EMBARACE A MI ENEMIGO

Como todo macho tonto enamorado, cayó.

Volvieron a estar íntimos… violentos, salvajes, sucios, como la primera vez… pero ahora con más necesidad, más pasión y muchísimo más deseo.

—Bien te voy a ayudar... pero que no se vuelva una costumbre. Tengo muchos asuntos.

—Gracias, esposo. No te molestaré...solo ayúdame cuando tenga mi celo.

Draco pensó que podría darle otra poción después. No puede negarse porque si se riega la noticia de que no cumple en la cama pueden surgir innumerables rumores sobre su virilidad y desempeño.

Grave… gravísimo error.

Porque Louve, entre gemidos reales y lágrimas falsas, pensaba:

"Ahora sí… esta vez, te atrapé. Se que soy tu debilidad"

Pero lo que no sabe Louve es que dentro de su vientre… ya había vida.

Un pequeño ser mitad lobo, mitad dragón… creciendo. Hermoso, poderoso y majestuoso.

Y Draco… pobre idiota… aún no tenía idea de lo que acababa de hacer.

Draco y Louve habían establecido una rutina diaria que, aunque llena de tensiones y desafíos, mantenía una apariencia de normalidad ante los demás. Sin embargo, la relación entre el orgulloso dragón y el astuto hombre lobo estaba lejos de ser convencional.

Un día, Louve sugirió que fueran al río cercano para refrescarse y pasar tiempo con los amigos de Draco.

Draco, aunque receloso, aceptó, esperando que la presencia de otros suavizara las interacciones entre ellos.

Al llegar al río, los amigos dragones de Draco ya estaban allí, disfrutando del agua y conversando animadamente. Louve, con su naturaleza juguetona y desafiante, decidió aprovechar la ocasión para provocar a su esposo.

—Draco, sé un buen chico y tráeme una toalla —dijo Louve en tono meloso, acariciando la cabeza de Dracon como si fuera una mascota cuando salió del agua.

Los dragones presentes estallaron en carcajadas contenidas, sorprendidos por la audacia de Louve al tratar a su comandante de esa manera. Draco sintió cómo la ira y la humillación se mezclaban en su interior, pero mantuvo la compostura, limitándose a lanzar una mirada fulminante a Louve.

—Claro, eres mi esposa. Es normal que te ayude en todo. No estoy en la guerra ni eres uno de esos soldados toscos y desagradables, tu puedes pedirme lo que quieras.

Esa noche, de regreso en su hogar, la tensión entre ambos estalla. Draco, incapaz de contener su enojo, confronta a Louve.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —ruge Draco, sus ojos brillando con furia—. ¡Me humillaste delante de mis hombres!

Louve, con una serenidad que solo aumentaba la irritación de Draco.

—Oh, ¿te refieres a lo del río? Solo estaba jugando, querido esposo. Eres muy atento.

Draco aprieta los puños, luchando por controlar su temperamento.

—No vuelvas a hacer algo así frente a mis hombres

—Osea que mientras te pida algo mientras estemos solos ¿estará bien?.

Louve simplemente sonríe y se retira a su habitación, dejando a Draco solo con su frustración.

Al día siguiente, Louve desapareció desde temprano. Draco, al principio, pensó que solo se había alejado para despejarse o hacer algún pendiente, pero a medida que pasaban las horas y Louve no regresaba, la preocupación comenzó a invadirlo. Recuerda que la noche anterior, Louve simplemente le dió la espalda y así durmieron, cada quien por su lado.

Al caer la tarde, Draco decidió buscarlo. Extendió sus alas y sobrevoló los alrededores, llamando a Louve sin obtener respuesta. De repente, recordó la cascada que solía visitar Louve.

Con el corazón acelerado, temiendo que Louve pudiera haber tomado una decisión drástica de suicidio debido a su discusión, Draco voló a toda prisa hacia la cascada. Al llegar, oculto entre los matorrales, observó una escena que lo dejó atónito.

Louve estaba allí, riendo y chapoteando en el agua junto a otros jóvenes lobos de su manada. La alegría en su rostro contrastaba con la preocupación que Dracon había sentido todo el día. Y su torso...llevaba el torso desnudo.

La ira se apoderó de Draco. Emergió de entre los arbustos con un rugido ensordecedor que hizo eco en todo el valle. Los jóvenes lobos, aterrados, salieron corriendo en diferentes direcciones, dejando a Louve solo.

