Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 11
Narra Alexander
Todo estaba perfectamente en orden. Solo estábamos esperando a las mujeres para irnos. Mientras tanto, padrino y yo hablábamos en el salón sobre la empresa, de cómo el mercado sube y baja, los costos de producción, nuevas oportunidades… ya saben, temas de millonarios. Yo lo escuchaba con interés, aunque por dentro ya estaba ansioso por salir de aquí, beber una copa y ver qué caras largas me encontraba en esa dichosa gala.
Estaba recostado en el sofá, con mi teléfono en la mano y el otro brazo apoyado en el respaldo, cuando por fin escuché los tacones en las escaleras.
Levanté la vista por puro instinto, pensando en decirles que ya era hora… pero tuve que disimular lo mejor que pude.
Porque de verdad, Emma estaba demasiado bonita.
Tuve que carraspear y desviar la vista al teléfono mientras ella terminaba de bajar. No porque me importara, claro —no en ese sentido—, sino porque… bueno, no me esperaba que esa niña pudiera transformarse de esa manera.
Su cabello, que siempre está rizado, ahora caía completamente lacio con unas ondas sutiles en las puntas. Le enmarcaba el rostro con delicadeza. Y el maquillaje… quien fuera que lo hubiera hecho, sabía lo que hacía. Sus ojos brillaban más de lo normal, su piel se veía impecable. Esa maquilladora había hecho resaltar todos sus puntos fuertes, y lo logró.
Se notaba un poco insegura, claro, como siempre. Se agarraba de las manos, miraba de reojo, como si quisiera pedir permiso para respirar. Pero aun así… estaba preciosa.
Ese vestido verde… ese maldito vestido verde hacía que sus ojos brillaran como esmeraldas.
—Bueno —murmuré en voz baja, para mí mismo, mientras apartaba la vista y me acomodaba la corbata—. Parece que la princesa sí sabe jugar a ser princesa.
Mi madrina, emocionadísima, la tomó de la mano y la giró como si fuera una muñeca para que todos la viéramos mejor.
—¡Dios mío, Emma! Estás perfecta, amor, perfecta —dijo ella, orgullosa.
Padrino sonrió con satisfacción, se levantó y le besó la frente como si estuviera viendo a su hija el día de su boda o algo por el estilo.
—Mi princesa se robó la noche antes de llegar siquiera —dijo él.
Yo solo me apoyé en el marco de la puerta y me guardé cualquier comentario sarcástico. No quería arruinarles el momento. Además, no estaba seguro de qué podría decir sin sonar como un completo idiota.
Emma me miró de reojo, quizá esperando alguna reacción. Yo le dediqué una media sonrisa burlona y asentí.
—Te ves… decente —dije al final, encogiéndome de hombros.
Ella bajó la mirada, sonrojándose, como siempre.
—Gracias —murmuró.
Me pasé una mano por el cabello y resoplé antes de coger mis llaves y mi chaqueta.
—Bueno, ¿vamos o qué? Que la gala no va a esperarnos toda la noche —dije, con tono impaciente.
Madrina me fulminó con la mirada, como si pudiera leer mi cabeza y supiera que lo que yo quería era terminar rápido con esto para irme por ahí después.
—Compórtate, Alexander —dijo ella, dándome un leve manotazo en el brazo.
—Sí, sí… —respondí, metiendo las manos en los bolsillos.
Ella tomó a Emma del brazo, como si fuera la joya más valiosa de su colección, y padrino me palmeó la espalda antes de salir detrás de ellas.
Yo las seguí, con mi típica sonrisa ladeada, viéndola caminar delante de mí con esos zapatos que claramente no estaba acostumbrada a usar. Era casi divertido verla tratando de no tropezar mientras todos a su alrededor se derretían por ella.
Definitivamente, la princesa sabía cómo llamar la atención… aunque fuera por accidente.
Y por algún motivo, eso me molestaba un poco más de lo que me gustaría admitir.
—Vamos, princesa —murmuré para mí mismo, mientras le abría la puerta del coche—. Que la función apenas comienza.
[...]
Las galas de beneficencia me parecen la mejor excusa para que la gente rica presuma que es más rica que el de al lado mientras se da palmaditas en la espalda por “ayudar a los niños pobres”. Una hipocresía total, pero bueno, si mis padrinos creen en esto, yo me callo y les sigo el juego.
