Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 9: ATRACCIÓN PELIGROSA
...Nabí ...
Había transcurrido un mes desde que llegué al acogedor departamento de Dante. Jamás había experimentado una sensación de paz tan profunda en mi vida, y fue solo después de que mi abuela me echara de casa que pude descubrirla. Dante era un verdadero maestro en los detalles, observador y atento; parecía conocerme incluso mejor que yo misma.
Lo más significativo que ha ocurrido en este mes es que encontré empleo. Las fotografías que las personas capturaron ese día hicieron que la floristería a la que Dante me llevó se convirtiera en un fenómeno viral en internet. Visité el lugar en varias ocasiones para adquirir flores y adornar los espacios vacíos del departamento. Pero, más allá de eso, también me ofrecí a ayudar a descargar los camiones repletos de flores que llegaban cada mes. Sin esperarlo, terminé trabajando junto a la mujer que resultó ser la dueña del negocio.
El suave toque en mi hombro me sacó de mis pensamientos. Al voltear, una sonrisa se dibujó en mi rostro al reconocer a quien se acercaba: —¿Cómo estás? —signó Daniel, el hijo mayor de la señora Lucía. Era con él con quien más me comunicaba, ya que dominaba el lenguaje de señas.
—Vendrán a recoger este ramo en una hora —respondí.
—Veo que has logrado captar el toque, ¡eso es un gran avance! —esta vez habló, sonriendo—. Felicidades, Nabí.
Asentí y, en ese instante, la campanilla de la entrada principal sonó, anunciando la llegada de un nuevo cliente. Daniel miró hacia la puerta y luego volvió a fijar su mirada en mí: —Vuelvo en un momento.
Finalmente, había terminado el imponente ramo de cien rosas que habían encargado. Limpié el sudor de mi frente con el antebrazo y solté un suspiro de alivio. Con delicadeza, tomé el pesado ramo y salí hacia la recepción, colocándolo cuidadosamente en el área de despacho.
Justo cuando terminé, dirigí la mirada hacia la persona que conversaba con Daniel. Era una mujer que estaba de espaldas, pero su vestuario, perfume y joyas la destacaban como alguien de gran poder adquisitivo, algo que se había vuelto casi habitual desde que comencé a trabajar aquí.
Me acerqué a Daniel para tachar los encargos que ya estaban listos cuando, de repente, vi el rostro de esa mujer. Mi estómago se revolvió al reconocerla.
Serafina Lombardi.
Conocí su nombre después de leer un comunicado de prensa en el que la culpaban de vender drogas en sus establecimientos. No era sorprendente; para mí, esa familia nunca había sido normal.
Intenté alejarme y ocultar mi rostro, pero estaba segura de que, a pesar de mis esfuerzos, ella me había reconocido.
El sol comenzaba a ocultarse, y era hora de marcharme. Tomé el ramo de flores que había armado con esmero y me colgué el bolso al hombro. Mientras tanto, Daniel se concentraba en los últimos detalles, así que decidí adelantarme. Al despedirme, me dirigí a la parada de autobuses. Minutos después, observaba cómo la noche en Padua se iluminaba con su hermoso resplandor. Me bajé justo a una cuadra del Santuario di San Leopoldo Mandic. Al entrar al templo, vi a la anciana Ana barriendo el amplio pasillo que conducía al altar.
Di un suave toque a uno de los enormes bancos de madera y, al percatarse de mi presencia, Ana sonrió y dijo: —Viniste, querida.
Dejé el ramo de flores en el banco y, con delicadeza, le quité la escoba junto a la pala para recoger el polvo acumulado. Luego, nos dirigimos a la parte trasera del templo, cambié las flores marchitas del jarrón con agua que reposaba en el centro de la mesa.
La mirada de Ana se sentía como flechas en mi espalda; sabía que su curiosidad era profunda. Mi desaparición inesperada había tomado por sorpresa a la hermana Ana y al padre Abel, y los días que no regresé los mantenía preocupados. Eso era lo que ellos me habían contado. Hice mi esfuerzo por explicarles con detalle lo que había sucedido...
