Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 7: EL VÍNCULO ROTO
...Daemon...
Observé el video una y otra vez, justo viendo cuando ese imbécil se bajaba de su auto. Se veía con claridad y eso me irritaba más. Las cuatro paredes estaban en silencio, salvo por el constante tic-tac del reloj en la pared. Me recosté contra el espaldar del sillón, sintiendo como la ansiedad se transformaba en rabia.
—¿Es todo lo que tienes hasta ahora? —pregunté a Park.
—Sí, joven maestro. En el momento que ella subió a ese auto desapareció; no se han encontrado rastros. Estamos investigando quién en el dueño de ese auto y el motivo por el cual se llevó a la señorita.
—Sé quién es… —lo miré, con una clara expresión de que no me gustaba lo que estaba viendo.
Él me miró, algo confundido: —Ah, ¿sí? ¿Quién es, joven maestro?
«Maldito idiota, ¿quién te crees que eres?», pensé mientras respondía—. Se llama Dante Mancini.
—¿Mancini? ¿No es de los abogados de los Rinaldi? ¿Bufete Mancini?
—Ellos mismos.
—Pero… ¿cuál es la relación que tiene con la señorita?
—Ese es el trabajo que tendrás a partir de ahora. Investígalo. Revisa las cámaras de seguridad de la ciudad. Los vuelos que salieron en las últimas horas. Todo, que no se te escape nada.
—Sí, joven maestro. Encontraré a la señorita Nabí por usted. —hizo una reverencia.
Me recosté nuevamente al espaldar del sillón, mi vista se posó otra vez en el monitor de la computadora y reproduje el video que Park había traído para mí una vez más. Era el registro de la cámara del auto del chófer que llevaba a Nabí, quien ahora estaba en el hospital con una fractura nasal.
La presión en mi cabeza era insoportable. Cada movimiento rápido era como un golpe directo a mis sienes, y la irritación burbujeaba dentro de mí como una tormenta lista para estallar. Me recliné más en el sillón, cerrando los ojos con fuerza, intentando bloquear no solo la luz, sino también los pensamientos que me atormentaban.
—Maldita sea. —murmuré entre dientes. No tenía tiempo para debilidades ni para sentirme abrumado. Estaba acostumbrado a tomar el control, a manejar las situaciones a mi antojo. Pero ahora, aquí estaba, sintiéndome vulnerable y molesto por ello.
El sueño me atrapó de nuevo. La imagen de Nabí, con su sonrisa inocente, brillaba en mi mente como un faro en la oscuridad. Tenía solo siete años, pero su alegría era un respiro entre la miseria que me rodeaba. Era el día de mi cumpleaños número doce, y la monja mayor había hecho un pastel en secreto para mí, lejos de los otros niños que siempre intentaban hacerme sentir menos.
De pronto, el sueño se tornó en pesadilla. Vi cómo unos adultos se llevaban a Nabí a la fuerza, en su rostro se reflejaba el terror. Esa fue la primera vez que escuché su llanto; un sonido desgarrador que atravesó mi corazón como una daga. Los adultos la arrastraban a la fuerza, y yo estaba paralizado por la impotencia. Esa imagen me golpeó como un puñetazo.
Con un impulso irracional, corrí tras el auto que se la llevaba. Mi corazón latía con furia; cada paso era una súplica silenciosa.
—¡Por favor, vuelvan! —grité con todas mis fuerzas, sintiendo cómo las lágrimas ardían en mis ojos. —¡No se la lleven! ¡Nabí!
Era un niño llorando como un loco, pero no me importaba. Mi orgullo estaba en juego; no podía permitir que me robaran a alguien a quien valoraba.
El sudor empapaba mi frente cuando desperté de golpe, jadeando y con el corazón desbocado. Era solo una pesadilla, me sacudí como si pudiera quitarme esos recuerdos dolorosos. Intenté abrir los ojos, pero la luz que entraba por la ventana me quemaba la retina.
Miré el reloj en la pared: eran las seis de la mañana. Había pasado toda la noche en el estudio. El repiqueteo de un toque en la puerta me sacó de mi ensimismamiento.
Era Park.
