Promesas De Hielo Y Fuego

La mansión era un laberinto de lujo y vigilancia, pero Valentina no podía soportar más la opresión de sus muros. La pelea con Bill había encendido algo dentro de ella: una chispa de rebelión que no estaba dispuesta a apagar. Esa noche, mientras el silencio cubría la casa, Valentina comenzó a planear su huida.

Había observado el movimiento de los guardias durante los días que llevaba en la mansión. Sabía que la vigilancia era estricta, pero también que los turnos nocturnos dejaban algunos puntos ciegos. Después de todo, Bill, con toda su obsesión por el control, no podía preverlo todo.

Valentina se vistió con ropa abrigada: pantalones térmicos, un suéter grueso y el abrigo más cálido que pudo encontrar. Guardó algo de comida en los bolsillos y un mapa que había encontrado en una de las estanterías. Si podía llegar al bosque cercano, quizá podría seguir un camino que la llevara a alguna ciudad o pueblo donde pudiera pedir ayuda.

La mansión era inmensa, y aunque Valentina conocía bien su interior, no estaba preparada para las medidas de seguridad que Bill había implementado. Caminó de puntillas por los pasillos, evitando las cámaras que sabía estaban instaladas en puntos estratégicos.

Llegó a una puerta lateral que daba al jardín trasero, donde la nieve se extendía como un manto blanco interminable. Respiró hondo y giró el pomo con cuidado. La puerta estaba cerrada con llave.

—Maldito obsesivo… —murmuró entre dientes.

Recordó haber visto una ventana ligeramente abierta en la lavandería. Si lograba pasar por ahí, tendría acceso al exterior sin que nadie se diera cuenta.

Cuando finalmente salió por la ventana, una ráfaga de viento helado la golpeó con fuerza. La nieve caía con intensidad, dificultando su visión. A pesar de ello, Valentina avanzó con determinación, sus botas dejando profundas huellas en el suelo blanco.

El frío le calaba hasta los huesos, pero la idea de permanecer bajo el control de Bill era mucho más aterradora que cualquier tormenta. Su única opción era seguir adelante.

No pasó mucho tiempo antes de que los guardias notaran su ausencia. Uno de ellos revisó las cámaras de seguridad y vio las huellas en la nieve. La alarma interna se activó, y en cuestión de minutos, varios hombres comenzaron a buscarla.

Valentina escuchó sus voces a la distancia y se escondió detrás de un árbol, su corazón latiendo con fuerza.

—¡Debe estar cerca! —gritó uno de los guardias.

Ella contuvo la respiración, rezando para que no la encontraran. Pero el viento, traicionero, sopló con fuerza, y un mechón de su cabello quedó al descubierto.

—¡Allí está! —exclamó otro guardia.

Valentina corrió con todas sus fuerzas, su cuerpo luchando contra la resistencia de la nieve. Escuchaba los pasos de los guardias acercándose, pero no se atrevió a mirar atrás.

Finalmente, el peso de la nieve y el cansancio la vencieron. Tropezó y cayó al suelo, jadeando mientras los guardias la alcanzaban.

—No me toquen —gritó, pataleando cuando uno de ellos intentó ayudarla a levantarse.

—Señorita Valentina, tenemos órdenes estrictas de llevarla de regreso.

—¡No voy a regresar! —protestó, pero sus palabras fueron en vano.

Los guardias la tomaron de los brazos con firmeza, pero sin ser violentos, y la llevaron de vuelta a la mansión. Valentina estaba empapada, cubierta de nieve, y su orgullo destrozado.

Cuando los guardias la escoltaron de regreso al interior, Bill ya los esperaba en la entrada, su rostro imperturbable pero con los ojos brillando de furia contenida.

—Déjenla —ordenó, y los hombres obedecieron, dejándola frente a él.

Valentina lo miró con desafío, aunque estaba temblando de frío.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó Bill con voz grave.

—Lo que sea necesario para salir de esta cárcel —respondió ella, su voz apenas un susurro.

Bill avanzó un paso hacia ella, su altura y presencia dominando el espacio.

—Esto no es una cárcel, Valentina. Es tu hogar.

—¡Esto nunca será mi hogar! —gritó, sus ojos llenándose de lágrimas.

—Eres imposible —murmuró él, pasándose una mano por el cabello. Luego señaló a uno de los guardias—. Que traigan mantas y algo caliente para beber.

—No necesito tu ayuda —espetó Valentina, pero su cuerpo traicionero temblaba visiblemente.

—Deja de actuar como una niña y acéptalo —respondió Bill con impaciencia.

Cuando uno de los guardias regresó con una manta, Bill la tomó y se la extendió a Valentina.

—Cúbrete antes de que te enfermes.

Ella lo miró con desafío, pero finalmente tomó la manta y se envolvió en ella, más por necesidad que por aceptar su preocupación.

Bill se inclinó ligeramente hacia ella, su rostro apenas a unos centímetros del suyo.

—Esto tiene que parar, Valentina. No puedes seguir comportándote de esta manera.

—¿Y qué vas a hacer si no paro? —preguntó, desafiándolo con la mirada.

—Te aseguro que no te gustará averiguarlo.

Ella lo empujó ligeramente, apartándose de él con un resoplido.

—Haz lo que quieras, Bill. Ya estoy rota. No puedes romperme más.

Sus palabras lo golpearon como un puñetazo, pero no dejó que lo notara.

—Ve a tu habitación y descansa. No quiero más problemas.

Valentina lo miró una última vez antes de girarse y subir las escaleras, dejando a Bill solo con sus pensamientos.