—¿No lo has vuelto a ver? —preguntó la hermana Ana, de repente.
La verdad es que no he sabido de él desde aquella vez. Al principio, me intrigaba saber cómo estaba después de aquel atentado. Cuando las fotos se hicieron virales en internet, pensé que él vendría a buscarme de nuevo, y eso me asustaba. Había hecho todo lo posible por huir y temía que pudiera hacerle daño a Dante.
Pero no llegó.
Anteriormente mencioné que había sentido paz desde que me echaron de la casa materna; sin embargo, no es del todo cierto... Vivía en incertidumbre, ya que no quería volver a verlo.
Pero…
¿Desde cuándo ese hecho se convirtió en un "pero"?
¿A quién quiero engañar? Quiero volver a verlo. Deseo verlo por última vez y darle las gracias, porque a pesar de todo el escenario que creó conmigo, él me salvó de esos abusadores. De no haber sido por él, quizás esta Nabí no sería la misma.
Negué con la cabeza, y la hermana Ana pareció relajarse un poco. El padre Abel estaba ocupado en el confesionario, así que, antes de que se hiciera más tarde, me despedí de la hermana y me dirigí de nuevo hacia la parada de autobuses.
Dante había enviado un mensaje explicando que llegaría tarde debido a una reunión improvisada. Le respondí y guardé el móvil en el bolso. El camino no era muy largo, pero en cada semáforo que pasaba, el cansancio me dominaba y mis ojos se sentían cada vez más pesados.
Con el paso de los segundos, el sueño me dominaba, pero no lo suficiente como para no notar cuando alguien se sentó en el asiento vacío a mi lado. No le presté atención; simplemente abracé mi bolso con más fuerza y me recosté contra la ventanilla de cristal, que se sentía fría y dura, haciéndome sentir incómoda.
No sé cuánto tiempo había pasado, pero cuando desperté, ya había sobrepasado la parada donde debía bajarme. Me moví bruscamente y una bufanda cayó justo sobre mis piernas; la estaba usado como almohada para evitar golpearme contra el cristal.
No lo comprendía.
¿Quién había dejado esto aquí?
Luego me di cuenta de que la persona que estaba a mi lado ya no estaba. Miré a mi alrededor, pero no noté nada inusual. Me bajé del autobús y comencé a caminar las tres cuadras que había pasado por estar dormida. Seguía observando la bufanda, era de un tejido suave, en un tono gris oscuro que contrastaba con el frío de la noche. Tenía un diseño sutil de líneas diagonales que le daba un toque elegante y masculino. Al sostenerla, noté que emanaba un ligero aroma a perfume masculino, fresco y envolvente, que evocaba una sensación de calidez y cercanía. Era como si aún guardara la esencia de la persona que la había usado, añadiendo un aire misterioso a su presencia.
Luego, una pregunta cruzó mi mente y, al recordarlo, mi corazón comenzó a latir con fuerza. ¿Había sido él? Si no lo hubiera sido, ¿por qué un desconocido dejaría algo así? Era la única respuesta que tenía. Miré a mi alrededor, pero no podía verlo ni distinguirlo entre la multitud. Él había aparecido y desaparecido de repente.
Mientras avanzaba, noté a una persona de pie a unos pasos de mí. La multitud iba y venía, pero él permanecía ahí, observándome con intensidad. Llevaba una sudadera gris que ocultaba su rostro en parte, pero sus ojos claros brillaban con un aire enigmático. El cubrebocas negro cubría la mitad inferior de su cara, pero su postura relajada y segura revelaba confianza. Lo reconocí al instante y me quedé estática, atrapada en su mirada. Aunque escuchaba mi móvil sonar dentro del bolso, lo ignoré y comencé a caminar hacia él.
¿Por qué lo estaba haciendo?
¿Por qué en vez de huir estoy yendo hacia él?