—¿La encontraste? —pregunté.
—No, joven maestro. Pero me han llegado unos informes que creo que no le gustarán —respondió con una mirada vacía.
Mi corazón dio un vuelco al escuchar lo siguiente.
—El Enigma del Este de la ciudad fue invadido por la policía, señor.
—¿Qué? —la incredulidad me inundó.
—Al parecer encontraron a Jackie vendiendo droga.
—¿Droga? —me reí con desdén—. No vendemos droga en nuestros clubes, ni siquiera en las calles. Solo somos transportistas de la moissanita; no hay manera que…
Pero mientras hablaba, mi rostro se ensombreció al darme cuenta de lo que eso podría significar.
—¿Dónde está Serafina? —pregunté, sintiendo que debía tener el control total sobre esta situación.
—En la mansión principal, joven maestro. —respondió Park.
Serafina siempre tenía sus propios planes, y eso me molestaba. La idea de que pudiera estar tramando algo sin consultarme me llenaba de desconfianza.
Me levanté del sillón, lo primero que agarré del escritorio fueron las llaves del auto y la chaqueta tirada en el sofá, la tomé y, sin pensarlo dos veces, me la puse. Park me siguió al aparcadero, me metí en el auto y encendí el motor; las vendas me estorbaban cada vez más, así que decidí deshacerme de ellas. Mi cabello se soltó y cayó sobre mi frente. Mirándome en el espejo retrovisor, solo podía pensar en lo ridículo que era todo esto. Pero claro, en mi mundo egoísta, solo importaba cómo me veía yo.
Desde que crucé la puerta de la mansión principal, una sensación de desasosiego me envolvió, me topé con el rostro familiar del mayordomo Félix. Su expresión gastada y el cabello lleno de líneas blancas me recordaron a mi padre, un recordatorio que no necesitaba en ese momento.
—Es un honor verlo, joven maestro. —dijo, haciendo una reverencia— ¿Cuál es la razón de su inesperada visita y a esta hora de la mañana?
—¿Dónde está Serafina? —respondí, sin perder tiempo.
—Ella aún no ha despertado, joven maestro. ¿Necesita...? —comenzó a preguntar, pero lo interrumpí con un gesto despectivo mientras pasaba de largo.
Subí las escaleras con una rabia contenida que burbujeaba en mis venas. La puerta de su habitación estaba cerrada con llave y eso solo aumentó mi furia.
Maldita sea.
—¡Abre la maldita puerta, Serafina! —golpeé mientras gritaba, dejando que mi voz resonara por todo el pasillo.
No hubo respuesta inmediata, lo que alimentó mi frustración. Sin pensarlo dos veces, le di una patada a la puerta, haciéndola estallar abierta y provocando un grito de susto que resonó en mis oídos.
La vi allí, con su rostro somnoliento, sin maquillaje y en pijama. Era una imagen patética.
—¡¿Qué rayos te pasa?! —gritó, y yo solo pude sonreír con desdén mientras contemplaba su estado desaliñado.
Su mirada inquieta me dijo todo lo que necesitaba saber: estaba en problemas. La tomé del brazo sin pensar, como si su mera existencia me molestara. Mi mirada fulminante no dejaba lugar a dudas: en ese momento, lo único que quería era degollarla.
La sensación de su piel bajo mis dedos me repugnaba; era como tocar algo que no debería estar ahí. La miré a los ojos, esos ojos que solían tener algo de vida, pero ahora solo reflejaban sorpresa y confusión.
Su desconcierto solo avivó mi frustración. ¿Acaso realmente no sabía nada sobre lo que estaba sucediendo? O tal vez simplemente no le importaba.
—¿Pensaste que no me iba a dar cuenta? —mi voz era un susurro cargado de desdén—. ¿Vender droga? ¿Te volviste loca?
Su negación fue rápida y desesperada, lo que solo intensificó mi enojo.
—¡No sé qué estás hablando!
Esa respuesta encendió aún más mi frustración. La traición se palpaba en el aire entre nosotros, y cada palabra que salía de mi boca era un recordatorio de lo poco que confiaba en ella.