Estaba apoyado en la baranda del salón, copa en mano, viendo cómo todos competían por quién donaba más, sonreían ante las cámaras y comentaban sus vacaciones en Suiza, cuando lo vi llegar.
Max.
El insoportable niño rico que conocí hace dos años y que, por algún motivo que no entiendo, parece que vive para joderme la existencia. Camina con ese aire arrogante, traje de diseñador, sonrisa sobradora… como si el mundo le perteneciera. No descansa. Y no entiende que yo no voy a caer en sus provocaciones. Nunca.
Primero, porque respeto demasiado a mis padrinos para permitir un escándalo que los salpique, y menos en un evento como este, lleno de cámaras y periodistas.
Pero entonces… abrió la boca.
Lo vi venir. Al principio, sus típicos comentarios: sobre mi coche, sobre mi ropa, sobre si mi madrina me elige hasta los zapatos. Me reí por lo bajo, tomé otro trago, giré para darle la espalda y seguir ignorándolo.
Pero después…
—¿Y esa niña que trajeron? —preguntó, con una sonrisa torcida—. ¿Cómo se llama? Emma, ¿no? La princesita perdida. Qué ternura, pobrecita, tan inocente… —y su tono se volvió asqueroso mientras se acercaba más a mí—. Apuesto a que nadie le ha enseñado todavía lo que es estar con un hombre. Yo me ofrezco. Sería divertido… ¿no crees?
Mi mandíbula se tensó. Sentí cómo la sangre me hervía, literal.
El aire se me volvió pesado.
Giré la cabeza lentamente hacia él, con la copa todavía en la mano, y mi mirada se clavó en la suya como cuchillos.
Por un segundo, mi cuerpo me pedía romperle la cara ahí mismo. Un puñetazo bien dado, en plena mandíbula, para que escupiera todos esos dientes perfectos.
Pero me contuve.
No por él. Ni por mí. Sino por mis padrinos, que estaban a unos metros, sonriendo a las cámaras, con su princesa entre ellos.
No podía permitirme arruinarles esto.
Respiré hondo, apreté los dientes y forcé una sonrisa ladeada.
—Mira, Max —le dije en voz baja, tan fría que hasta él se puso serio—. Yo puedo aguantar que me llames marioneta, que te metas con mi coche, con mi ropa, con lo que quieras. Pero si te escucho una sola vez más mencionar a Emma en ese tono… —hice una pausa, acercándome a su oído—… te juro que ni tus millones ni los paparazzi van a salvarte.
Él se rió con nerviosismo, como si no estuviera seguro de si hablaba en serio o no.
—Tranquilo, Cavendish… solo bromeaba.
—No me hagas repetirlo.
Me alejé de él sin mirarlo otra vez y dejé la copa sobre la bandeja de un camarero. Caminé hasta una esquina más tranquila del salón, intentando bajar la tensión que me subía por la espalda.
Volví a mirarla.
Emma estaba ahí, con sus ojos grandes, brillantes, escuchando a padrino y a madrina hablar con unos empresarios. Movía las manos torpemente, sonriendo de forma tímida pero encantadora, y todos la miraban como si fuera un ángel caído del cielo.
Y es que… joder. Esa chica no finge nada.
Es así de buena. Naturalmente.
Se nota que no sabe ni siquiera lo que es tener un novio, ni lo que quieren decir las miradas de tipos como Max. Ni lo que se esconde detrás de esas sonrisas.
Por eso me hierve la sangre que alguien se atreva a manchar esa inocencia.
No es que ella me importe, no en el sentido que todos podrían pensar. Pero ella es el tesoro más preciado de mis padrinos. Su princesa. Y no voy a permitir que nadie le falte al respeto.
Ni siquiera yo.
Tomé otra copa de la bandeja y, mientras bebía, lo decidí.
Si tengo que jugar al guardián de la princesa, lo haré.
Aunque ella ni siquiera lo sepa.
Aunque a mí mismo me dé igual.
Aunque no me guste admitirlo.
Esa niña no merece que nadie le haga daño.
Y menos ese imbécil de Max.