De repente, alguien chocó conmigo, distrayendo mi atención. Cuando volví a mirar, su espalda se alejaba rápidamente. Comencé a caminar más rápido, esquivando a las personas que me rodeaban, pero él se desvanecía cada vez más en la multitud. Finalmente, lo perdí de vista y una decepción profunda me invadió. En ese momento, alguien me tomó del brazo, sobresaltándome. Al girar, vi que era Dante.
—¿Por qué no respondías el móvil? —preguntó, preocupado—. Estaba haciéndote una videollamada. ¿Qué haces tan lejos del departamento?
Aún un poco distraída, seguía mirando en la dirección donde él había desaparecido.
—¿Qué estás viendo? —me preguntó, fijando su mirada en la misma dirección que yo—. ¿Qué es eso de ahí? —su atención se centró en la bufanda que tenía en mis manos. De inmediato la escondí detrás de mí y negué con la cabeza.
—¿Cómo me encontraste? —signé.
—Sabes que, después de lo que sucedió, puedo detectar tu móvil con el GPS —me recordó—. Es fácil encontrarte así.
Sonreí y asentí. Luego me tomó de la mano y sonrió.
—Vamos a casa. ¿Te gustaría pedir comida a domicilio hoy?
Me encerré en la habitación después de llegar al departamento, deseando darme una ducha antes de cenar. Saqué la bufanda y el móvil que había guardado en el bolso. Le eché un último vistazo a la bufanda, recordando su aroma, y luego la guardé en mi armario.
El olor a ese perfume aún persistía dentro de mis fosas nasales, como un eco que se negaba a desvanecerse. A pesar de que el agua empezaba a correr por mi cuerpo y el baño se llenaba de vapor, era difícil borrarlo. Cada gota que caía parecía llevarme de regreso a aquel instante.
De repente, sonó el timbre mientras me colocaba la pijama y peinaba mi cabello húmedo. Con un suspiro, salí de la habitación. En la sala de estar, Dante estaba sirviendo pollo en un plato humeante, mientras la TV se encendía automáticamente.
Me senté en el sillón, doblando las piernas bajo mí, buscando una posición cómoda mientras tomaba el control de la TV. Con un parpadeo, abrí Netflix. Dante se acercó con una sonrisa cálida y me entregó mi porción de pollo, el aroma delicioso llenando el aire.
Ciertamente, había estado al lado de él, pero a mitad de película me encontré debajo de su brazo, con un cojín tapándome el rostro. Había elegido una película de terror, y ahora, en medio de los sustos, me estaba arrepintiendo profundamente. Dante se burlaba de mí, pero a la vez se esforzaba por ser mi refugio en ese mar de tensión.
Me moví y coloqué mi cabeza en su pierna, estirando mi cuerpo en todo el sofá. La calidez de su presencia me tranquilizaba, aunque la trama oscura en la pantalla seguía provocando escalofríos. Sin embargo, a medida que pasaban los minutos, noté que Dante empezaba a estar inquieto. Lo miré ceñuda, tratando de entender qué le pasaba; él parecía nervioso, como si algo lo perturbara.
Habíamos hecho esto muchas veces desde que llegué aquí: ver películas hasta quedarnos dormidos, disfrutando de la compañía del otro. Sin embargo, esta vez sentía que algo era diferente. Había una tensión en el aire, un ligero cambio en su comportamiento que no podía ignorar.
Esta vez, sin previo aviso, Dante rápidamente agarró el cojín que estaba a su lado y lo colocó debajo de mi cabeza con un gesto protector. Su sonrisa nerviosa contrastaba con la calma que intentaba proyectar, y en medio de esa risa un poco temblorosa dijo: —Creo que así está mejor.
Me levanté rápidamente, mirándolo con curiosidad. Me senté sobre mis piernas, inclinándome un poco hacia él, y le firmé con las manos: —¿Qué sucede? Estás sudando.