—¡Ya deja de fingir, maldita sea! —grité— ¡Sabes que está prohibido! ¡Deja tu maldita ambición!
—¿Ambición? —inquirió ella, furiosa—. ¿Estás culpando a mi ambición? ¿Dónde estabas tú cuando todo esto sucedió?
La miré, sintiendo cómo mi paciencia se evaporaba. —¿Qué mierda estás hablando? —refuté, hartado.
Su tono era como un puñal, y no podía soportar que me hablara así.
—¡Estabas tan ocupado dándotelas de Romeo que no te diste cuenta cuando el transportista nos robó la droga!
Fruncí el ceño, incapaz de encontrar palabras que pudieran salir de mi boca. La rabia burbujeaba en mi interior.
—Sabes que estoy a cargo de monitorear la droga que llega para enviarla al país comprador, el maldito transportista nos robó 20 kilos de moissanita. ¡¿Crees que tengo ese tipo de ambición?!
No podía creer lo que estaba escuchando. Ella estaba cruzando líneas—: Estás mintiendo. —sonreí, sarcástico y la dejé caer sobre su cama otra vez.
Ella me miró con indignación, como si hubiera tocado un punto sensible—: ¿De verdad lo crees? ¿Me crees tan estúpida para vender droga a tus espaldas? Te recuerdo que también llevo el apellido Lombardi, Daemon. Si tú caes todos caemos.
La ironía en sus palabras me hizo reír por dentro. Era fácil culparme a mí cuando su propia ambición podría estar nublando su juicio.
—No te creo una mierda, Serafina. Si no quieres que te quite el poco poder que te queda, arregla este desastre. —me acerqué, apoyándome en mis brazos sobre la cama—. Una simple orden y hago que el apellido después de tu nombre desaparezca.
La miré fijamente mientras entrecerraba los ojos, desafiándome—: No te atreverías.
Esbocé una sonrisa maquiavélica—: ¿No me crees capaz? ¿Prefieres terminar igual que tu hijo? No me costaría hacerlo de nuevo.
Su expresión cambió en un instante, pasando de la arrogancia a la sumisión. Se encogió de hombros y, con una calma inquietante, dijo—: Está bien, limpiaré el desastre.
Me di la vuelta, y caminé hacia la puerta de salida, pero no sin antes echar un vistazo a la cerradura. Miré de nuevo a la mujer temblorosa en pijama sobre la cama—: Tendrás que cambiar de cerradura, esta se rompió. —la señalé con desdén antes de largarme.
Park Jun-ho me estaba esperando afuera de la habitación, como siempre, una sombra que se aferraba a mi lado, cuidándome las espaldas.
—¿Dónde está el cabrón traidor? —le pregunté, impaciente.
Me entregó el iPad con el vídeo de una de las grabaciones que le había mandado uno de sus investigadores—: A Jackie se lo llevó la policía a la comisaría; todavía no lo han soltado, así que supongo que aún lo están investigando.
—Bien. —respondí, devolviéndole el iPad.
—¿Qué planea hacer, joven maestro? —inquirió.
—Vamos a la comisaría.
Su rostro se tornó pálido—: ¿Qué? ¿Está seguro? No sabemos exactamente lo que está pasando. La comisaría debe estar llena de reporteros; además, ni siquiera carga a sus guardaespaldas.
Me detuve en seco, haciéndolo chocar contra mi espalda. Me volví hacia él con una sonrisa burlona—: Viéndolo bien, aparte de mi asistente, también eres mi guardaespaldas.
—No podría protegerlo contra miles de reporteros. —balbuceó, casi suplicando.
Asentí con desdén—: Llama a los demás. Podemos lidiar con los reporteros, pero los idiotas policías son otro asunto; al saber que todo sucedió en el club Enigma, sus ojos estarán encima de mí como buitres.
—Sí, joven maestro.
Justo en ese momento, el viejo Félix apareció subiendo las escaleras como un fantasma y su tono sereno—: Joven maestro, permítame hacerle la invitación y quedarse a desayunar.
Lo pensé unos segundos; no tenía motivos para negarme a un desayuno que probablemente sería aburrido. Asentí y antes de que se marchara le dije—: Primero me daré una ducha.
