Uno asesina, otro espía, otro envenena y otro golpea y pregunta después. Son solo sombras. Eliminan lo que estorba, limpian el camino para quien gobierna con trampas y artimañas.
No se involucran. No se quiebran.
Pero esta vez, los cazadores serán cazados.
Porque hay personas que no preguntan, no piden permiso, no se detienen.
Simplemente invaden… y lo cambian todo.
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Cazar nobles no es tan difícil
◈ Mes sexto, Año 5 del Rey Marcel Darios | Halvanor ◈
(Ezran, 26 años)
Cazar nobles no es difícil. Todos creen que son intocables solo porque llevan ropa cara y huelen a perfumes demasiado fuertes. Pero bajo todo ese disfraz, siguen siendo solo humanos, igual de frágiles. Y hoy, uno de esos “intocables” estaba a un paso de dejar este mundo.
Lo seguí por callejones oscuros de Halvanor, manteniéndome a su sombra, invisible. Pobre hombre, ni siquiera se daba cuenta de que su destino estaba justo detrás de él. Otro de esos trabajos “limpios”, que no deja rastros ni preguntas. Al menos, no preguntas que me afecten a mí.
—¡Por favor! —fue lo único que alcanzó a decir antes de que mi daga encontrara su cuello. Fue rápido. Demasiado rápido para mi gusto. Siempre lo es.
Con el trabajo terminado, desaparecí entre las sombras como un fantasma. La parte fácil.
Regresé al taller, soltando las armas sobre la mesa de trabajo. La mayoría de la gente ve esas herramientas de muerte y piensa que ahí termina mi vida. Lo que no saben es que eso es solo la mitad de mi día. La otra mitad, la más tediosa, la paso como artesano de artefactos mágicos.
Me quité la capa, las botas, y fui directo a por lo más importante de la noche: ese pastel de frutas que había comprado esta tarde. Cuando uno se gana la vida como yo, los pequeños placeres se vuelven grandes victorias.
Mientras mordía el dulce, observé el broche que tenía que terminar. Algo pequeño, delicado. Bah, esas cosas no me gustan, pero trabajo es trabajo. El noble que lo había pedido pagaba bien, y su hija tendría un juguete bonito… aunque no sabría que también era un artefacto mágico.
Le di forma a la mariposa. Mientras el dulce se deshacía en mi boca, tallé las runas con precisión. El trabajo repetitivo tenía su encanto, aunque prefería un buen combate a martillar metal.
—Bueno, preciosa, ya casi estamos —le dije al broche, mientras colocaba los cristales en su lugar. La combinación de tres pequeños cristales haría que el broche fuera un artefacto para rastreo , para un noble paranoico.
Terminé el pastel antes de terminar el trabajo. Fruncí el ceño. Maldito pastel, ¿no podías durar un poco más?
Con un bufido, dejé el broche sobre la mesa y fui hacia la estantería donde descansaba mi artefacto de ave. Mire la hora, ya debería estar despierto así que envié un mensaje avisándole que el trabajo ya estaba hecho.
El día había sido tranquilo. Demasiado tranquilo. Miré al artefacto, una pequeña figura de metal que debería encenderse cuando hubiera trabajo.
—Vamos, pajarraco, dame algo. No puedes dejarme sin nada que hacer —le dije, sabiendo que no me respondería. Si hablara, quizá me preocuparía más de lo habitual.
Salí al mercado por la tarde, a entregar el broche. Cuando llegué, el cliente, un noble de mediana edad con el típico aire de superioridad, me recibió sin mucha emoción.
—Aquí tienes, lo que pediste —dije secamente, entregándole el broche.
El hombre lo inspeccionó con ojo crítico, mientras yo mantenía mis manos cruzadas, fingiendo paciencia.
—Espero que funcione como prometiste, artesano —me dijo, con ese tono que sugería que ya pensaba en reclamar.
—Funciona. Y si no, el error será suyo, no mío —respondí. Nunca fui bueno en esto de tratar con nobles. Pero bueno, la paga seguía siendo buena.
—Hmph —fue lo único que dijo antes de retirarse, ni una maldita palabra de agradecimiento. Supongo que pedir cortesía a estos tipos es como pedirle a una piedra que cante.
Regresé al taller, de nuevo al silencio, donde solo el suave chasquido del fuego en el forjador me hacía compañía. Me acerqué al ave de metal, esperando algo. Cualquier cosa.