Louve, al ver a Draco enfurecido, corrió y se ocultó detrás de la cortina de agua de la cascada, sabiendo que el dragón no podría alcanzarlo allí sin mojar sus alas.

—¡Sal de ahí, Louve! —ordena Draco, con su voz resonando con autoridad.

Louve, asomando apenas la cabeza, responde con una sonrisa desafiante:

—¿Por qué tan serio, esposo? Solo estaba divirtiéndome un poco.

Draco sintió cómo la frustración lo consumía. Este juego constante de provocaciones y desafíos estaba llevándolo al límite.

—¡Regresa a casa. Ahora! —dijo Draco con voz grave, intentando contener su furia.

Louve, con una mirada traviesa, salió lentamente de su escondite y caminó hacia Dracon.

—Como desees, mi querido dragón.

—Te prohíbo salir sin permiso y menos sin nada arriba.

—¿Cuál es tu problema?—toma su ropa y se la pone.

—¿Mi problema? Ja, el problema es que eres mi esposa.

El camino de regreso fue silencioso, pero la tensión entre ambos era evidente. Ambos sabían que esta batalla de voluntades estaba lejos de terminar.

Al llegar a la cueva —su maldito hogar ahora compartido— Draco venía botando prácticamente humo por la nariz, las uñas marcadas en sus palmas de tanta furia contenida. No era solo que Louve lo humillara frente a sus subordinados... o que se escapara sin decirle nada, o que estuviera expuestos dónde considera que sólo el tiene el derecho de verlo asi ¡Era la manera en que lo hacía! Lo trataba como a un simple perro domesticado.

—¡Eres un maldito insolente, Louve! —gruñe apenas cerró la puerta tras de sí—. ¿Cómo te atreves a escapar sin decir nada y encima mostrar lo que solo yo puedo ver?

Louve, que iba unos pasos delante de él, se detuvo. Su cola —esa maldita y esponjosa cola de lobo negro— se agitó lentamente. Y sin decir palabra… empezó a desabotonar su ropa.

Draco parpadea.

—¡Oye, te estoy hablando! —ruge el dragón avanzando con pasos pesados.

Pero el lobito siguió… sin apuro, sin miedo… deslizándose la blusa por los brazos con esa piel pálida llena de marquitas y mordidas recientes —hechas por él, claro—.

—Mmm… qué fastidio pelear… vida—murmura Louve como si estuviera solo—. Me cansa discutir… qué estrés, de verdad.

Y ¡zas! el pantalón cae al suelo mostrando su trasero.

—¡Y encima no llevas calzones!

Draco se quedó estático. Traga en seco. Su virilidad tiembla. Su quijada literalmente baja un poco —y eso que era un dragón orgulloso y fiero, no un idiota babeante—. Pero el lobo… el lobo sabe lo que hace.

Sube a la cama grande de pieles, estirándose a lo largo. Y como si fuera poco… se acomoda boca abajo, elevando apenas su trasero redondo y blanco. Lo mueve lentamente de un lado para otro, como si buscara una posición cómoda… o como si provocara a propósito.

Un rugido gutural, profundo, escapa del pecho del dragón.

—¡Louve! —advierte Draco con la voz ronca y las venas marcándosele en el cuello.

—Mmmm… qué molesto eres, Draco… gritas mucho… —susurra el lobito sin dignarse a mirarlo, con su carita hundida en la almohada—. Si estás enojado, vete… o haz algo útil… y ven a sobarme la espalda.

Fue el detonante.

Draco golpea con tal fuerza una de las columnas de piedra que sostuvo el techo, que la roca crujió en protesta.

—¡Mierda…! —maldice entre dientes.

Si se quedaba un segundo más… lo iba a traspasar, lo iba a empalar como un pincho de carne jugosa, y no precisamente con un arma.

Gira sobre sus talones y sale de la cueva casi echando chispas por las alas. El calor que sentía en las entrañas no era solo de furia… era de lujuria… era ese deseo enfermizo que Louve provocaba con esa actitud descarada.

El muy maldito lo había vuelto adicto.

Mientras se aleja, jura por sus ancestros que esa guerra no se iba a ganar con espadas.

No.

Esta batalla era personal… muy personal… y el lobito tenía los días contados como rey del juego.

Lo iba a hacer rogar. Lo iba a hacer pedirlo de rodillas. Piensa en miles de formas para hacerlo suplicar. Piensa llenarlo tanto de sus jugos hasta que desmaye una y otra vez.

Y Draco… era paciente cuando se trataba de cazar.