—Sí, joven maestro. ¿Quiere que le abra la habitación del señor Leonardo?
Asentí nuevamente y lo seguí.
Nos detuvimos frente a la habitación principal; Félix sacó una llave dorada que colgaba de su cuello bajo su traje negro y abrió la puerta revelando un interior oscuro. El olor familiar de mi padre me golpeó al abrirse la puerta; era una mezcla de viejas memorias y decepciones.
Me quedé inmóvil en el marco de la puerta mientras él abría las cortinas y dejaba entrar algo de luz en aquel lugar sombrío.
—El maestro Lombardi contrata a un equipo de limpieza cada semana para limpiar esta habitación. No se preocupe por el polvo; todo está exageradamente limpio —dijo con un tono burlón.
Antes de que Félix pudiera marcharse, le lancé una mirada penetrante—: Viejo Félix...
Él volteó a mirarme inmediatamente con esa servil atención—: ¿Sí, joven maestro? ¿Necesita que haga otra cosa por usted?
—Gracias. —respondí mientras cerraba la puerta tras de mí.
Me tiré en la cama y miré al techo, soltando un profundo suspiro, como si el aire pesado del cuarto pudiera liberarme de los pensamientos que me atormentaban. Cuando mis ojos se posaron en esa foto grande en el rincón, fruncí el ceño, desconcertado. Me levanté de la cama, un poco molesto, y me acerqué a observarla más de cerca. Mis dedos recorrieron el lienzo del marco, sintiendo la textura rugosa del material mientras recordaba ese momento.
Leonardo Lombardi me había pedido una foto como su regalo de cumpleaños. Al principio pensé que era una broma de mal gusto; ¿por qué querría un multimillonario una foto conmigo? Al final accedí. Después de todo, él era el que me había sacado del orfanato y me había traído a esta casa lujosa que olía a dinero y despreocupación.
Cuando lo conocí por primera vez había pasado un año desde que Nabí se había marchado. La luz del atardecer había hecho que el agua de la fuente brillara como oro, pero lo que más brillaba era la mirada de aquel extraño que había irrumpido en mi soledad.
—¿Qué haces aquí solo, niño? ¿Por qué no estás comiendo dulces con los demás niños? —me preguntó con esa voz despreocupada, como si realmente le importara.
—No me relaciono con los demás. No les agrada mi presencia. —le respondí, con esa actitud despectiva que siempre llevaba puesta como una armadura.
—¿No les agradas? ¿Qué hiciste para no agradarles? —inquirió, divertido.
—Existir, supongo —le solté, casi con desprecio.
Esa risa despreocupada resonó en mí como un eco burlón; él no sabía nada sobre mí o lo que había pasado. Me miró con esos ojos intensos, como si pudiera ver cada rincón oscuro de mi alma y aun así quisiera ayudarme. Pero lo único que sentí fue desconfianza. Lo miré a la cara por primera vez, ceñudo, detrás de él había hombres vestidos de negro que miraban de un lado a otro como si fueran cámaras con sensor de movimiento.
—¿Por qué tienes muchos hombres detrás de ti?
—Oye, niño, eso sonó raro. —frunció el ceño y volteó a ver a sus hombres— ¿Hablas de mis guardaespaldas?
Asentí.
—Ah, esos imbéciles me cuidan de que no me maten.
—¿Matarte? ¿Quién te va a matar? —pregunté, dejando caer la ironía en cada palabra. Era casi divertido ver cómo se tomaba tan en serio su propia importancia.
—Tengo muchos enemigos que quieren matarme y aprovecharse de mi fortuna —respondió con un tono que pretendía ser casual, pero que solo revelaba su egocentrismo.
—¿Envidiosos? —repetí, casi disfrutando el sabor amargo de la palabra. ¿Qué tipo de persona se creía él para pensar que su éxito era merecedor de tal devoción? —. Tal vez deberías reflexionar sobre el hecho de que no todos están interesados en tu "fortuna".
Se me quedó mirando, como si esperara que me retractara o que le diera algún tipo de aprobación. Pero no estaba aquí para jugar a ser su fanático ni para alimentar su ego inflado.