—¿Qué pasa, pájaro? ¿Ese idiota no tiene más problemas que resolver? —me burlé.
Algunos días pasaron en la misma rutina. Forjar, vender, comer dulces… lo único que hacía interesante mi vida era el sonido del ave cuando se encendía. Y cuando por fin lo hizo, su brillo iluminó la pared, sus alas metálicas desplegándose para darme los nombres y los detalles de mi próximo objetivo.
—Vaya, al fin algo emocionante —murmuré, tomando mis dagas y preparándome. Lo primero sería conseguir información. Lo segundo… bueno, lo de siempre.
Había pasado dos noches siguiendo a mi nuevo objetivo. Dos noches observando cada paso que daba, cada gesto, cada oportunidad para acabar el trabajo sin dejar rastros. Hasta ahora, no era diferente a otros encargos. Pero esta noche, todo cambió.
El tipo no era como los otros nobles a los que me había enfrentado. No tenía ese aire de autosuficiencia ni el típico exceso de banquetes marcado en su vientre. No, este corría. Y maldita sea, corría rápido. Para ser sincero, fue un fastidio.
Me mantuve tras él, esquivando callejones oscuros y saltando obstáculos mientras lo acorralaba. Al menos esta vez había tenido que esforzarme un poco más de lo habitual. Sentía el sudor empezar a formarse en mi frente cuando finalmente vi mi oportunidad. Con un movimiento rápido, lancé la daga que cortó el aire y se hundió en su espalda.
El golpe fue limpio. El noble cayó al suelo como un saco de papas, sin dar ni un último aliento. Me acerqué para asegurarme de que estaba hecho, mi respiración aún agitada por la persecución. Me quité la capucha, disfrutando por un segundo el aire frío de la noche. Maldición, este sí me había hecho sudar.
Agachado junto al cuerpo, ya estaba a punto de recoger mi arma cuando algo inesperado me detuvo. Sentí una mirada sobre mí. Al voltear, me encontré con unos ojos verdes, asustados, que me miraban desde las sombras.
"Mierda", murmuré. Un crío, escondido en un rincón, que había visto todo.
El chico, al darse cuenta de que lo había descubierto, se lanzó a correr sin dudarlo. ¿De verdad? Otro que corre. Bufé con frustración mientras lo seguía, consciente de que no podía dejarlo ir.
No tardé en darle alcance. Un golpe certero fue suficiente para dejarlo inconsciente.
—Eso te pasa por meterte donde no te llaman —murmuré, sin esperar respuesta. El chico cayó al suelo de inmediato. Observé su cuerpo inerte, sopesando qué hacer. Podría largarme y olvidarme de él, pero el hecho de que había visto mi cara lo complicaba todo. No podía permitirlo.
Cansado lo cargué sobre mis hombros. Genial, ahora tenía un testigo inconsciente y una noche que se complicaba más de lo necesario. No había otra opción. Mi noche, que debería haber terminado, se volvía mucho más larga.
De vuelta en el taller, lo dejé caer sobre una de las camas vacías. No era un objetivo, no tenía razones para matarlo... pero tampoco podía dejarlo ir libre, no después de lo que había visto.
Intenté dormir, pero las imágenes de esos ojos verdes no me dejaban en paz. Me revolví en la cama, incapaz de sacármelo de la cabeza. La mañana llegó antes de que pudiera resolver qué demonios hacer con él.
Al amanecer, me levanté con los ojos pesados. Estaba decidido a resolver esto. Me dirigí a la habitación donde lo había dejado, y al abrir la puerta, lo primero que noté fue que el chico no estaba. Fruncí el ceño.
—¿En serio? —gruñí, frotándome el rostro.
Escaneé la habitación, buscando cualquier pista, y entonces lo vi. El muy listo había intentado esconderse debajo de la cama. Un esfuerzo decente, considerando su situación. Punto para él. Pero, claro, yo era más rápido.
Cuando salió disparado, lo intercepté antes de que pudiera dar dos pasos. Lo agarré del brazo, y el chico pataleó, intentando zafarse. Su grito fue sorprendentemente suave para alguien de su edad. Debía ser más joven de lo que parecía.
—No tan rápido, amigo —dije mientras lo arrastraba hacia una silla y lo empujaba hasta que se sentó. Se retorció un poco, pero no iba a ir a ningún lado.
