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Seraph, Un Amor Imposible.

Seraph, Un Amor Imposible.

Status: En proceso
Genre:Amor eterno
Popularitas:746
Nilai: 5
nombre de autor: Tintared

En un mundo donde los ángeles guían a la humanidad sin ser vistos, Seraph cumple su misión desde el Cielo: proteger, orientar y sostener la esperanza de los humanos. Pero todo cambia cuando sus pasos lo cruzan con Cameron, una joven que, sin comprender por qué, siente su presencia y su luz.

Juntos, emprenderán un viaje que desafiará las leyes celestiales: construyendo una Red de Esperanza, enseñando a los humanos a sostener su propia luz y enfrentando fuerzas ancestrales de oscuridad que amenazan con destruirla.

Entre milagros, pérdidas y decisiones imposibles, Cameron y Seraph descubrirán que la verdadera fuerza no está solo en el Cielo, sino en la capacidad humana de amar, resistir y transformar la oscuridad en luz.

Una historia épica de amor, sacrificio y esperanza, donde el destino de los ángeles y los humanos se entrelaza de manera inesperada.

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El Reino del Cielo

El cielo no era un lugar, sino un pulso. Un inmenso, constante latido de luz suspendido sobre el abismo del vacío. No existía allí el tiempo, ni la sombra, solo una eternidad brillante donde millones de almas luminosas se movían en perfecta, matemática armonía. Cada una conocía su propósito al nacer de la Luz; cada una tejía su nota en la sinfonía imperecedera que mantenía el universo a flote.

En el epicentro de ese resplandor inagotable, un ángel observaba en un silencio que contrastaba con el estruendo cósmico a su alrededor. No era el más fuerte en combate, ni el más sabio en los secretos del Principio, pero sus ojos —de un azul tan diáfano que parecía haber absorbido el primer amanecer— estaban peligrosamente llenos de preguntas no autorizadas.

Su nombre era Seraph. Pertenecía al coro de los guardianes silenciosos, aquellos designados a tejer el destino humano desde la lejanía. Eran quienes guiaban las manos de los mortales en el vértice de la duda o el peligro, los que susurraban un valor incomprensible al oído de los enfermos terminales y una esperanza tenaz a los que estaban al borde de la desesperación.

Desde sus atalayas celestiales, Seraph contemplaba los mundos que giraban en caótico orden bajo el manto estelar. Millones de vidas, miles de millones de historias, cada una hilvanada con hebras invisibles que, se le había enseñado, llevaban inequívocamente la marca de lo divino. Y sin embargo, Seraph sentía algo que desafiaba la perfección angélica: curiosidad. Una punzada fría y cálida a la vez.

A su alrededor, otros ángeles volaban en trayectorias elípticas y perfectas, cumpliendo sin titubeos las directrices que descendían desde el Corazón de la Luz Suprema. Ellos no cuestionaban la voluntad, no sentían la sombra del deseo individual. Pero él sí. La disciplina no podía acallar el eco de la incertidumbre.

A veces, cuando las Puertas Celestes se abrían como fisuras de oro fundido para permitir el descenso de las almas guardianas, Seraph se asomaba al umbral. Veía el pequeño y denso mundo de la Tierra: ciudades envueltas en un neón que competía sin éxito con la luna, hospitales que ardían en luz a medianoche, niños que lloraban por juguetes y reían por cosquillas, hombres y mujeres rezando y dudando en la misma respiración. Y en cada escena, encontraba una nueva, apremiante pregunta.

—¿Por qué lloran cuando aman? —se atrevió a preguntar una vez, creyendo que la inmensidad del cielo sofocaría sus palabras.

A su lado, un ángel de alas del color del oro antiguo —Gabriel, el heraldo, el más cercano al Verbo Divino— se detuvo y giró su rostro impasible hacia él.

—Porque el amor es el único don que el dolor no puede corromper ni el tiempo puede desvanecer —respondió Gabriel con voz atemporal, sin mirarlo realmente, como si recitara una ley física—. No indagues demasiado, Seraph. Las respuestas de la Tierra pesan más que nuestras alas.

Seraph bajó la cabeza, obediente. A pesar de ello, la duda se quedó flotando en su pecho, un latido discordante en la perfecta armonía de su ser.

Esa mañana, una campana de cristal resonó a través de los velos del firmamento, rompiendo el canto monótono. Era la llamada urgente del deber. Las luces del cielo se organizaron en patrones de atención, y las voces celestiales, un coro de vibraciones, pronunciaron su nombre:

—Seraph, el Guía Silencioso.

El ángel alzó el rostro. Había sido convocado.

En el centro exacto del reino, donde la esencia de Dios era más densa y el aire vibraba con música invisible, una figura majestuosa descendió con la solemnidad de un cometa: el arcángel Rafael, guardián de la Sanación. Su aura olía a incienso y vida nueva.