Su frente brillaba ligeramente, un leve resplandor que delataba que no estaba realmente bien. Sus ojos se posaron en los gestos de mis manos, y lo vi quedarse ahí, analizando cada movimiento durante unos segundos. Recordé cuánto esfuerzo había puesto Dante en aprender lenguaje de señas gracias a mi ayuda y a los libros que habíamos comprado juntos.
Dante se aferró al cojín que aún estaba encima de sus piernas, como si buscara un ancla en medio de su inquietud. Yo fruncí el ceño nuevamente, tratando de descifrar lo que realmente pasaba por su mente. En un momento de claridad, todo cobró sentido para mí, y sin ninguna doble intención, hice una expresión burlista, levantando una ceja y sonriendo de manera juguetona.
La reacción de Dante fue inmediata; su rostro se transformó, pasando de la incertidumbre a la indignación. Sus ojos se abrieron con sorpresa y sus labios se apretaron en una línea recta, como si estuviera tratando de contener una mezcla de frustración y diversión.
—¡No soy de piedra, Nabí! —exclamó, indignado, su voz un poco más alta de lo habitual—. Si estuvieras en mi lugar, lo entenderías. —poco a poco, se calmó, y continuó con un tono más reflexivo—: Además, ¿por qué debes mover tanto tu cabeza cuando estás recostada en mis piernas?
Tenía razón. En muchas ocasiones actuaba según mi comodidad sin pensar en cómo él se sentiría. Siempre había sido respetuoso, incluso cuando mis acciones podían parecer imprudentes. La realidad de su incomodidad me golpeó como un rayo, y me di cuenta de que había estado tan atrapada en mi propia diversión que había pasado por alto sus límites.
Su rostro estaba ligeramente sonrojado, un rubor que contrastaba con su habitual seriedad. Las venas en sus brazos se marcaban por la tensión, evidenciando la lucha interna entre su indignación y el deseo de mantener la calma. Cada pequeño gesto suyo me decía que estaba tratando de controlar su frustración, pero había algo en su mirada que delataba su vulnerabilidad.
—Lo siento. —signé.
Él suspiró, y poco a poco, pareció ir recuperando la calma. Queriendo salir de ese momento de tensión, decidí recoger los platos de cerámica sucios que estaban dispersos sobre la pequeña mesa frente a nosotros. Pero justo cuando estaba a punto de levantarme, su mano me detuvo suavemente.
Le di una mirada confundida, sin entender del todo su intención. Antes de que pudiera intervenir, él me tomó con firmeza y, sorprendentemente, me cargó como si fuera una pluma y me sentó en sus piernas.
No había cojín, no había distancia, no había espacio personal entre nosotros.
La cercanía era abrumadora, y me di cuenta de que Dante estaba en una situación embarazosa, lo que me hacía sentir a mí también un poco avergonzada. Su abrazo era firme, como si intentara evitar que me escapara, pero en lugar de eso, me dejaba atrapada en un torbellino de emociones.
No sentía miedo; sabía que Dante no era capaz de hacerme daño. Pero la confusión me invadía. ¿Desde cuándo empezó a sentir este tipo de cosas por mí? Era un dilema que no podía resolver. Hace poco pensaba que me odiaba, que cada mirada suya estaba llena de desdén y rechazo. Y ahora, aquí estaba él, acercándome con una intensidad que desafiaba todo lo que creía saber.
Movió mi cabello, aun ligeramente húmedo, hacia un lado con una delicadeza casi reverente, dejando al descubierto mi cuello. Su aliento cálido y suave en mi piel me provocó escalofríos que se esparcieron por todo mi cuerpo. La sensación era intensa y me dejaba vulnerable, atrapada entre la sorpresa y el deseo.
Dante se aferró a mí con más fuerza, como si quisiera que no pudiera escapar de este momento tan cargado de tensión. Sus labios encontraron mi cuello, comenzando a depositar suaves y cálidos besos que parecían encender cada fibra de mi ser.
Su agarre se volvió más firme, casi posesivo, y sin previo aviso, me movió con suavidad, acostándome sobre el sofá. El hombre que solía ser distante y de pocas palabras ahora estaba encima de mí, su mirada cargada de lujuria y deseo. Era un contraste inquietante que me hacía sentir vulnerable.
