Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo VIII: La Fábrica de Sueños Rotos
La cadena arrastró a Víctor hacia la fábrica. Sus pies descalzos hundiéndose en ceniza caliente, los agujeros vacíos donde antes estaban sus ojos exudando tinta que trazaba versos en el suelo: "La oscuridad no cura, solo esconde". La estructura emergió ante él: un monstruo de hierro oxidado, sus chimeneas escupiendo humo negro que se convertía en palabras suspendidas (Miedo, Pérdida, Olvido) antes de desintegrarse. El aire olía a aceite quemado y lágrimas viejas.
Una sirena retumbó. Las puertas de la fábrica, bocas de acero dentado, se abrieron. Víctor fue absorbido por un pasillo interminable flanqueado por cintas transportadoras que llevaban frascos de vidrio. Dentro de ellos, destellos de memorias: un beso robado, un funeral bajo la lluvia, un grito ahogado en un callejón.
—Tú. El ciego.
Un hombre bloqueó su camino. Su cabeza era un reloj de engranajes oxidados, las manecillas clavadas en las III. Llevaba un traje de oficina manchado de grasa, y en lugar de manos, tenazas de hierro.
—Sección 3. Traducirás gritos al idioma de los muertos —ordenó el capataz, señalando hacia una sala donde máquinas tosían humo verde.
Los obreros eran sombras con piel de periódico amarillento, sus rostros borrados por titulares olvidados ("Tragedia en la mina" ," Amante suicida"). Movían las máquinas con movimientos mecánicos, insertando cápsulas de vidrio llenas de líquido turbio en las fauces de prensas hidráulicas. Algunas cápsulas contenían risas infantiles; otras, susurros de últimas palabras.
Víctor fue arrojado a una mesa de metal. Ante él, una máquina con un embudo de cobre y un rollo de pergamino infinito.
—Coloca los gritos aquí —dijo un obrero sin boca, señalando el embudo—. La máquina los traducirá.
Un gemido resonó en el aire. Víctor lo sintió antes de oírlo: un sonido agudo, como metal retorciéndose, que se materializó como una esfera brillante en sus manos. Al colocarla en el embudo, la máquina escupió runas en el pergamino. Víctor, aunque ciego, veía las palabras:
"Ayúdame" → "Náufrago"
"No quiero morir" → "Silencio"
"¿Dónde estás?" → "Nadie"
—Más rápido —urgió el capataz, observando desde la puerta con sus engranajes chirriando.
Víctor trabajó. Cada grito era un cuchillo en su mente. Algunos eran familiares:
Una mujer gritando su nombre en un pasillo vacío.
Un niño llorando tras una puerta cerrada.
Él mismo, aullando en el bar mientras quemaba un poema.
La máquina los devoraba, escupiendo palabras muertas. Pronto, sus manos sangraron, mezclando su sangre con la tinta de sus ojos. En el pergamino, las runas comenzaron a latir:
"Perdón" → "Tarde"
Durante una pausa (¿horas? ¿minutos?), un obrero sin rostro lo guió a un rincón. Allí, entre escombros y cápsulas rotas, encontró un cuaderno abierto. Las páginas, amarillas y quebradizas, tenían una sola entrada:
"Escribo en la oscuridad para que nadie vea que soy nada.
Las palabras son ladronas: roban pedazos del alma y los disfrazan de belleza.
Pero aquí, en el vacío, no hay mentiras que valgan.
Solo el hueso desnudo de la verdad.
—A."
Al tocar la firma, las letras se desintegraron en sal. El cuaderno se deshizo como azúcar bajo la lluvia.
—¿Qué haces? —el capataz apareció tras él, sus tenazas chasqueando—. El ocio es pecado.
Víctor intentó defenderse, pero las tenazas lo atraparon del cuello.
—Te falta productividad —escupió el capataz, arrastrándolo hacia una máquina distinta. Esta tenía una boca de cuchillas y un ojo de vidrio que seguía cada movimiento—. Aquí se procesan los sueños fallidos.
En la cinta transportadora, cápsulas con etiquetas: Primer amor, Última esperanza, Inocencia. Víctor fue obligado a insertarlas en la máquina. Cada sueño, al ser triturado, emitía un suspiro y liberaba un gas dorado que los obreros inhalaban con mangueras conectadas a sus gargantas.
—Es el pago —dijo el obrero sin boca—. Un sueño ajeno por cada jornada.
Víctor miró (sin ojos) sus propias manos. Las palabras en su piel (Creador, Fragmento) brillaban con luz propia. En un arranque, robó una cápsula etiquetada Libertad. Al abrirla, solo encontró un espejo roto.
La sirena sonó de nuevo. Los obreros se alinearon para recibir su dosis de gas. Víctor, aprovechando el caos, se arrastró hasta una puerta trasera. En el umbral, el capataz lo esperaba.
—Nadie escapa —dijo, sus engranajes acelerándose—. Eres parte de la maquinaria ahora.
Víctor arrojó la cápsula de Libertad. El espejo dentro se estrelló contra el suelo, liberando un reflejo del capataz: no un reloj, sino un hombre viejo y cansado, cubierto de cadenas de papel. El capataz gritó, cubriendo su cabeza, y Víctor huyó.
Afuera, la noche (si era noche) olía a lluvia ácida. En su bolsillo, la cadena de palabras (Culpable, Autor, Silencio) seguía intacta, pero ahora arrastraba un nuevo eslabón: Fábrica.
Antes de desaparecer en la niebla, miró hacia atrás. La fábrica respiraba, sus chimeneas jadeando humo en forma de versos. En una ventana superior, una figura de vestido negro (¿Lilith? ¿La Dama Escarlata?) lo observaba, sosteniendo un diccionario cuyas páginas sangraban.
Víctor siguió caminando. La tinta de sus ojos escribía ahora en el suelo:
"Soñar es cavar tumbas en el aire.
Pero alguien debe hacerlo."