Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
NovelToon tiene autorización de abbylu para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
capítulo 10
La noche aún vibraba con sus últimas notas cuando Lucinda Suertucienta emergió del bullicio del salón. Esa misma noche, la había visto: su hermanastra Griselda, radiante, del brazo del príncipe Filip, era el centro de todas las miradas. Y para colmo, había observado a Lionel— su príncipe oficial— siguiendo con la mirada cada paso que Griselda daba junto a Filip.
¡No podía creer lo que veía!
Con un mohín de rabia, elegante pero contenido, avanzó hasta la galería. Cada paso era como un golpe de indignación contra su propio orgullo. ¿Por qué su sangre hervía tanto?
—¿Viste eso? —murmuró, al ver cómo Griselda volvía a entrar con Filip entre aplausos y sonrisas.
—¿Ver qué? —preguntó Anastasia, que la acompañaba, ya que su madre le había permitido ir en esa oportunidad —. Frunció el ceño y bajó la voz—. Que Lionel mira a Griselda como si ella fuera… no sé… el sol.
Anastasia, aún sensible por ser ignorada, asintió con lástima contenida.
—Es… perturbador —dijo—. Pero… si te sirve de consuelo, parece que él no se fija en nosotras tampoco.
Lucinda apretó los labios. Ella sí notaba las miradas, pero en su caso eran de compasión, no de deseo. Incluso el príncipe Lionel había mostrado ese destello de atracción. ¡A ella! Y ante eso, sintió que algo se rompía por dentro.
***
Por su parte, Anastasia ya había pasado por su drama. Tras el primer baile, y el encuentro con príncipe Lionel en el pueblo... este la citó para que se probara el zapato de cristal. Con diligencia (y esperanza), ella se acercó triunfal, segura de su tacón perfecto. Pero no encajó. Y para colmo, en el apuro, se lo quebró sin querer.
—¡Su alteza, se… rompió! —exclamó con el corazón hundido, viendo cómo el príncipe apartaba el zapato con desdén.
—Gracias… señorita Montclair —fue todo lo que dijo, sin una sola nota de consuelo. Ni una mirada. Y Anastasia, desolada, se alejó.
Recuerdo fugaz: caminando por un pasillo en penumbras, entre columnas y sombras, ella dejó caer un par de lágrimas. Un soldado la vio.
—No debería ponerse así, señorita —dijo, con timidez, ofrecíendole un pañuelo.
Ella asintió entre sollozos, secándose y murmurando:
—No lloro por no haber sido elegida... lloro porque el zapato se rompió... y si me cae una maldición, ya no me casaré jamás...
El soldado sonrió gentil.
—Dudo que eso pase. Es usted una señorita encantadora.
Anastasia se sonrojó, limpiándose los ojos.
—Lo siento. Le devolveré el pañuelo otro día.
Lo sostuvo. Y luego, sin esperar respuesta, se retiró, sintiéndose tonta. Pero… con la duda de quién era ese soldado amable.
***
Ahora, en ese segundo baile, mientras Griselda dominaba el escenario, Anastasia se mantuvo reservada junto a su madre. Pero justo frente a la mesa de dulces, recibió una sorpresa:
—Buenas noches, señorita Montclair —dijo un caballero vestido con elegancia sobria.
Ella, sorprendida, retrocedió un poco, con vergüenza.
—Buenas noches, sir —respondió con timidez—… eh, ¿usted…?
Era él. El soldado de los pañuelos: ahora en traje, con una espada discreta y mirada segura.
—Lo siento por lo del otro día. Mi nombre es Santiago Ferreira… ministro de guerra y soldado leal…
Ella tragó con dificultad.
—Mucho gusto… yo soy Anastasia.—Él la miró con suavidad. Y ella agregó —Le traje de vuelta su pañuelo, lo lavé, y…
— Gracias. Y lamento lo sucedido. No suelo ver a una dama llorar de esa manera.
Anastasia sintió calor en las mejillas.
—Gracias a usted … no suelo llorar frente a desconocidos.
Él esbozó una media sonrisa.
—Yo pensé que, tras ese incidente, ya podría considerarme digno de… llamarla amiga.
Ella bajó la mirada. Él se acercó un poco más, suave.
—¿Le gustaría… bailar conmigo?
Fue el momento que cambió todo. Ella lo miró fija y, asintiendo, le colocó la mano en el brazo al caballero. Ambos caminaron hacia el centro del salón con paso inseguro pero decidido. La duquesa Evelyne, observando a ambas hijas por primera vez dando pasos positivos, sonrió.
***
Mientras eso sucedía, en el jardín, Griselda y Filip seguían hablando, aún reconocidos por los aplausos lejanos.
Dentro del salón, la mirada de Anatasia y Santiago no se soltó. Bailaban sin música, solo con la melodía del murmullo y sus corazones acelerados.
—Gracias por… hacerme sonreír —dijo Anastasia.
—Tu sonrisa me ha salvado el baile —respondió él.
Al separarse, él se acercó a la duquesa.
—Duquesa Evelyne —empezó con formalidad—. Me gustaría presentarme mañana, en su residencia.
Ella asintió sin dudar.
—Lo estaremos esperando, ministro. Que tenga buenas noches.
Santiago se inclinó respetuosamente. Y regresó junto a Anastasia, quien estaba radiante.
***
En la galería, Lucinda observó cada escena: el beso de Griselda & Filip, la danza bocarriba de Anastasia & Santiago. Sintió el calor helado de la envidia. Se quedó congelada, como estatua de jarrón roto.
—¿Porque Griselda arrasa. Yo… no arraso. Ni siquiera pesco un pañuelo?
Las dos hermanas estaban viviendo su cuento de hadas y ella no lograba aun convencer al príncipeque la mujer que había bailado con él aquella noche era ella... En ese momento, Lucinda supo que algo verdadero se estaba fraguando. Y la rabia no era por la pérdida de un príncipe, sino por la revelación de que su historia fantaseada no era la única que importaba.
***
La noche concluyó bajo fuegos artificiales. El salón estalló en felicitaciones. Griselda caminaba erguida, aunque con el corazón latiendo mil veces por hora, ya planificaba su encuentro con Santiago, segura de que aquel beso robado tenía fuerzas de un hechizo.
Lucinda, en cambio, se retiraba sola, con la mirada fija en el vestido azul que se alejaba con Filip. Allí comprendió: no se trataba de perder una corona, sino de perder su lugar en el cuento que ella misma se había contado.