. El corazón de Emílio latía fuerte, constante, como un puerto seguro que hacía mucho tiempo ella no sentía.
Él la envolvió en sus brazos, firme, pero sin exigencias. Solo la sostuvo, en silencio, como quien promete más de lo que las palabras podrían decir.
Paola cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió pensar: Tal vez... solo tal vez, pueda amar de nuevo sin miedo.
El silencio entre los dos parecía decir más de lo que cualquier frase podría traducir. El pecho de Emílio subía y bajaba en un ritmo calmo, y Paola, allí, apoyada contra él, se sintió finalmente acogida, sin la sombra de la obligación o del miedo. Era diferente. Era verdadero.
Cuando levantó los ojos, encontró la mirada de él fija en ella, intensa, pero llena de ternura. Por un instante, el tiempo pareció suspendido. El pasado, con todo el dolor que cargaba, parecía perder fuerza ante aquella presencia tan paciente, tan dispuesta a recomenzar.
—Paola... —la voz de él salió casi como un susurro, caliente, demasiado cerca—. Daría todo para apagar las heridas que causé... pero, si me permites, quiero ser yo mismo quien va a curarlas.
El corazón de ella latió acelerado. El miedo gritaba para retroceder, pero había algo mayor, más fuerte: la certeza de que aquel hombre delante de ella ya no era el mismo que un día la hirió.
Por un segundo, sus rostros quedaron peligrosamente cerca. La respiración de ambos se mezcló, y el casi beso flotó en el aire como una promesa silenciosa. Pero Paola, hesitante, desvió suavemente, apoyando la frente contra la de él.
Él no protestó. Apenas cerró los ojos y permaneció allí, respetando el límite de ella, como si supiera que aquel gesto valía más que cualquier prisa.
—No sé si consigo... —murmuró, la voz frágil—. No sé si estoy lista...
Emílio besó la parte superior de la cabeza de ella y respondió sin dudar:
—Entonces no necesitamos apresurar nada. Solo déjame quedar... solo déjame estar a tu lado.
Paola respiró hondo y cerró los ojos. Por primera vez en años, no sintió miedo del futuro. Sintió esperanza.
Y esa noche, incluso sin avanzar más allá de abrazos y caricias tímidas, ella se durmió en los brazos de él. Fue en ese gesto simple, pero profundo, que la primera muralla cayó, y un nuevo camino comenzó a ser construido entre ellos.