NovelToon NovelToon
El Silencio De Velmont

El Silencio De Velmont

Status: En proceso
Genre:Terror / Doctor
Popularitas:130
Nilai: 5
nombre de autor: Tapiao

Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.

Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.

Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.

Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.

NovelToon tiene autorización de Tapiao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

No abras la puerta equivocada

Elías no sabía cuánto tiempo llevaban descendiendo. Los escalones metálicos no cesaban, y con cada paso que daban, el sonido de sus pisadas se volvía más hueco, como si el aire se adelgazara a su alrededor. Soledad caminaba detrás de él, en completo silencio, aferrándose al pasamanos oxidado que parecía temblar con el más mínimo contacto.

—¿Crees que esto tenga fondo? —preguntó Elías, sin girarse.

—¿Crees que estamos en la realidad? —respondió ella con otra pregunta, su voz apagada por el eco del abismo.

No hubo necesidad de añadir más. Ambos sabían que, desde que cruzaron aquella puerta, la lógica se había convertido en un recuerdo lejano. Descendían a un lugar que no existía ni siquiera en los planos malditos del hospital. Cada escalón los alejaba más del mundo que conocían, y con cada metro, la oscuridad parecía devorarlos lentamente.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la espiral terminó abruptamente en un pasillo estrecho de baldosas blancas agrietadas. Las paredes estaban cubiertas de espejos empañados, algunos rotos, otros cubiertos con una sustancia oscura similar al alquitrán.

Elías dio un paso hacia el corredor, y sus propios reflejos se multiplicaron por docenas, deformados, agrietados, como si cada espejo contuviera una versión rota de sí mismo.

—Esto… no me gusta —murmuró.

—Estamos en el vientre del hospital —dijo Soledad, mirando su reflejo con atención—. Aquí todo se repite… pero mal.

Los espejos vibraban apenas, como si respiraran. En uno de ellos, Elías se detuvo. Su reflejo lo miraba de vuelta… pero no era exactamente él. Su otro yo parpadeó antes que él, y sonrió cuando él no lo hizo.

—¿Viste eso? —preguntó, dando un paso atrás.

—No los mires. No les des poder —respondió Soledad, tomándolo del brazo.

Avanzaron sin mirar directamente los espejos, aunque no era fácil ignorar los reflejos de cosas que no estaban ahí. En una de las superficies, un grupo de niños corría entre carcajadas, dejando huellas ensangrentadas tras ellos. En otra, una mujer se arrancaba los dientes frente a un lavabo, uno por uno, como si se tratara de cuentas de un rosario macabro.

El pasillo no parecía tener fin hasta que, sin previo aviso, un espejo a la izquierda cayó de su marco y se estrelló contra el suelo, haciéndose trizas.

Donde antes había solo pared, ahora había una puerta. De madera negra, sin pomo. Tallada con símbolos que recordaban úteros, serpientes, cruces invertidas y palabras imposibles de pronunciar.

—¿Crees que debamos…? —empezó Elías.

—Ella quiere que entremos —dijo Soledad.

—¿Lucía?

—No. La otra.

Un chillido bajo y húmedo surgió del marco de la puerta. Un lamento más animal que humano, que los hizo retroceder instintivamente. Pero ya no había pasillo detrás de ellos. Solo espejo. Infinito y cerrado.

La puerta se abrió sola.

Un olor a sangre coagulada, hierro y leche podrida los envolvió. La habitación más allá era un quirófano.

Otra vez.

Pero no uno común.

El suelo era de carne viva. Las paredes latían. El instrumental médico flotaba en el aire, suspendido por hilos de tendones. Una figura al centro, de espaldas, operaba a algo que gritaba pero no podía moverse.

—¿Doctor? —llamó Elías, sin saber por qué.

La figura giró lentamente.

Era el hombre sin rostro. Otra vez.

Pero ahora lo tenía… parcialmente.

Una máscara hecha de retazos de piel humana cubría su cabeza como una corona. Sus ojos estaban cosidos con hilos de oro, y su boca era una línea torcida de puntadas.

Y aun así, habló.

—Han llegado tarde.

Soledad lo enfrentó.

—¿Quién eres?

—Soy el principio del silencio.

—¿Y por qué estás aquí?

—Porque ustedes lo rompieron.

El grito del paciente en la mesa se intensificó. Elías apenas lo reconoció: era él mismo. Atado, abierto del abdomen hacia abajo, mientras aquel cirujano del horror metía las manos dentro de su cuerpo como si buscara algo.

—¡No! —Elías se lanzó hacia la camilla, pero no había camilla. No había nadie. Todo era ilusión. O quizás una visión.

—Aquí no operamos carne —dijo el cirujano—. Aquí operamos memoria.

—¿Qué quieres de nosotros?