—Hay muchas personas envidiosas que creen que porque no lograron nada pueden robarle el éxito a otro —dijo, como si recitara un mantra aprendido. Su sonrisa se ensanchó al final, como si eso lo hiciera parecer más simpático o comprensivo.
—Quizás deberías preguntarte por qué tienes tantos enemigos —le respondí—. Tal vez no sea solo envidia; tal vez hay algo más oscuro…
Él frunció el ceño, y por un momento, vi un destello de incomodidad en sus ojos. Pero rápidamente lo ocultó detrás de esa fachada segura y arrogante.
—Oye, niño, tienes muchas agallas. —me dijo al final—. Nadie a parte de mi esposa se había atrevido a sermonearme.
—¿Qué? ¿Vas a matarme? —desafié.
Él no se inmutó ante mi respuesta; al contrario, parecía disfrutar el desafío. Su risa escandalosa me aturdió y empezó a desordenar mi cabello largo.
—Me agrada, me agrada. —dijo—. ¿Cómo te llamas?
—¿Para qué quieres saberlo? —inquirí con desdén.
—Sólo quiero saber el nombre de mi rival.
—¿Tu rival? —solté, sarcástico—. Estás loco.
—Deberías sentirte orgulloso, ni siquiera a mi hermano lo considero un rival. —aseguró—. Si él estuviera aquí en este momento seguramente te aplaudiría.
Mis labios se curvaron mostrando una ligera sonrisa, y al final respondió—: Daemon.
—¿Daemon? —repitió—. Sí. —aceptó—. Tu nombre va con tu personalidad.
Observé cómo su mirada se iluminaba al sacar esa cajita dorada. Me dio curiosidad, no porque realmente me importara, sino porque en medio de toda esa charlatanería, había algo que rompía la monotonía de su arrogancia.
—¿Qué es eso? —le pregunté, tratando de disimular el desdén en mi voz.
—¿Qué? —replicó, levantando la cajita como si fuera un objeto sagrado. Al abrirla, dejó escapar una pequeña llama de fuego mientras encendía su cigarrillo—. Es un encendedor —dijo con una sonrisa que pretendía ser encantadora.
Me lo entregó, y lo tomé entre mis dedos. Era pesado y brillante, pero todo lo que veía era la vanidad encapsulada en un objeto. Observé el nombre grabado en él: "Leonardo".
—¿Leonardo? —pregunté, alzando una ceja. La idea de que alguien tan pretencioso tuviera un nombre tan... artístico me hizo reír por dentro.
Asintió con orgullo—: Ese es mi nombre.
Le devolví el encendedor—: ¿Qué hace en un lugar como este? —pregunté.
Él suspiró, como si cargar con su propia historia fuera una tarea monumental. Se tomó su tiempo para responder, y eso solo aumentó mi curiosidad.
—Le debía una promesa a mi esposa —dijo al fin, su voz impregnada de una melancolía.
Oh, qué nobleza. La gran figura del hombre multimillonario atrapada en un laberinto de emociones. Su sonrisa era una mezcla de orgullo y tristeza que me resultaba tan predecible.
—A ella le gustaba hacer obras de caridad en orfanatos y alojos de ancianos. Pero no pudo terminar su trabajo y lo estoy haciendo por ella —continuó, como si eso le otorgara algún tipo de redención.
Al fijarme en él con más detalle, noté que su camisa remangada dejaba al descubierto brazos marcados por cicatrices y tatuajes que, a simple vista, contaban una historia oscura. A pesar de su apariencia desgastada y la tristeza que lo rodeaba, había algo en él que despertó mi curiosidad. En este mundo donde la gente se mueve como sombras, evitando el contacto humano real, él fue solo la segunda persona que tuvo la osadía de acercarse a mí.
La monja mayor, con su voz monótona y su mirada severa, me enseñaba a leer los periódicos en su despacho durante la hora de la merienda. En una de esas sesiones, una foto llamó mi atención: la esposa del hombre que estaba sentado frente a mí en la fuente ese día.