—Debes descender —dijo con una voz que era la conjunción del viento y el trueno distante—. En el mundo inferior, una niña de corazón frágil está a punto de entrar al sueño definitivo. Un médico humano intentará retenerla, pero su pulso flaqueará ante la desesperación. Guía sus manos. Mantén su fe firme. Eres su fuerza prestada.

Seraph inclinó la cabeza hasta que su halo casi rozó el suelo etéreo.

—Así será, señor.

Rafael extendió su mano, y entre sus dedos se condensó una esfera de luz blanca, un diminuto mapa astral del destino de la niña.

—No olvides quién eres, ni la naturaleza de tu misión. No mires demasiado la imperfección, no sientas demasiado el caos humano. Y, sobre todo, no te demores en la Tierra más allá del instante necesario.

Seraph asintió con una resolución fingida, pues una sombra de anhelo y duda cruzaba fugazmente sus ojos azules.

Cuando desplegó sus vastas alas de plata, la inmensidad se abrió ante él como un océano negro. Un resplandor lo envolvió en un torbellino cósmico, y en un único e inaudible suspiro, el cielo se desvaneció tras él.

La Tierra lo recibió con un frío palpable.

Apareció primero como un destello blanco entre las nubes bajas, invisible y sin peso para los ojos mortales, descendiendo suavemente hasta posarse sobre la azotea húmeda de un hospital. El aire terrestre le pareció abrumador: olía a metal esterilizado, a la promesa de lluvia y, extrañamente, a una densa y desesperada esperanza humana.

Desde una ventana brillantemente iluminada del último piso, Seraph alcanzó a ver al médico inclinado sobre la mesa quirúrgica. La pequeña paciente, apenas un cuerpo frágil cubierto por sábanas blancas, luchaba por una respiración que era casi un gemido.

Seraph atravesó el vidrio y el concreto sin dejar huella. Su presencia solo alteró la temperatura del aire en un grado, apenas el suspiro de un fantasma. El cirujano, un hombre agotado llamado Dr. Elián, sintió sin saber por qué que debía detenerse, exhalar hasta vaciar sus pulmones, y volver a intentarlo desde cero. Las manos que temblaban de fatiga y miedo se estabilizaron de repente. Bajo la guía invisible y firme de Seraph, los instrumentos se movieron con precisión sobrenatural. Los latidos de la niña, que se habían ralentizado hasta casi desaparecer, comenzaron a marcar un ritmo firme y vital.

Seraph sonrió, no por el orgullo de la tarea cumplida, sino por el inmenso alivio que sentía. La vida había vuelto a cantar su canción ruidosa y obstinada.

Permaneció junto a ella durante horas silenciosas, observando el monitor que marcaba el pulso, la actividad febril de las enfermeras, el duro resplandor de las luces de quirófano. Todo en el mundo humano era tan… tangible. Tan ruidoso, tan imperfecto, tan lleno de aristas, y a la vez, tan condenadamente real.

Y a pesar de su desorden, era hermoso.

—¿Así se siente la... existencia imperfecta? —susurró Seraph, sintiendo un cosquilleo en su esencia que nunca había experimentado.

En el paraíso, nada dolía, nada faltaba. Pero aquí, cada exhalación de la niña parecía ser una batalla ganada y una bendición recién adquirida. Era una fragilidad que generaba una fuerza asombrosa.

La niña, ahora inconsciente y estabilizada, movió sus dedos diminutos como si respondiera a su pensamiento mudo. Seraph extendió su mano, una nebulosa luminosa, apenas rozando la piel cálida de la paciente.

Por un instante que se sintió como una eternidad, sintió algo que jamás había tocado: calor. Un calor vital y efímero.

Y con ese calor, un deseo se materializó en su pecho. No era un deseo de desobedecer el mandato divino... sino un anhelo irrefrenable de entender. De ser parte del caos y la belleza que había salvado.

Mientras el Dr. Elián y los demás médicos se retiraban con el cansancio de la victoria, y la noche cubría el hospital con un manto denso y silencioso, Seraph miró hacia el cielo, un punto distante e invisible entre las nubes.

Por primera vez en su existencia sin fin, el paraíso le pareció desesperadamente lejano.

El corazón de la niña seguía latiendo, un tambor suave que marcaba su nueva vida. Y en ese ritmo, el ángel escuchó algo más:

Un llamado, tenue como el hilo de una campana, pero irresistible. Provenía de los pasillos de ese mismo hospital. Era la resonancia de una voz que aún no conocía, de una presencia humana que, sin saberlo, cargaba con el poder de sembrar la semilla de la verdadera desobediencia y de cambiar el destino de un ángel guardián.

Su nombre, todavía ignorado por Seraph, era Cameron.

1
Andre
Bella forma de narrar, atrapante
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