El rostro de la criatura se deshizo lentamente. La máscara cayó al suelo y reveló un cráneo vacío, humeante, sin ojos ni lengua. Aun así, su voz persistía, como un eco en las paredes de sus cráneos.

—Quiero que abran la puerta equivocada.

La sala se derrumbó sobre sí misma. Todo giró, se quebró, se licuó. El suelo se abrió bajo sus pies y cayeron… o fueron tragados.

Y despertaron.

No sabían dónde.

Una sala blanca, luminosa. Demasiado limpia para pertenecer al hospital. El aire olía a cloro y eucalipto. Una enfermera de rostro borroso pasó por delante sin mirarlos.

Soledad tocó la pared. Fría. Sólida. Real.

—¿Estamos afuera?

—No lo sé.

Elías caminó hacia una ventana. Afuera, un jardín.

Niños jugaban. Un cielo celeste. Pájaros.

Un escenario perfecto. Demasiado perfecto.

—¿Qué es esto?

Un hombre se acercó por el pasillo. Vestía un traje gris y una sonrisa amable.

—¿Se sienten mejor?

—¿Dónde estamos? —preguntó Soledad.

—En Velmont. El verdadero Velmont.

—Eso no existe.

—Ah, pero sí existe. Solo que ustedes no lo habían visto aún.

Elías lo observó. Su rostro tenía una cualidad inquietante. Como si estuviera hecho para inspirar confianza… pero lo hiciera demasiado bien. Artificialmente.

—¿Qué hacemos aquí?

—Recuperándose.

—¿De qué?

El hombre sonrió aún más.

—Del trauma. Del descenso. De la verdad.

—No entendemos —dijo Soledad.

El hombre les ofreció una bandeja con pastillas.

—Tómenlas. Les ayudarán a recordar.

—¿A recordar qué?

—Por qué vinieron. Por qué nadie sale de Velmont.

La sala empezó a derretirse. Como pintura al calor. Todo se distorsionaba, se fundía, se descomponía.

El hombre ya no sonreía.

Ahora no tenía rostro.

El jardín se volvió un campo de cuerpos. Los niños jugaban con huesos.

Y entonces apareció ella.

Lucía.

Pero no la niña.

Lucía como mujer.

Como algo más.

Vestía un camisón blanco y caminaba sobre el aire, sin tocar el suelo. Su cabello flotaba alrededor de su cabeza como serpientes dormidas. Su voz llegó sin abrir la boca.

—Él miente.

—¿Quién eres ahora? —preguntó Soledad.

—Soy lo que quedó cuando decidiste olvidar.

Elías se aferró a su brazo.

—¿Qué hacemos?

—Tomen la puerta.

—¿Cuál?

—La equivocada.

Soledad dudó. Miró las tres puertas frente a ellos. Cada una con un símbolo distinto: un ojo, un útero, una campana.

—¿Cuál?

Lucía no respondió. Simplemente desapareció.

—Tenemos que decidir —dijo Elías.

—Y si elegimos mal…

—Ya estamos dentro. No hay “bien” o “mal”. Solo “más adentro”.

Ambos se miraron.

Y eligieron.

La puerta con la campana.

Al cruzarla, el mundo se quebró una vez más.

El sonido de la campana resonó tan pronto cruzaron el umbral, profundo y prolongado, como si lo hiciera vibrar todo a su alrededor… incluso sus huesos. Un zumbido se instaló en sus oídos. Un chirrido en la mente. Y entonces, el silencio.

Frente a ellos se extendía un pasillo infinito, revestido por cortinas de hospital en ambos lados. Oscuras, húmedas, colgaban como piel mojada. Detrás de cada cortina, figuras apenas distinguibles se movían. Algunas reían, otras lloraban. Una incluso gemía con un ritmo constante, repitiendo una palabra:

—Mamá… mamá… mamá…

Soledad tragó saliva. Elías avanzó con el paso tembloroso. Cada pocos metros, una lámpara parpadeaba sobre sus cabezas. El suelo estaba cubierto de una sustancia resbalosa que olía a vómito seco y formol.

Y entonces vieron las sillas.

Una hilera de sillas metálicas, pegadas a la pared como en una sala de espera. En cada una, un niño. Algunos jugaban con muñecos de trapo, otros simplemente observaban fijamente el techo. Todos sin ojos. Solo cuencas negras, vacías, sangrantes.

—No nos miran… pero saben que estamos aquí —dijo Elías en voz baja.

—No son niños —dijo Soledad—. Son recuerdos. Pero no nuestros.

Una de las figuras se levantó de la silla.

No caminaba.

Flotaba.

Unos centímetros por encima del suelo. Un vestido celeste, una cinta roja en el cabello. La niña giró la cabeza en un ángulo imposible y les mostró su rostro: no tenía boca. Solo piel estirada, tensa, como si alguien la hubiera sellado desde dentro.

