Ella creyó en el amor, pero fue descartada como si no fuera más que un montón de basura. Laura Moura, a sus 23 años, lleva una vida cercana a la miseria, pero no deja que falte lo básico para su pequeña hija, Maria Eduarda, de 3 años.
Fue mientras regresaba de la discoteca donde trabajaba que encontró a un hombre herido: Rodrigo Medeiros López, un español conocido en Madrid por su crueldad.
Así fue como la vida de Laura cambió por completo…
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Capítulo 11
El silencio en el apartamento era profundo, casi confortable, si no fuera por la sensación constante de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Rodrigo miraba el techo del cuartito improvisado donde había dormido en los últimos días, con el olor a desinfectante aún fuerte, herencia del cuidado reciente de Doña Zuleide. El cuerpo comenzaba a responder a los medicamentos y a los cuidados. Todavía sentía el dolor de la herida en la pierna, pero la fiebre había cedido, y el malestar daba lugar a un cansancio soportable.
Escuchó pasos del lado de afuera y la llave girando en la puerta. No se asustó, el sonido era suave, familiar. La puerta rechina, y Zuleide surgió con una sonrisa serena, trayendo a Maria Eduarda de la mano y equilibrando un plato cubierto con un paño.
— Buenos días, muchacho. Vine a traer un almuerzo caliente.
— Gracias...— Rodrigo intentó sentarse mejor, con expresión agradecida.
— Mira quién vino a verte también.— Zuleide dijo, soltando la mano de Maria Eduarda, que corrió hasta el borde del colchón.
— ¿Todavía estás malito? — preguntó la pequeña, con los ojos enormes y curiosos.
Rodrigo sonrió, encontrando gracia en la niña.
— Un poco mejor... gracias a usted y a la señora.— Miró a la señora y completó: — Doña Zuleide, ¿verdad?
— Eso mismo, mi hijo. Ahora mira si comes, si no, no mejoras. — ella posó el plato en el suelo, sobre una servilleta limpia.
Rodrigo tomó el tenedor y comenzó a comer, con el plato en la mano, cosa que si su madre viera, ciertamente le daría un sermón. Era arroz bien hecho, un frijol bien sazonado, un pedazo de pollo cocido con legumbres. Era todo muy simple pero sabroso y acogedor. Maria Eduarda se sentó al lado de él, hablando sin parar e insistiendo para que él comiera todo.
— ¿Sabes dibujar? Me gusta dibujar caballito. "Barbuleta" también. Mi mamá hace dulce. Un montón de dulce. ¿Te gusta el dulce?
Él asintió, masticando despacio. Cuando percibió que la niña esperaba por una respuesta suya, respondió con cariño:
— Sí, me gustan los dulces... Su madre es muy valiente.
Rodrigo de repente percibió que usaba la "lengua" de su patria al ver en el pequeño rostro de la niña, estampado la duda.
— Disculpa, niña. — él carraspeó y se corrigió— Sí, me gustan los dulces. Su madre es una guerrera.
— Sí, ella lo es. Y tú te vas a curar pronto, ¿verdad? Para jugar conmigo.
Zuleide rió con dulzura al ver la espontaneidad de la nieta de corazón. Aquella niña y su madre eran como familia, la única que le restaba. Laura creía que recibía ayuda, solo no sabía que era ella quien ayudaba a aquella señora.
— Duda, deja al muchacho comer.— después, volviéndose a Rodrigo, comentó: — Esas ropas allí... eran de mi hijo. Hace tiempo que él se fue. Estaban guardados, pensé que podrían ser útiles. Creo que van a servir, así puedes tomar.
Rodrigo tragó saliva. Miró la bolsa colocada sobre una cómoda y dijo con respeto:
— Lo siento mucho...
— Hace muchos años... ya no duele tanto desde que Laura y Duda llegaron. — Su mirada hacia la niña, transbordaba amor.
— Gracias... la señora ha sido muy gentil.
— Cuando el SEÑOR coloca a alguien herido en nuestra puerta, uno ayuda. Es parte de la vida.
Él terminó la comida despacio. Pensando en cómo sus días en aquel apartamento estaban siendo diferentes en su vida en Madrid. Duda, sin ceremonia, se acostó al lado de él en el colchón y comenzó a canturrear una canción de ronda.
Zuleide, que había traído una silla de la cocina para sentarse, observaba aquella escena con una sonrisa placentera en su rostro.
— Ahora levántate de ahí, muchacho. Necesitas un baño... ropa limpia, voy a ayudarte.
Rodrigo, avergonzado, vaciló, pero Zuleide fue firme como solo las mujeres experimentadas saben ser. Con paciencia y descripción guio al español hasta el baño.
— Toma tu baño, pero ten cuidado con esa herida.— ella hablaba mientras colocaba bajo la ducha, una silla.— así te sentirás más seguro. Voy a buscar algunas prendas de ropa que guardé de mi hijo... deben servir.
Mientras él se limpiaba solo allí dentro, ella fue en busca de las prendas de ropa en su apartamento.
Algunos minutos después, Rodrigo salió. Los cabellos mojados, la barba por hacer más aparente, y el cuerpo aunque magro, más imponente ahora sin suciedad y el sudor que lo había envuelto por días.
Vestía un pantalón jeans gastado, una camiseta oscura y una chaqueta. Las ropas que pertenecieron al hijo de Zuleide, le cabían como un "guante".
Ya era medio de la tarde. En el sofá de la sala, Laura estaba sentada con la hija en el colo peinando el cabello de la niña con cuidado. No había televisión, apenas el sonido distante de una radio encendida en el apartamento al lado. Zuleide sentada en una de las sillas de la cocina, tomaba un vaso de café.
Rodrigo paró por un momento cerca de la puerta, observando la escena sin ser notado. Había algo de profundamente doméstico y reconfortante allí. La mujer que lo había ayudado con reluctancia, ahora parecía parte de un mundo que él nunca imaginaría ser posible.
La simplicidad tanto en la vida como en el ambiente, no hacía parte de su mundo. El mundo de Rodrigo López era lleno de lujo y seguridad, la matriarca de la familia, Maria del Pilar López, su abuela de casi 70 años, se encargaba de mantener a los hijos y nietos en "riendas cortas".
Laura como si presintiera su presencia, levantó el rostro y lo vio allí parado. Sus ojos se encontraron con los de él, y por un breve instante, el tiempo pareció parar.
— Veo que te has bañado. — ella dijo, solo para quebrar el silencio y disimular la admiración por el cambio que notó en él.
— Sí. me siento..."otro". Diferente. — él caminó con dificultad hasta el sofá y se sentó en una de las extremidades.
Duda se soltó de las manos de su madre y corrió hasta él y, como si fuera la cosa más natural del mundo, subió en su colo. Rodrigo, sorprendido, miró a Laura, que alzó las cejas, pero no dijo nada, solo observó.
— Ya no hueles mal.— Duda declaró con el vecino, enlazando, con los brazos gorditos, el cuello de Rodrigo.
— Gracias, pequeña.— respondió él con una sonrisa que parecía venir de algún lugar profundo.