Ella había fallecido hace un mes, un cáncer de estómago que la consumió de una manera tan silenciosa que casi se podría decir que fue un acto de magia. Su vida era tan privada que su muerte sorprendió a todos. La gente solía hablar de ellos como si fueran una especie de mito urbano: dos multimillonarios aislados del mundo, sus vidas tan cerradas que parecían más bien un cuento triste.
La ausencia de hijos era otro misterio que los rodeaba; rumores flotaban como hojas caídas en otoño, pero nadie podía confirmarlos. A diferencia de otros miembros de su familia, ellos habían decidido mantener esa parte de sus vidas bajo llave.
Él siguió yendo al orfanato cada semana durante un mes. Cómo cada domingo que venía lo esperé. El cielo rugía como si estuviera tan enojado como yo. Estaba ahí, en el umbral del orfanato, esperando a ese idiota que ese día parecía llegar tarde. No sé por qué me molestaba tanto; tal vez porque ya había empezado a acostumbrarme a su presencia, aunque lo odiara un poco por eso. El portero, con su voz de abuelo cascarrabias, me decía que era hora de volver adentro.
—Deberías volver adentro —me dijo—. Parece que va a llover.
Me quedé ahí, con el corazón en un puño y la decepción palpitando en mi pecho. Me iba a la cama cuando un ruido estruendoso me hizo voltear.
Ahí estaba él, bajando de su auto como si fuera el héroe de una película de acción. Pero lo que vi me sacó de quicio: su ropa ensangrentada y hecha un desastre. En ese momento, todo el enojo acumulado explotó dentro de mí. No pensé dos veces y le golpeé el abdomen con todas mis fuerzas. No se quejó ni se molestó en disimular su diversión.
—Perdóname, Daemon. Llegué tarde, unos tipos quisieron molestarme, ¿Adivina qué hice?
—¿Los mataste? —respondí con sarcasmo.
—¡Acertaste!
Nos reímos, pero yo seguía sintiendo esa mezcla de rabia y preocupación. Entonces él me miró con esa seriedad que a veces me irritaba.
—Tengo una cosa que decirte.
Lo miré con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Sabía que podía venir cualquier locura.
—Ya no volveré más al orfanato —dijo, y sentí cómo mi estómago se encogía ante la noticia—. Y tú vendrás conmigo.
La emoción se apoderó de mí como una oleada inesperada. No tenía tiempo para procesar nada; no quería despedidas ni sentimentalismos baratos. Subí al auto sin pensarlo dos veces. Habló unos minutos con la monja mayor y yo bajé la ventanilla antes de salir. La mirada de la monja Ana era un rompecabezas: contenta, triste y preocupada al mismo tiempo.
—Cuídate, Daemon —me dijo.
Asentí sin entender del todo lo que significaba ese "cuídate". ¿Acaso ella sabía lo que me esperaba? Él giró hacia mí y me preguntó si quería buscar alguna pertenencia.
—No tengo nada, solo lo que llevo puesto —respondí con desdén.
Él asintió como si supiera algo que yo no.
—A partir de hoy nunca estarás sin nada; lo tendrás todo —dijo mientras acariciaba mi cabello húmedo por la lluvia.
El toque de la puerta me sacó de mis pensamientos, la voz de Félix resonó del otro lado, inconfundible y siempre tan servicial.
—El desayuno está siendo servido, joven maestro.
—Bajo en unos minutos —respondí, tratando de sonar más despejado de lo que realmente estaba.
Eché un último vistazo a la foto. Luego, me desvestí, dejando caer cada prenda al suelo. Caminé hacia el baño con la mente todavía enredada y entré a la ducha. El agua fría me golpeó como un rayo, dándome un leve ardor detrás de la cabeza. La sangre seca en mi cabello se deslizaba lentamente por mi nuca y espalda mientras el agua se mezclaba con ella y caía por la rejilla de la ducha.
Me quedé ahí unos minutos, dejando que el agua me envolviera y me ayudara a despejar la mente. Luego, enjaboné mi cuerpo. Cerré la ducha y me sequé con una toalla. Saqué el secador eléctrico del cajón y lo usé para secar mi cabello. Luego, abrí el botiquín de primeros auxilios y saqué una crema cicatrizante. La apliqué justo donde sentía la herida, aunque no estaba seguro si lo hacía correctamente.