—Hijo de puta —murmuré entre dientes, y me tragué lo que quedaba de la copa antes de volver a mi papel de Alexander: el ahijado perfecto, educado y sonriente.
[...]
Me distraje. Lo admito.
Entre copas, un saludo forzado aquí, un par de carcajadas con alguno que me conoce de la universidad allá, y las miradas de mis padrinos que de vez en cuando me chequeaban para asegurarse de que “me estaba comportando”.
Pero me distraje.
No sé exactamente por qué, pero algo en el ambiente me hizo volver la cabeza hacia donde estaba ella.
Y ahí estaba el imbécil de Max.
Haciéndose el simpático, inclinado un poco hacia ella, con esa sonrisa que las chicas tontas suelen confundir con encanto. Emma, por supuesto, lo miraba como si no entendiera del todo qué estaba pasando: sonrojada, con una media sonrisa tímida, jugueteando con los dedos.
—¿Quieres bailar? —alcancé a escuchar que Max le decía—. Tus padres están en la pista, no tienes excusa…
Ella abrió la boca, con esa carita de “no sé qué hacer” que pone cada vez que alguien le habla de algo que no está en su manual de orfanato, y noté cómo se inclinaba hacia atrás, incómoda, a punto de negarse.
Ah, no.
Ni de broma.
Dejé la copa en la primera mesa que encontré y crucé el salón sin pensarlo dos veces.
Max apenas me vio llegar, se enderezó. Lo fulminé con la mirada.
—Con permiso —solté, más como una orden que como una cortesía.
No le di tiempo de reaccionar.
Agarré a Emma por la muñeca y, sin mirarla siquiera, la arrastré suavemente hacia la pista de baile.
Sentí sus pasos tropezar al principio detrás de mí, hasta que logramos colarnos entre las parejas y detenernos.
Mis padrinos —por supuesto— nos miraron desde lejos con sonrisas satisfechas, como si hubieran planeado esta escena toda la noche.
“Sí, sí… sus niños se están llevando bien. Qué bonito.”
Suspiré por dentro y me incliné un poco hacia ella, bajando el tono:
Olía muy bien, Alexander céntrate.
—Pon tus manos aquí —le indiqué, tomando sus manos y colocándolas sobre mis hombros.
Ella me miró como si la acabara de invitar a escalar el Everest.
—Yo… yo no sé… bailar —susurró, sus mejillas rojas.
—Lo imaginé —contesté con una media sonrisa burlona—. No importa, yo me encargo.
Le rodeé la cintura con firmeza, y antes de que pudiera objetar, la levanté ligeramente, un chin apenas, solo para acomodarla sobre mis zapatos.
Ella soltó un pequeño gritito ahogado y me miró como si le hubiera leído la mente.
—¿Qué… qué haces? —preguntó bajito.
—Facilitando las cosas. —mis dedos apretaron su cintura para mantenerla ahí—. Así no pisas a nadie.
Al principio estaba rígida, casi como un palo de escoba. Pero poco a poco la vi relajarse, y de pronto… rió.
Una risita pequeña, torpe, honesta.
Y yo… bueno, no pude evitar mirarla un segundo más de lo necesario.
No porque me importara, sino porque me sorprendió. Esa sonrisa era…
real.
Alcé la vista por encima de su cabeza y ahí estaba Max, apoyado en la baranda, apretando la mandíbula, evidentemente molesto.
Perfecto.
Clavé mis ojos en los suyos, sin perder mi media sonrisa, y dejé que mis manos se afirmaran un poco más en la cintura de Emma mientras girábamos lentamente por la pista.
Que le quedara claro a ese idiota.
Si alguien intentaba acercarse a la princesa de mis padrinos, tendría que pasar por encima de mí primero.
Aunque ella no lo supiera.
Aunque ella no tuviera ni idea.
Aunque siguiera pensando que esto era solo un baile bonito.
Me incliné hacia ella apenas un poco y murmuré con sarcasmo:
—Te estás divirtiendo, ¿eh?
Ella alzó la mirada tímida, todavía sonrojada, y asintió muy leve, mordiéndose el labio.
—Sí… gracias… —dijo, como si fuera un secreto.
Rodé los ojos y reí por lo bajo.