De sus cuencas vacías comenzó a brotar un líquido oscuro.

—¿Ya recordaste? —la voz surgió, no de su boca inexistente, sino directamente en sus cabezas.

Elías apretó los dientes.

—¡¿Qué se supone que debo recordar?! ¡No entiendo nada!

La niña flotó hacia él, lento, como si nadara en el aire.

—Lo que hiciste. Lo que fuiste. Lo que aún eres…

—¡Basta!

La figura se desvaneció. Como humo en un ventilador. El corredor se agitó. Las cortinas comenzaron a moverse por una brisa que no estaba allí. Unas manos salieron de entre las telas, intentando aferrarse a ellos, unas humanas, otras grotescamente alargadas, algunas con dedos que se bifurcaban al final como raíces.

Soledad echó a correr, Elías tras ella.

Corrieron por lo que parecieron minutos. Horas. Días.

Hasta que llegaron.

Al final del corredor.

Una puerta de hierro oxidado con una ventana circular en el centro.

Miraron a través del vidrio.

Y entonces, se vieron.

A sí mismos.

Sentados en una sala de psiquiatría.

Soledad, más joven, con vendas en los brazos.

Elías, demacrado, hablando con alguien invisible.

—¿Qué es esto…? —murmuró él.

—Es lo que no quisimos ver —dijo ella.

Ambos tocaron la puerta. Estaba fría, como hielo en la piel. Y entonces escucharon la voz… una voz conocida.

—No fue su culpa.

—Ningún niño merece esa clase de dolor.

Era la voz de Lucía. Pero distinta. Más madura. Más maternal.

La puerta se abrió.

Dentro, el doctor.

Aquel hombre sin rostro. Pero ahora lo tenía. El verdadero.

—Bienvenidos a casa —dijo—. Finalmente dispuestos a ver.

La sala era una mezcla entre habitación infantil y quirófano. Juguetes ensangrentados. Instrumental quirúrgico sobre una cama de sábanas rosadas. En el centro, una figura cubierta por una sábana.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Soledad.

—El principio —dijo el doctor.

Elías se acercó.

Retiró la sábana.

Y ahí estaba.

Él mismo. Pero niño.

Y muerto.

El cuerpo del pequeño Elías tenía marcas de violencia. Golpes. Cortes. Su rostro, hinchado. Sus brazos rotos. Y una etiqueta en el dedo del pie con su nombre.

—No… no puede ser…

—¿Qué hiciste, Elías? —susurró Soledad.

Elías cayó de rodillas. Lágrimas sin control. El suelo se deshacía bajo él.

—Yo… no recuerdo…

—No querías hacerlo —dijo el doctor—. Pero lo hiciste.

—¿Qué cosa?

—Cerrar la puerta.

Y entonces lo recordó.

El grito de su hermana menor.

La noche en la que cerró la puerta del armario mientras ella suplicaba.

—No… no…

—Y nunca volvió a salir —terminó Soledad, su voz quebrada.

La figura del doctor se difuminó.

Todo se convirtió en un grito.

No suyo. No de ella.

Sino del niño.

El muerto.

Y entonces apareció la otra Lucía.

No como niña. No como mujer.

Sino como aquello que vivía entre los muros.

Una criatura alta, cubierta de vendas, con ojos por toda la piel, con bocas que decían cosas diferentes al mismo tiempo.

—Ustedes abrieron la puerta equivocada… —dijo cada boca— Y por eso yo existo.

Soledad retrocedió.

—¿Qué eres tú?

—Soy la suma del olvido. La consecuencia del silencio. La niña que nadie salvó.

—¿Lucía?

—Lucía era una forma. Yo soy la verdad.

Elías se puso de pie. Aun temblando.

—¿Podemos arreglarlo?

—Solo si recuerdan todo. Solo si aceptan lo que fueron.

Soledad cerró los ojos.

Y recordó.

La noche del incendio.

El encierro.

La clínica.

El experimento.

Y a Lucía.

Lucía antes de volverse… esto.

—Fuimos parte de todo esto… —dijo Soledad.

—Y ahora deben terminarlo.

La criatura extendió una mano con dedos múltiples. En su palma, una llave.

—Tomen esto. Pero tengan cuidado. La siguiente puerta no tiene regreso.

Elías miró a Soledad.

—¿Listos?

Ella asintió.

—Nadie más debería pasar por esto.

—Entonces vamos —dijo él, tomando la llave.

La puerta apareció, alta, negra, viva. Palpitaba como un corazón.

El capítulo cerraba con sus pasos al unísono, cruzando hacia lo más profundo de Velmont, sabiendo que cada paso adelante era uno más cerca de la verdad… o de la perdición.

1
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play