Me acerqué al armario, observando las prendas de mi padre, un hombre alto y corpulento, y en ese momento, al mirarme en el espejo, vi su reflejo en mí. Tomé unos vaqueros, deslicé el jersey negro de cuello alto por mi torso; el tejido se amoldaba a mí como una segunda piel, acentuando cada línea y cada músculo. Luego, me calcé unas botas de cuero. El blazer largo llegó a mis rodillas, dándole un toque de sofisticación al conjunto. Finalmente, tomé la gorra de lino de color oscuro para disimular la herida que prefería ocultar.
Llegué a la comisaría después de un desayuno que apenas me había hecho sentir algo más que un mal sabor de boca. Desde lejos, ya podía ver el espectáculo montado: reporteros como hienas ávidas de sangre, lanzándose sobre mis hombres como si fueran carne fresca.
Mis hombres se bajaron primero, formando un escudo humano a mi alrededor.
—¡Fuera del camino! —gritó Park con desprecio mientras empujaba a uno que intentaba meter su micrófono en mi cara.
A medida que me acercaba a la entrada, los reporteros se abalanzaron sobre mí, como si olfatearan la sangre en el agua.
Señor Lombardi, ¿qué sabe sobre las acusaciones de tráfico de drogas del club Enigma?
¿Está usted involucrado en el negocio de las drogas?
¿Es eso lo que realmente pasa tras las puertas cerradas de sus establecimientos?
¿No es un reflejo de su gestión?
¿Qué medidas piensa tomar para limpiar su imagen?
Finalmente crucé las puertas de la comisaría, y lo primero que captó mi atención fue la figura del comisario Fred. Su sonrisa gélida me hizo sentir como si me hubiera sumergido en un glaciar.
—Es un honor tener al joven Lombardi en mi comisaría —espetó, su tono rebosante de sarcasmo—. Me alegra saber que no debo ir hasta su territorio a buscarlo.
Sonreí, reflejando su desdén con una mirada fría—: ¿Acaso el comisario Fred piensa que me voy a esconder como una sucia rata de alcantarilla? —refuté—. Vengo a buscar a una verdadera rata que se me escapó.
Lo observé, buscando cualquier indicio de debilidad detrás de su fachada autoritaria. Pero él no era un tipo fácil de leer.
—Temo decir que eso no será posible —respondió, su voz firme como el acero.
Asentí lentamente, deslizando un cigarrillo entre mis labios mientras una sonrisa sardónica se dibujaba en mi rostro.
—Algo así me imaginé —dije, encendiendo mi cigarrillo—. Pero si quiere que ayude con la investigación, es mejor que deje ir a ese bastardo. No hablará con nadie más que conmigo.
La tensión en la habitación se intensificó, y los hombres a su alrededor me miraban con desagrado, como si cada uno de ellos estuviera deseando lanzarme al calabozo. No les temía; sabía que el poder estaba de mi lado en este juego.
Fred frunció el ceño, su expresión endureciéndose mientras evaluaba mis palabras.
—No estoy seguro de lo que podrías ofrecerme —replicó, pero había un leve titubeo en su voz que no pasó desapercibido para mí.
—Te ofrezco resultados —respondí con frialdad, manteniendo la mirada fija en él—. Si me das acceso al tipo, te prometo que se convertirá en un canario cantando.
El silencio se volvió denso entre nosotros. Con un último vistazo a sus hombres, sonreí por dentro; podía manipular fácilmente a Fred, solo había un pequeño obstáculo.
Las puertas detrás de mí se volvieron a abrir y, con eso, entró mi otro pequeño obstáculo.
Direzione Investigativa Antimafia, para resumirlo mejor: la DIA.
Es un organismo especial que se encarga de investigar el crimen organizado, especialmente la mafia y el narcotráfico. Habían sido un dolor de cabeza desde hace tiempo, y deshacerme de ellos era una tarea que me resultaba cada vez más tediosa.