Sus besos comenzaron en mi cuello, cada roce de sus labios dejaba una marca ardiente en mi piel. Luego, se desplazaron hacia mi clavícula, explorando con una intensidad que me dejaba sin aliento. Pero a pesar de la pasión que emanaba de él, mi cuerpo no reaccionaba como esperaba. Había una mezcla de emociones en mí; la confusión y el deseo se entrelazaban con una creciente incomodidad.
Un mal presentimiento me invadía, como si una sombra oscura se asomara en medio de la calidez que antes había sentido.
Dante rozó suavemente sus labios en la punta de mi nariz, un gesto que combinaba ternura y seducción. Su mirada ardiente me decía que sabía exactamente cuál sería su próximo movimiento. Con un movimiento delicado, aparté mi rostro, y él fue acercándose a mi oreja con una intensidad que me hizo contener la respiración.
—Por favor… —susurró, su voz era un murmullo suave y persuasivo que vibraba en el aire entre nosotros—. Te prometo que no pasará nada que tú no quieras. Solo déjame saciar las ganas que tengo de besarte.
Su mano tomó mi rostro con firmeza, obligándome a mirarlo directo a los ojos. Aquellos ojos oscuros como la noche me atrapaban, pero a pesar de su proximidad, sentía que había una distancia abrumadora entre nosotros. Era un tira y afloja de emociones, donde el deseo se mezclaba con un profundo desasosiego.
Cuando Dante se inclinó para besarme en los labios, un torbellino de sensaciones me invadió. Sin embargo, algo dentro de mí se resistía; había un freno interno que me impedía corresponderle. Intenté empujarlo con delicadeza, como si esa acción pudiera romper el hechizo que lo mantenía tan cerca, pero al mismo tiempo tan distante.
A medida que mi resistencia se hacía evidente, sentí cómo su cuerpo se volvía más pesado sobre el mío. En lugar de retroceder, su respiración comenzó a acelerarse, llenando el aire con una tensión palpable. Sus besos se tornaron más bruscos, cargados de una urgencia que me desbordaba. Cada roce de sus labios era una mezcla de impaciencia y deseo ardiente, desdibujando las líneas entre lo que quería y lo que temía.
De repente, un estruendo ensordecedor hizo que ambos saltáramos. El sonido resonó en la habitación como un trueno, y al voltear, vi cómo el enorme vidrio del ventanal se había hecho añicos, fragmentos brillantes volando por el aire. Mi corazón se detuvo cuando una bala atravesó la sala y destrozó el jarrón que siempre traía flores frescas cada semana, esparciendo pétalos y trozos de cerámica por toda la superficie.
—¡Al suelo! —gritó Dante con una urgencia que me heló la sangre.
Sin pensarlo dos veces, me arrastré por el suelo, el frío del parquet contra mi piel me recordó la gravedad de la situación. Corrí hacia el pasillo que conducía a las habitaciones, buscando refugio y tratando de mantener la calma. Mientras me movía, me aseguré de que Dante estuviese a mi lado, pero al girar, mi corazón se hundió al verlo tirado en el suelo, escondido detrás del sofá.
El sonido del cristal rompiéndose aún retumbaba en mis oídos. La adrenalina corría por mis venas, pero no pude contenerme; la necesidad de volver a su lado fue más fuerte que el miedo. Al acercarme, la escena se tornó aún más horrenda: la sangre se extendía rápidamente por su abdomen, tiñendo su camisa de un rojo oscuro y aterrador.
Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, calientes y descontroladas, mientras Dante me miraba con una expresión que me partió el alma. Su rostro, antes lleno de vida y determinación, ahora se volvía pálido, como si la energía estuviera escapándose de él. La desesperación me invadió; no sabía qué hacer en ese momento crítico.
—Corre —me dijo con dificultad, su voz apenas un susurro entrecortado—. Sal de aquí y escóndete.