—No agradezcas todavía. Apenas estamos empezando.
Y con eso, giramos una vez más, mientras yo seguía sosteniéndola y miraba a Max desde lejos, solo para asegurarme de que no intentara nada más.
Que se divirtiera la princesa.
Que me divertía yo también.
Pero que nadie se atreviera a cruzar la línea.
No mientras yo estuviera ahí.
Después de un rato la música empezó a volverse más lenta y pesada, y la pista se llenó tanto que ya no tenía sentido seguir. La princesa estaba empezando a apoyarse más en mis hombros, sus mejillas seguían rojas y su mirada iba del suelo a mis zapatos y luego a todos los invitados alrededor.
Yo no soy un santo, pero hasta yo me di cuenta de que estaba agotada.
—Listo por hoy —murmuré, inclinándome un poco—. Antes de que te dé un desmayo aquí y mis padrinos me echen la culpa.
Ella alzó la mirada, aún sobre mis zapatos, y parpadeó confusa.
—¿Ya?
—Ya —afirmé, sin darle tiempo a nada más.
La levanté por la cintura y la dejé con cuidado en el suelo. Por poco pierde el equilibrio, así que sujeté su brazo para estabilizarla y rodé los ojos.
—No te me desarmes ahora —bromeé, pero ella me sonrió tímida, y esa maldita sonrisa otra vez me tomó por sorpresa.
La guié entre la multitud, ignorando a Max —que seguía mirándonos desde la barra con cara de pocos amigos— y llevé a Emma directo a donde mis padrinos estaban conversando con un grupo de empresarios.
—Aquí la tienen —dije con fingida solemnidad—, sana y salva.
—¡Pero si se ven preciosos juntos! —exclamó Silvia, con esa mirada emocionada que pone cada vez que cree que me está ablandando.
Felipe asintió satisfecho y le pasó un brazo a su esposa por la espalda.
—Gracias, hijo —me dijo.
Me limité a asentir y soltar la mano de Emma, que seguía sonrojada y murmurando gracias a quien se le acercara.
El resto de la noche pasó rápido: más discursos, más cheques enormes para la fundación, más camarógrafos y más fotos. Yo estaba aburrido hasta la médula. Por un momento me apoyé en la pared, con las manos en los bolsillos, y me dediqué a mirar cómo Emma conversaba con las esposas de algunos empresarios. Sonreía, inclinaba la cabeza con timidez y de vez en cuando se le escapaba una risa pequeña.
Natural.
Parece que ella no sabe fingir.
Cuando por fin los padrinos dieron por terminada la noche, todos nos despedimos, subimos al auto y partimos de vuelta a la mansión. Silvia hablaba emocionada en el asiento trasero, Felipe asentía mientras revisaba su móvil, y Emma —sentada a mi lado— se apoyó un poco contra la ventanilla, sosteniendo el dobladillo de su vestido y jugando con los dedos.
No dijo nada en todo el camino.
Yo tampoco.
Cuando llegamos, las empleadas ya tenían la casa iluminada y preparada. Felipe y Silvia se fueron directo a su habitación, todavía comentando la gala.
Yo me quedé unos segundos en el vestíbulo, aflojándome la corbata, cuando vi que Emma seguía quieta, con una mano sobre la barandilla de la escalera.
—¿Qué? —le pregunté finalmente, arqueando una ceja.
Ella me miró y negó con la cabeza, apenas.
—Nada. Solo… gracias.
—Por qué.
—Por… salvarme. En el baile.
Fruncí el ceño y bufé, caminando hacia mi cuarto.
—No fue para tanto —contesté—. Te tropezaste más que otra cosa.
Pero no pude evitar mirar sobre mi hombro.
Y ahí estaba ella, con esa expresión tan absurdamente agradecida e ingenua que por un segundo… solo por un segundo… me sentí un completo idiota por cómo la había tratado toda la noche.
—Buenas noches, princesa —murmuré, antes de cerrar la puerta de mi habitación tras de mí.
Tiré la chaqueta sobre la cama y me miré al espejo.
Sí, estuvo bien sacarla de las manos de Max.
Pero algo me decía que esa sonrisa agradecida de ella me iba a perseguir toda la noche.
Maldita sea.