Esos dos rostros los reconocí de inmediato: el agente Marco y su zorrita asistente, Franchesca. El brillo de sus ojos marrones al verme me encandiló. En numerosas ocasiones, ella había venido a visitarme bajo la excusa de sus investigaciones, pero al final era evidente que su interés era que me la follara. No lo hice. Me repugnaba, y a parte, no quería involucrarme con alguien que llevara una placa colgando en el cuello.
—No pensé encontrarlo aquí, señor Lombardi —saludó Marco con ese tono que tanto me irritaba.
—Usted definitivamente sabe dónde encontrarme —respondí, dejando escapar un tono sarcástico.
—Creo que usted más que nadie sabe por qué vengo a visitarlo.
Asentí lentamente, sin apartar la mirada del comisario Fred, quien permanecía en silencio a dos pasos de mí.
—Creo que eso tendrá que esperar —dije con frialdad—. Como ve, el comisario Fred pidió verme primero... ¿Puede aguantarse un siglo y después hablamos?
Di la vuelta y comencé a caminar hacia la sala de interrogatorios, pero la voz de Marco, firme y segura, me detuvo en seco.
—Lamento decir que en esta ocasión no podrá ser así.
Mi mirada se volvió hacia él nuevamente, pero no solo era Marco quien se interponía en mi camino. Más de sus hombres aparecieron como sombras, rodeando a la policía y tomando por sorpresa a mis hombres. Instantáneamente, ellos se pusieron alerta, formando un círculo protector a mi alrededor.
—¡Nadie se moverá de donde está! —exclamó el comisario Fred, su voz resonando con autoridad mientras empuñaba su arma hacia los agentes de la DIA. Detrás de él, los demás policías hicieron eco de su determinación, sus miradas fijas en los intrusos—. Les recuerdo que están en mi territorio. Nuestra sección de Squadra Mobile se ocupa de investigaciones criminales, incluido el narcotráfico. ¡No necesitamos el apoyo de la DIA para resolver nada!
Marco esbozó una sonrisa que me revolvió el estómago—: Creo que se está confundiendo, señor comisario —dijo, su tono sereno contrastando con la tensión creciente—. No estamos apoyando la central de la policía estatal. Las sustancias estupefacientes aparecieron en el club Enigma, siendo vendidas por personas que están bajo el servicio de usted... —su mirada se posó en mí con una frialdad calculada— ...Daemon Lombardi. Vendrá con nosotros a la central de la DIA.
—La DIA está equivocada.
La voz femenina resonó con fuerza, capturando la atención de todos los presentes. Ocho hombres entraron como sombras, escoltando a Serafina. Sus ojos oscuros fulminaban a los agentes de la DIA con una intensidad que podía cortar el aire.
—El club Enigma me pertenece a mí, no a Daemon.
Marco frunció ligeramente el ceño, su mirada se desvió hacia su asistente, quien parecía confundida por la repentina aparición de Serafina.
—¿Ahora te das cuenta, agente? —espeté, saliendo de entre mis hombres con un aire desafiante—. Por eso no confío en el trabajo que hacen ustedes. Solo porque un altercado sucedió en territorio de los Lombardi quieren venir a joderme —sonreí, dejando que mi sarcasmo se filtrara en cada palabra.
—La familia Lombardi tiene muchos enemigos —dijo Serafina, con un tono que dejaba entrever su conocimiento del juego—. Según las investigaciones que ha hecho mi gente, nuestro empleado fue comprado por mucho dinero para provocar este escándalo. Si la DIA está tan ansiosa por saber qué hicieron los Lombardi, sencillamente pueden buscar una orden de allanamiento y registrar todos nuestros clubes.
La miré, fulminándola con la mirada. ¿Cuál era su plan? En la situación en la que la había puesto, dudaba que cometiera un error estúpido. Serafina era una mujer ambiciosa y astuta, capaz de tramar estrategias en medio del caos. A pesar de su carácter malvado, no podía negar que su inteligencia era formidable.
—Al final —continuó la mujer—, no podemos ocultar nada en ocho horas teniendo quince clubes nocturnos en todo el país. La verdad es que me gustaría ayudar con su investigación.