aveces el amor no es lo uno espera
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Capítulo 10 – Carta, viento y sombra
Querida Emilia:
No sé cómo empezar esta carta sin que me tiemble el alma. Pero necesito escribirte. No para que te preocupes, sino para que me sientas cerca. Para que sepas que estoy… bien. Mejor. Casi.
Hay alguien. No te asustes. No es como antes. Es distinto. Se llama Tomás.
No me mira como si esperara algo de mí. Me mira como si supiera que cada pedacito que doy, lo doy con esfuerzo. Y lo agradece sin decirlo. Tiene una paciencia que me asusta y me abraza a la vez. No sé si me estoy enamorando. O si simplemente estoy aprendiendo a confiar otra vez.
Pero tengo miedo. Un miedo de esos que no se explican. Un miedo que no se va ni aunque el sol brille. Porque todavía sueño con Patrick algunas noches. Todavía me toco los brazos y siento su sombra. Y me odio por eso, Emi. Por dejar que viva en mí, aunque ya no esté.
Pero también hay días en que me río. En que amaso pan y se me llenan las manos de harina y el alma de calor. Y eso, creo, es un pequeño milagro.
Gracias por haberme salvado. Por haberme traído hasta acá. Gracias por no soltarme cuando yo ya no tenía fuerza. Espero que estés bien. Te extraño. Y sí, algún día… espero que vengas a conocer a Tomás.
Con amor (y un poco de esperanza),
Luna.
Doblé la carta con cuidado y la guardé en el fondo de la libreta. No quería enviarla todavía. Era como si al soltar esas palabras me estuviera haciendo cargo de algo que aún no sabía si estaba lista para asumir.
Respiré hondo. Afuera llovía suave, como si el cielo tuviera también cosas que soltar.
Me puse el abrigo y salí rumbo al almacén. Era temprano, y el pueblo seguía envuelto en esa calma que me había salvado de mí misma tantas veces.
No llegué ni a cruzar la plaza cuando lo vi.
Un hombre. Paraguas negro. Cigarrillo en la mano. Parado frente al cartel que anunciaba las ferias del mes. Alto. Chaqueta oscura. No era de ahí. No pertenecía a ese paisaje.
Algo en su silueta me erizó la piel.
No era Patrick. Lo supe. Pero me recordó a él.
El cuerpo me reaccionó antes que la razón.
Me temblaron las rodillas. La vista se me nubló.
Retrocedí dos pasos. Me apoyé en un árbol. Respiré como me había enseñado Mirta.
Inhalar por la nariz. Exhalar por la boca.
Estoy a salvo. Estoy a salvo. Estoy a salvo.
Pero el pasado es un ladrón. Y entra sin permiso.
—¡Ey, Luna! —escuché a lo lejos.
Era Tomás. Venía caminando con un paraguas, el suyo. Corrió hacia mí.
—¿Estás bien? Estás blanca.
—Vi a alguien. Me asusté. Me hizo acordar…
No terminé la frase. No hacía falta.
Tomás no preguntó más. Me ofreció el brazo.
—¿Querés que vayamos al almacén o te llevo a casa?
—Al almacén. No quiero esconderme.
Esa frase no la había planeado. Pero salió. Y al decirla, me sentí más alta. Más firme.
Al llegar, encendí las luces y me senté detrás del mostrador. Tomás puso la pava. Se quedó conmigo. No habló. No me invadió.
—Pensé que ya no me pasaban estas cosas —dije después de un rato.
—Y sin embargo, estás acá. De pie. Hablando.
—Me paralizó. Por segundos… fui la Luna de antes. La que no podía ni mirar al frente.
—Y después fuiste la Luna de ahora. La que respira, enfrenta y elige quedarse.
Lo miré. Tenía razón.
Esa noche, al volver a casa, saqué la carta.
La leí de nuevo. Y agregué al final:
P.D.: Hoy tuve miedo. Pero no me escondí. Y eso me hizo sentir fuerte. Todavía tiemblo un poco. Pero sé que cada día estoy un poco más lejos de la oscuridad.
Gracias por enseñarme que no hay que tener vergüenza del miedo. Que lo importante es no dejar que decida por una.
Guardé la carta en el sobre. Le puse la dirección de Emilia.
Y por primera vez en meses, fui al buzón del pueblo.
La dejé caer. Como quien deja caer una piedra al río.
Porque sí…
…todavía me dolía.
…todavía me temblaban las manos.
Pero ya no corría.
Ya no me escondía.
Y eso…
…era más que suficiente.