Negué con la cabeza varias veces, sintiendo que el pánico me invadía. A duras penas, logré arrastrarme hasta mi habitación, buscando desesperadamente mi móvil para llamar a urgencias. La voz de la operadora al otro lado de la línea era un sonido distante, casi etéreo, mientras yo intentaba articular palabras. Pero mi voz... simplemente no respondía.
No tenía voz.
El caos estalló cuando un fuerte ruido resonó desde afuera, como si alguien intentara abrir la puerta a la fuerza. En un instante, Rogelio Mancini irrumpió en la habitación, acompañado por los vigilantes del departamento.
—¡Mi hijo! —gritó, su voz llena de desesperación y furia.
Sin importarle nada, me apartó bruscamente. Con la ayuda de los guardias, levantaron a Dante del suelo. Yo solo podía mirar, paralizada, mientras él me miraba por última vez antes de perder el conocimiento. Su rostro se desvanecía ante mis ojos; el terror se apoderó de mí.
La ambulancia llegó en cuestión de minutos, y en un arranque de desesperación tomé un taxi para seguirlos al hospital. Al llegar, vi cómo introducían a Dante al quirófano. El corazón me latía con fuerza en el pecho cuando Rogelio Mancini se acercó a mí con una hostilidad palpable. Su mirada era un fuego ardiente.
—¡Tú! —gritó, apretando los puños como si luchara contra su propia rabia—. ¡Todo lo que está cerca de ti se pudre!
El impacto de su mano contra mi mejilla me dejó aturdida; el dolor era agudo y real. Era la primera vez que me hablaba así; o si quiera me tocara, nunca antes había sentido su furia dirigida hacia mí.
—Si algo le pasa a mi hijo... —me sujetó con fuerza los brazos—. ¡Te juro que te mato, maldita!
Me empujó con tal fuerza que caí al suelo, el impacto me dejó aturdida. Mis piernas no respondían, como si el miedo las hubiera paralizado. Todo sucedió en cuestión de segundos, un torbellino de emociones y gritos que se entrelazaban en la atmósfera cargada de tensión.
Minutos después, la última persona que necesitaba apareció para completar mi desgracia. Beatriz, con su mirada llena de desprecio y rabia, se acercó con pasos firmes, como si cada uno de ellos estuviera cargado de veneno.
—¡Malnacida! —me gritó, su voz resonando en el aire como un cuchillo afilado—. ¡Yo sabía que nada bueno le pasaría a mi Dante si estaba cerca de ti!
El escándalo que Beatriz estaba haciendo resonaba por todo el hospital, atrayendo miradas curiosas y preocupadas. Su grito desgarrador atravesaba las paredes, y en cuestión de segundos, las enfermeras llegaron para intervenir, tratando de restaurar el orden en medio del caos.
—¡Déjenme en paz! —exclamó Beatriz, su voz llena de rabia—. Mi hijo está dentro de ese quirófano al borde de la muerte por culpa de esta maldita zorra —me señaló con desdén, como si yo fuera la causa de todos sus problemas.
Negué varias veces, sintiendo cómo los ojos de los demás se posaban sobre mí, como si buscaban respuestas que no tenía. Mis lágrimas caían incontrolablemente por mis mejillas, cada una cargada con el peso de la angustia y la culpa. Era como si el dolor que sentía dentro se exteriorizara en cada gota.
—Claramente fue una herida de bala —intervino una enfermera con tono firme—. No sabemos qué fue lo que sucedió. Hasta que no llegue la policía, deben mantenerse en silencio; hay otros pacientes que necesitan paz para recuperarse.
Las palabras de la enfermera resonaron en la habitación, un intento por poner orden en el desasosiego que reinaba. Rogelio se acercó a Beatriz y le tocó el hombro, haciendo una expresión que intentaba calmarla. Ella respiró hondo, indignada, pero finalmente se dejó caer en una silla a varios metros de mí, su cuerpo tenso aún emanaba rabia.
