Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 8
El sonido del timbre sacudió el silencio de la casa como un trueno. Pia, que estaba sentada en uno de los sillones del ala sur, cerca de la biblioteca, levantó la cabeza con rapidez. No era habitual que alguien tocara el timbre. Las visitas llegaban anunciadas. Todo se coordinaba con antelación. Todo estaba siempre controlado.
Y sin embargo, esa tarde algo distinto ocurría.
Se levantó con cautela y caminó hacia el pasillo principal. Desde lo alto de la escalera, vio a Elena acercarse a la puerta. Detrás de ella, uno de los guardaespaldas —no Vittorio— miraba por la mirilla, hizo un gesto de duda y luego le abrió a alguien.
Pia contuvo el aliento.
—¿Mamá? —susurró, sin darse cuenta.
Allí, de pie, con un abrigo beige arrugado, los ojos llenos de cansancio y un bolso colgado del hombro, estaba Luciana Moretti, su madre. Había envejecido más de lo que recordaba. Su cabello castaño claro tenía canas visibles, el rostro pálido y los labios temblorosos.
—Buenas tardes… —dijo Luciana con la voz rota—. Estoy buscando a mi hija… a Pia. Quiero verla. Sólo unos minutos, por favor.
El corazón de Pia se aceleró. No lo podía creer. Su madre había venido. Había desafiado a su padre, al clan De Santi, al mismísimo Leonardo, con tal de verla.
Bajó las escaleras como un rayo.
—¡Mamá! —gritó, pero apenas dio dos pasos, una figura apareció entre la penumbra. Alta, imponente, con el ceño fruncido.
Leonardo.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja, pero con hielo en las palabras.
Luciana retrocedió un paso al verlo. No esperaba encontrarlo ahí.
—Sólo quiero verla —insistió—. Es mi hija…
—Y no está autorizada a recibir visitas —respondió Leonardo sin rodeos—. Usted no tiene nada que hacer en esta casa.
Pia se detuvo en seco. El impulso se le congeló en el cuerpo. Sus pies no se movieron. Quería correr y abrazarla, pero algo en la mirada de Leonardo —una sombra oscura— le dijo que no lo permitiría.
—No seas cruel —rogó Luciana—. Sólo unos minutos… ¡ni siquiera sabía si estaba viva! No he podido hablar con ella desde que Enzo la…
—Desde que su marido la entregó como parte de un pacto de paz, ¿quiso decir? —interrumpió él, sarcástico—. Yo no la obligué a firmar nada. Fue Enzo.
—¡Y eso te da derecho a tenerla como prisionera?
—No es prisionera —murmuró—. Está protegida.
Pia apretó los dientes. Bajó un par de escalones más, pero Leonardo giró levemente la cabeza y con una mirada le ordenó que se detuviera.
—¡Déjame hablar con ella! —gritó su madre, con lágrimas en los ojos—. ¡Déjame al menos saber cómo está!
Pero Leonardo ya había levantado una mano. Uno de los guardaespaldas se acercó con gesto firme.
—Acompañe a la señora hasta la salida —ordenó.
—¡NO! —gritó Pia, desesperada— ¡Leonardo, por favor!
Pero él no la miró.
Luciana dio un último vistazo hacia su hija, que la observaba desde la escalera, con el rostro descompuesto.
—Te amo, Pia —alcanzó a decir—. No dejes que te apaguen, hija…
Y luego la puerta se cerró.
Un silencio brutal se instaló en el vestíbulo. Pia quedó quieta, los brazos flojos, los ojos clavados en la madera de la puerta cerrada. Las lágrimas comenzaron a brotarle sin aviso, como un río sin cauce.
—¿Por qué hiciste eso? —murmuró, con la voz quebrada.
Leonardo se giró lentamente hacia ella.
—Porque no necesitás distracciones. Ni esperanzas inútiles.
—¡No era una distracción! ¡Era mi madre!
Él se acercó unos pasos. No levantó la voz, no se movió bruscamente. Pero cada palabra suya caía como un látigo.
—Tu madre forma parte de ese mundo que te regaló a mí sin protestar. No se opuso. No movió un dedo. Vino ahora por culpa, no por amor.
—¡Mentís! —exclamó Pia, temblando de rabia—. Vos no sabés nada. ¡Nada!
Leonardo no respondió. Sólo la miró con esa expresión imposible de descifrar.
Pia lo empujó con ambas manos en el pecho, con la fuerza que le quedaba.
—¡Te odio! ¡Cada día más! ¡Y juro que algún día me vas a pagar todo esto!
Él no se inmutó. La dejó golpearlo, gritarle, llorar. Y cuando ella, agotada, cayó de rodillas en la alfombra, Leonardo se dio media vuelta y se fue, sin decir una palabra más.
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Horas después, Pia seguía en su habitación. No había querido comer, no había querido hablar con nadie. Elena había intentado llevarle una taza de té, pero ella la rechazó.
La tormenta dentro suyo era demasiado fuerte.
Se asomó al balcón para respirar un poco. El aire de la noche estaba fresco. El jardín estaba oscuro, salvo por algunas luces bajas que iluminaban los senderos.
Y fue entonces que lo vio.
Vittorio.
Estaba caminando cerca de la fuente, aparentemente haciendo su ronda. Llevaba su chaqueta negra, una linterna en una mano y el gesto tranquilo de siempre.
Pia lo observó en silencio.
A diferencia de todos los que habitaban esa casa, Vittorio parecía no llevar el peso del odio ni del miedo en la mirada. Tal vez por eso ella se aferraba a su presencia como a un salvavidas.
Una parte de ella deseaba bajar. Salir. Hablar con él.
Pero otra, más herida y rota que nunca, la detuvo.
Volvió a entrar y cerró las cortinas. Se tiró sobre la cama, con la almohada contra el rostro, y lloró en silencio. No por Leonardo. No por su padre. Ni siquiera por su madre.
Lloró por ella misma.
Por lo sola que estaba.
Por lo atrapada que se sentía.
Y porque, en algún lugar recóndito de su alma, empezaba a entender que ya no era la misma Pia de antes.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos