El Alfa Y Su Presa

Hace muchas lunas. En una vida anterior. En un tiempo donde el fuego aún recordaba los nombres de los que ardían.

El desierto dormía bajo un cielo violeta, extendiéndose más allá de las torres del templo negro. Los vientos callaban. Era la hora de las confesiones. Y de las traiciones.

Ella era otra. Su nombre había sido Elaria. Pero sus ojos... sus ojos eran los de Nyra.

Se movía como una llama vestida de piel dorada y brazaletes de obsidiana. El cuerpo alto, esbelto, marcado con tinta ritual, y la boca siempre curva, como si contuviera un secreto que nadie más podía conocer.

Él también era otro, pero seguía siendo Varkhan. Más joven, sí. Más fiero. Su rostro no estaba endurecido por la guerra aún, pero sus manos ya sabían lo que era matar. Y amar.

Elaria lo esperaba esa noche en la cima del templo, junto al altar de piedra negra donde solo los iniciados podían pisar. Nadie más osaba subir. Solo ella. Solo él. Solo los condenados.

—Vendrán por mí mañana —dijo ella, sin necesidad de volver la vista—. Lo sabes.

—No dejaré que lo hagan —respondió él, con voz grave.

—No puedes evitarlo.

Varkhan la alcanzó. Le apartó el velo de seda de los hombros. La piel de ella brillaba bajo la luna. Era cálida como el desierto, y dulce como veneno embotellado.

—Entonces que esta noche sea mía —dijo él.

Y lo fue.

La besó con hambre. Con la necesidad de un hombre que había esperado siglos por tocarla. Ella le devolvió el beso con una sonrisa contra sus labios, y luego se dejó caer sobre el altar, arrastrándolo con ella.

Le quitó la túnica con las manos ardiendo, y sus uñas arañaron su pecho desnudo. Él se inclinó para besarle el cuello, los pechos, el vientre. Lamió el borde de su tatuaje ritual hasta que ella se arqueó bajo él, jadeante.

—¿Ves lo que me haces? —susurró ella, mientras abría las piernas lentamente, provocándolo—. ¿Sabes que podrías quedarte aquí, dentro de mí, para siempre?

Él no respondió con palabras. La penetró de un solo empuje. Fuerte. Profundo. Ella gritó su nombre.

Se movían como olas desatadas, como fuego y viento enfrentándose. Cada estocada era una promesa que no pensaban cumplir. Cada gemido, un eco del final.

—Eres mío —dijo ella, con voz rota, mientras él se derramaba dentro de ella—. Pero no lo sabrás hasta que sea demasiado tarde.

Él no lo entendió. No entonces.

Minutos después, cuando ambos yacían aún desnudos sobre el altar, con el sudor brillando en sus cuerpos y la respiración entrecortada, ella se sentó a su lado.

Y lo miró.

—Lo siento —susurró.

Varkhan se incorporó de golpe.

—¿Qué has hecho?

Pero la sintió antes de verla moverse. Una aguja de hueso, invisible a los ojos, se hundió en su costado. Una maldición antigua, tejida con su sangre, activada por el clímax. Por su entrega.

Él jadeó. El mundo giró. Sintió la conexión con su manada romperse como una cuerda desgarrada.

—Me lo pidieron —murmuró Elaria—. Los Hijos del Humo. A cambio de mi libertad.

—¿Tu libertad?

—Iban a matar a mi madre. A mi hermana. A mí. Me dieron una opción.

Varkhan cayó de rodillas.

—¿Y era traicionarme?

—Eras el único que podía resistirse a ellos. Si te quitaba el vínculo, estarían libres.

Él la miró, con los ojos llenos de odio y amor a partes iguales.

—Eras mía.

—Lo fui. Lo soy aún. Por eso... —sus labios temblaron—. Por eso tienes que matarme.

Él negó con la cabeza, furioso, débil.

—No.

—Van a venir. A torturarme por haber fallado. Van a arrancarme la piel. A usarme como canal. No quiero eso. Prefiero morir así. En tus manos.

Él retrocedió.

—No me pidas eso.

Elaria se acercó y lo abrazó desde atrás, su piel aún desnuda contra la suya.

—Hazlo. Por favor. Hazlo antes de que lleguen.

—No puedo hacerlo, Elaria.

—Debes hacerlo, si no lo haces, lo harán ellos, no hay otra manera.

—No puedo, ¡no quiero hacerlo!

En ese momento, comenzaron a escucharse gritos de guerra a lo lejos.

Elaria sostuvo las manos de Varkhan, cogió su daga y se la puso en una mano.

—Hazlo, mi amor, es la única manera de evitar la tortura a la que me someterán, por favor.

Varkhan bajó la mirada, una lágrima corrió por su mejilla.

La abrazó. La besó por última vez.

—Te encontraré —susurró.

—Lo sé.

Volvieron a abrazarse, y mientras la sostenía, clavó su daga en el corazón de Elaria. Fue rápido, ella apenas lo notó. Su poder la desintegró en una llamarada dorada. Ella sonrió mientras se deshacía, mientras su alma se liberaba, mientras el dolor era devorado por la paz.

Solo quedó el viento.

Y un alfa, de rodillas, solo.

Con las manos ardiendo.

Y el alma rota.