La atmósfera se llenó de un silencio pesado, interrumpido solo por los sonidos lejanos del hospital: monitores pitando y pasos apresurados.
Había pasado aproximadamente una hora cuando el cirujano salió de la sala de operaciones. Beatriz y Rogelio fueron los primeros en levantarse, mientras que yo me quedé al margen, atenta a lo que decía el médico.
—Doctor, ¿cómo está mi hijo? —preguntó Beatriz entre sollozos.
El doctor se quitó el cubrebocas y respondió—: Su hijo ha sido sometido a una nefrectomía parcial debido a la herida de bala que comprometió gravemente su riñón derecho. Lamentablemente, el daño era irreversible, por lo que tuvimos que proceder a realizar una nefrectomía total.
Beatriz comenzó a llorar, y en ese momento, Rogelio preguntó—: ¿Pero él estará bien? ¿No tendrá complicaciones?
—La mayoría de las personas pueden vivir con un solo riñón sin complicaciones significativas, siempre que el riñón restante esté sano y funcione adecuadamente —aclaró el médico—. Es fundamental que se realicen pruebas periódicas de función renal para monitorear su estado. Pero por ahora, está fuera de peligro. Lo mantendremos en la UCI para observarlo durante unos días.
Me quedé estática, con el brazo apoyado en la pared. Mis piernas temblaban, como si aún estuviera atrapada en medio de balas de acero. Beatriz y Rogelio pasaron a mi lado, sus miradas cargadas de un odio que me atravesaba como un dardo.
Quizás tenían razón al decir que él salió lastimado por mi culpa. Se lanzó sobre mí, convirtiéndose en mi escudo contra los disparos. Me dejé caer nuevamente en la silla del pasillo, ordenando mis pensamientos mientras contenía las lágrimas que amenazaban con brotar.
—Vete de aquí —refutó Beatriz, deteniéndose a mirarme. Rogelio la arropaba con su saco, sus manos sostenían suavemente sus hombros—. Eres una maldita. Tu presencia aquí pone en riesgo la vida de los demás; eres la parca.
El peso de sus palabras me aplastó. El odio que sentían hacia mí era como una sombra oscura que se cernía sobre cada rincón de mi ser. En su mirada, no solo había desprecio; había un profundo rencor que me hacía sentir pequeña e insignificante.
Me quedé allí, sola, mientras los enfermeros pasaban de un lado a otro con una prisa frenética. El mundo parecía detenerse poco a poco, y mis oídos se llenaban de un silencio abrumador, donde solo podía escuchar mi respiración y los latidos desbocados de mi corazón.
¿Quién había hecho esto?
No creía que Dante tuviera enemigos que quisieran verlo muerto.
¿O tal vez sí?
A medida que reflexionaba, me di cuenta de que realmente no conocía del todo a Dante. Cuanto más lo analizaba, más evidente se volvía que podría tener enemigos ocultos. Los disparos habían cesado justo después de herirlo, y siempre parecían dirigirse hacia él.
Era un abogado de renombre; su profesión seguramente le había acarreado más enemigos de los que imaginaba.
Mientras miraba al vacío, una sombra pareció deslizarse velozmente ante mis ojos, como un fantasma que cruzaba la penumbra.
Dirigí mi mirada hacia el final del pasillo, donde se encontraban las escaleras. Allí estaba él de nuevo. Podría reconocer su espalda en cualquier lugar.
¿Había sido él?
No sé de dónde saqué el coraje, pero lo seguí, viéndolo desaparecer detrás de las escaleras de emergencia. El eco de sus pasos resonaba en el silencio, y los seguí, impulsada por una mezcla de miedo y curiosidad. A medida que me acercaba, el mismo perfume familiar me confirmó lo que ya temía: era él.
El mismo que me había observado aquel día en el templo.
El mismo que me mantuvo cautiva en su mansión.
El mismo que había dejado aquella bufanda en el autobús.
El hombre que pudo haberle disparado a Dante, seguramente al verme besándolo.