Lo observé un momento, con los brazos cruzados. Aún no sabía qué hacer con él, pero algo estaba claro: no iba a hablar. Al menos, no sin un incentivo.
—Escucha —dije, intentando mantener la calma, aunque la paciencia nunca ha sido mi fuerte. Y menos cuando no he comido algo dulce desde ayer—. Te haré unas preguntas. Respóndelas, y quizás no tenga que hacerte desaparecer.
El chico me miraba con una mezcla de miedo y desafío, los ojos grandes y brillantes. No decía nada, claro.
—Bien. Empecemos fácil. ¿Nombre?
Nada.
—¿Edad?, ...¿padres?
Otra vez, nada. Apreté los dientes. Si no hablaba pronto, la poca paciencia que me quedaba se iba a evaporar.Suspiré, intentando mantener la calma. Con la mayor tranquilidad posible, me acerqué un poco más.
—Mira, tienes dos opciones. O hablas, o puedo asegurarme de que no vuelvas a ver otro amanecer. ¿Qué prefieres?
Eso pareció hacer que reaccionara. Finalmente, abrió la boca.
—Rowen —dijo, su voz temblorosa pero decidida—. Me llamo Rowen. Como mi padre.
—Muy bien, Rowen. ¿Y dónde está tu padre?
—Muerto —respondió, bajando la mirada.
Me quedé en silencio. La situación empezaba a complicarse.
—El murió debiéndoles a unos tipos —añadió rápidamente—Me buscan a mí para cobrarse lo que él no pudo pagar. Pero yo… te prometo que no diré nada. Puedo irme lejos. No haré ruido.
Lo observé. El chico temblaba, aunque intentaba mantener la compostura. No pude evitar sentir una pizca de respeto por él. Poca, pero algo.
—¿Irte lejos, eh? —dije, burlón. —¿Y a dónde piensas ir? ¿A otro agujero debajo de una cama?
Rowen me miró desafiante, aunque su cuerpo no dejaba de temblar. Suspiré. No podía dejarlo ir así como así, pero matarlo tampoco era una opción. No sería práctico ni necesario. Me pasé una mano por el pelo, buscando una solución.
—Bien, Rowen —dije finalmente, tras un largo silencio—. Dime, ¿qué sabes hacer?
Me miró con desconfianza, pero también con algo de confusión.
—¿Hacer? —repitió, como si nunca le hubieran hecho esa pregunta.
—Sí, hacer. Trabajar. ¿Tienes alguna habilidad útil o solo sabes esconderte?
El chico vaciló antes de responder.
—Ayudaba a mi padre en su tienda.
Suspiré. No era exactamente el aprendiz ideal, pero podía ser útil. Ya había tomado una decisión.
—Te propongo un trato —dije, alzando una ceja—. Te quedas aquí y me ayudas en el taller. Odio atender a la gente y alguien tiene que hacerlo. Si demuestras ser útil, podemos hablar de algo más. Tendrás comida, un techo... y te protegeré de los prestamistas, siempre y cuando te mantengas callado sobre lo que viste.
El chico me miraba como si no me creyera. No lo culpaba. Esta situación era rara para ambos.
—No tengo todo el día —añadí mientras sacaba una bolsa de dulces y se la tendía. —Toma.
Rowen observó los dulces como si fueran veneno, pero al final los aceptó. Yo ya había sacado un par para mí. Lo dulce siempre me ayudaba a pensar con más claridad. Mientras saboreaba el azúcar, sentí cómo la tensión en mis hombros se disolvía un poco.
—¿No tienes hambre? —pregunté, con la boca llena.
—Sí, pero... eso no es comida, es un dulce —respondió, vacilante.
Me encogí de hombros, divertido. No era lo mismo, claro, pero para mí servía igual. Me comí los suyos también, sin pensarlo dos veces.
—Bueno, Rowen —dije poniéndome de pie—. Si vas a quedarte, más vale que seas útil. La cocina está allá. Haz tu desayuno. Y haz uno para mí también. Después de todo esto, lo mínimo que puedes hacer es demostrar que no eres completamente inútil.
El chico se levantó lentamente, y aunque seguía desconfiando, obedeció. Cuando lo vi dirigirse hacia la cocina, me relajé un poco. Al fin, un poco de normalidad en medio de este caos.