Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
NovelToon tiene autorización de CINTHIA VANESSA BARROS para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 1
Capítulo 1.
El sonido del metal al deslizarse marcó su libertad. Cecil salió de la prisión con una maleta desgastada en una mano y la cabeza en alto. La luz del sol la cegó momentáneamente, pero no fue nada comparado con las miradas de desprecio que sintió incluso antes de pisar el pavimento. Las noticias de su liberación habían recorrido la ciudad como un incendio, y no tardó en notar las cámaras y los susurros a su alrededor.
Su tía, Mathilde Moreau, la esperaba al pie de su coche. La mujer, una señora de cabello canoso y ojos severos, había sido su único contacto con el mundo exterior durante su condena. Mathilde no sonrió ni hizo ademán de abrazarla; simplemente abrió la puerta del coche y le indicó que subiera.
—Todo está listo en la casa de campo —dijo Mathilde mientras conducía, con la voz neutral pero firme—. He mantenido las propiedades en buen estado, como prometí.
Cecil asintió, mirando por la ventana. Los paisajes familiares le resultaban extraños, como si fueran parte de un sueño olvidado. No se molestó en responder; sabía que Mathilde no esperaba una conversación. Su tía siempre había sido práctica y distante, pero también era la única persona que no había renunciado a ella.
Cuando llegaron a la casa, Cecil no pudo evitar una oleada de nostalgia. La mansión, con su fachada de piedra y jardines meticulosamente cuidados, era un refugio de su infancia. Pero también era un recordatorio de todo lo que había perdido. Al entrar, notó que nada había cambiado, excepto ella.
Los primeros días fuera de la prisión fueron un torbellino de silencios incómodos y miradas esquivas. Los empleados de la casa la evitaban, aunque ninguno se atrevía a decirlo abiertamente. Cecil se refugiaba en la biblioteca, un lugar donde las palabras impresas no podían juzgarla. Fue allí donde encontró el primer vestigio de su antigua pasión: una vieja libreta de dibujos que había dejado atrás.
Las páginas estaban llenas de bocetos de paisajes, retratos y diseños que una vez había soñado convertir en realidad. La libreta le recordó a ese hombre, quien había sido su musa y su verdugo. Cerró el cuaderno con un golpe seco, como si así pudiera enterrar los recuerdos.
Pero el pasado no se entierra fácilmente. Las murmuraciones de la ciudad llegaron hasta ella como una plaga. "La villana está de vuelta"; "Diez años no borran un crimen"; "Nadie la querrá cerca". Cecil se obligó a salir, a caminar por las calles que alguna vez fueron suyas. Cada esquina era un campo de batalla, cada mirada un juicio.
Un día, mientras paseaba por el mercado local, se encontró con un rostro nuevo. Adrien Dubois, un carpintero que había llegado a la ciudad, la miró sin rastro de juicio. Su sonrisa era cálida, casi desarmante.
—Buenas tardes, señorita Moreau. ¿Busca algo en particular?
Cecil, sorprendida por el tono amable, se limitó a negar con la cabeza. Pero algo en la sinceridad de Adrien la hizo detenerse. Era la primera persona en mucho tiempo que no la miraba como a una amenaza.
En los días siguientes, Cecil comenzó a frecuentar el taller de Adrien bajo el pretexto de necesitar una reparación para un mueble antiguo. El espacio olía a madera recién cortada y barniz, un aroma que de alguna manera la reconfortaba. Adrien trabajaba con una concentración que ella encontraba fascinante, sus manos moviéndose con precisión y gracia.
—¿Siempre te gustó trabajar con madera? —preguntó un día, incapaz de contener su curiosidad.
Adrien sonrió, sin apartar la vista de la pieza que tallaba.
—No siempre. Antes era arquitecto, pero después de una serie de desafíos, decidí cambiar de rumbo. Encontré en esto algo que me devolvió la calma.
Cecil asintió, reconociendo un eco de sus propias luchas en sus palabras. Aunque no lo admitiera en voz alta, el taller se estaba convirtiendo en un refugio para ella, un lugar donde no tenía que ser ni la heredera ni la villana.
Una tarde, Adrien le ofreció un bloque de madera y una herramienta.
—¿Quieres intentarlo? Es terapéutico.
Ella dudó, pero al final tomó el cincel. Al principio, sus movimientos fueron torpes, pero pronto encontró un ritmo. Había algo profundamente satisfactorio en dar forma a la madera, en transformar algo bruto en algo bello.
—Tienes talento —comentó Adrien, observándola con aprobación.
Cecil sintió un calor inesperado en su pecho. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien veía algo positivo en ella.
Adrien, impresionado por el ojo artístico de Cecil, le propuso trabajar en su taller a tiempo parcial. Aunque inicialmente reacia, aceptó. La rutina de lijar, tallar y barnizar comenzó a ofrecerle una sensación de control que había perdido hace años. Pero más allá de las herramientas y la madera, era la presencia de Adrien lo que lentamente desarmaba sus defensas.
El trabajo en el taller se convirtió en algo más que una simple ocupación; era un espacio donde Cecil empezó a reconstruirse. Adrien, con su paciencia y calidez, nunca la presionaba ni la juzgaba. En cambio, la alentaba a expresarse a través del arte que creaban juntos.
—Eres una mujer llena de potencial, Cecil —le dijo un día mientras observaban una pieza terminada—. Creo que hay mucho más en ti de lo que dejas ver.
Esas palabras resonaron en ella más de lo que esperaba. Por primera vez, comenzó a considerar que su pasado no tenía que definirla para siempre.