Una sonrisa sarcástica se escapó de mis labios, como si una revelación oscura comenzara a tomar forma en mi mente. Empecé a comprenderlo: Daemon Lombardi estaba obsesionado conmigo. Pero no sabía por qué, ni qué tipo de obsesión lo consumía...
Mis pasos se aceleraron esta vez, y con un impulso desesperado, lo agarré de la sudadera. Pero al girar su rostro hacia mí, me sorprendí.
No era él.
El hombre continuó su camino, y mi mente se convirtió en un torbellino de confusión mientras se alejaba. Estaba completamente segura de que era Daemon. Regresé por el mismo sendero del que venía, pero esta vez algo me interceptó.
Al levantar la mirada, fui tomada por sorpresa; alguien me agarró de la cintura y me arrastró hacia una habitación apartada.
Era una habitación con camas y casilleros, y me moví frenéticamente, intentando escapar de su fuerza. Me empujó contra un casillero, y con un esfuerzo desesperado, logré quitarle el gorro de la sudadera que ocultaba su rostro.
Lo sabía.
Sus ojos grises, intensos y ceñudos, reflejaban la ira que lo consumía. Sus labios estaban tensos, y las manos que sostenían mis brazos con firmeza temblaban de una manera inquietante.
Antes me preocupaba por su salud tras el atentado, pero ahora me daba cuenta de que quizás ese golpe lo había llevado al borde de la locura.
Entonces, moví mis labios e intenté susurrarle:
—Eres un psicópata.
Él soltó una carcajada que resonó en la habitación, mirándome con una intensidad que me heló la sangre. Pero, de repente, su expresión se tornó fría y distante.
—Es tu culpa —dijo, su voz cargada de irritación—. No me acerqué todo este tiempo porque parecías tan feliz. Pero ese malnacido de Mancini... es una piedra en el zapato... —confesó, elevando cada vez más la voz—. ¿Por qué dejaste que te pusiera una mano encima? ¡¿Por qué?!
Su grito reverberó en las paredes, aterrador y lleno de una rabia oscura que parecía consumirlo, mientras sus ojos ardían con una mezcla de desesperación y posesión.
Finalmente, me soltó y resopló obstinado, mientras se pasaba una mano por el cabello despeinado. Me miró de nuevo, sus ojos intensos reflejando una mezcla de frustración y deseo.
—Quería acercarme a ti otra vez, de una manera muy casual... sin que me tuvieras miedo. Sé que no tuvimos un buen inicio —dijo, apretando los puños con fuerza, los músculos de su mandíbula tensos como cuerdas.
De repente, sin previo aviso, golpeó el casillero con fuerza, dejando un agujero marcado por su puño. El estruendo resonó en mis oídos y me sobresalté.
Por primera vez en mi vida experimenté lo que era ser objeto de celos; pero nunca imaginé que fuera de esta manera. Este hombre, que creía ajeno a mí, parecía conocerme más que yo misma.
—No quiero que otro hombre te ponga una mano encima, ¿entiendes? —su voz vibraba con una amenaza oscura—. Todo el que siquiera te toque un cabello... su cabeza saldrá rodando.
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral ante su declaración. Movida por un impulso irrefrenable, lo abofeteé. No lo conocía realmente, y estaba diciendo disparates como si tuviera derecho a decidir sobre mi vida.
Él no se inmutó ante mi golpe; en cambio, su enorme mano se deslizó por mi nuca, acercándome a él con una fuerza que me dejó sin aliento. Su aliento cálido rozaba mis labios, y podía sentir la agitación que lo consumía.
—Eres mía... —susurró con voz grave, impregnada de una posesividad que me erizó la piel—. No necesito tu aprobación; al final lo serás. Esa fue mi promesa.
Su beso me tomó por sorpresa. No fue gentil ni suave; fue voraz y desbocado, un torrente de deseo que me arrastró sin compasión. Intenté empujarlo con todas mis fuerzas, incluso mordí sus labios en un intento desesperado de liberarme, pero él era como una roca, impenetrable e inquebrantable.