Hiroshi es un adolescente solitario y reservado que ha aprendido a soportar las constantes acusaciones y burlas de sus compañeros en la escuela. Nunca se defiende ni se enfrenta a ellos; prefiere pasar desapercibido, convencido de que las cosas nunca cambiarán. Su vida se vuelve extraña cuando llega a la escuela una nueva estudiante, Sayuri, una chica de mirada fría y aspecto aterrador que incomoda a todos con su presencia sombría y extraña actitud. Sayuri parece no temer a nada ni a nadie, y sus intereses peculiares y personalidad intimidante la convierten en el blanco de rumores.
Contra todo pronóstico, Sayuri comienza a acercarse a Hiroshi, lo observa como si supiera más de él que nadie, y sin que él se dé cuenta, empieza hacer justicias.
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La nueva ingresada- Los vigilantes
Corrí todo el camino a casa, con el corazón martilleándome en el pecho, como si algo oscuro me persiguiera. Al entrar, mis padres me gritaron desde la cocina.
—¡Hiroshi! ¡No corras dentro de la casa! —Pero apenas escuché. Subí las escaleras a toda prisa y me encerré en mi habitación, cerrando la puerta y la ventana con cuidado, como si eso fuera a mantenerme a salvo.
Me dejé caer en la cama, jadeando y sintiendo un sudor frío en la espalda. Todo esto era una locura. ¿Cómo era posible? ¿Espadas apareciendo de la nada? ¿Sombras vivientes? Moví la cabeza con fuerza, tratando de sacarme esas imágenes de la mente.
—No… no puedo estar volviéndome loco… nada de esto es real… —murmuré, tratando de convencerme.
Pero entonces, un golpe repentino me hizo saltar. La ventana se había abierto de golpe, sin razón aparente. Me levanté lentamente, los latidos de mi corazón resonando en mis oídos.
—¿Qué… qué demonios…? —murmuré, acercándome con cautela y cerrándola otra vez. Apenas había dado un paso de vuelta cuando la ventana se abrió de nuevo, esta vez de par en par, dejando entrar una fuerte brisa que llenó el cuarto con un frío inexplicable.
Fue entonces cuando los vi. Sombras oscuras comenzaron a deslizarse por el aire, como si tuvieran forma propia. Sus figuras eran imponentes, crecían hasta casi tocar el techo y se arremolinaban en el cuarto, rodeándome en un movimiento siniestro. Mis piernas temblaron cuando vi cómo esas sombras tomaban forma. Poco a poco, adquirieron cuerpos, y entonces, sus rostros se hicieron visibles. Eran rostros oscuros, hermosos pero aterradores, con sonrisas torcidas y ojos vacíos que parecían hundirse en una negrura sin fin. Tres figuras, con miradas fijas en mí.
Retrocedí, tropezando con la cama. Mis manos temblaban, el aire se me hacía denso, irrespirable.
Antes de que pudiera dar un grito, sentí una presencia más. Algo o alguien había entrado en la habitación. No pude ver quién era, apenas una silueta antes de que todo se volviera oscuro. La última sensación fue la de caer hacia atrás, hasta que mi conciencia se apagó y el mundo se desvaneció.
Me desperté con un escalofrío que me recorría todo el cuerpo. El suelo era duro y helado, y un eco bajo resonaba en el lugar. Me quedé ahí, sentado, tratando de enfocar la vista. Frente a mí, se levantaba un trono enorme, tallado en lo que parecía piedra oscura, y sobre él estaba sentado un hombre imponente, de ojos oscuros y penetrantes. A sus lados estaban las tres figuras de sombras que había visto en mi habitación. Me invadió el mismo terror que sentí entonces.
Giré la cabeza y, para mi sorpresa, Sayuri estaba a mi lado. No me miraba; su atención estaba centrada en el hombre del trono. Parecía no sentir el miedo que yo sentía. De repente, sus voces rompieron el silencio, y pude escuchar cómo discutían.
—Tiene que morir —decía el hombre con una voz profunda y sin emoción.
Sayuri lo miró con calma y dijo, sin un rastro de compasión: —Entonces, ¿qué esperas? No tengo todo el tiempo del mundo.
Escucharla hablar de mí así, como si mi vida no fuera más que un detalle insignificante, me hizo estremecer. No podía entender por qué me encontraba ahí ni qué significaba todo esto. Lentamente intenté moverme hacia atrás, buscando alejarme sin hacer ruido, pero antes de que pudiera escapar, Sayuri me agarró del brazo con fuerza, y sin esfuerzo me arrastró más cerca del hombre del trono.
—¿A dónde crees que vas? —me susurró con una frialdad que me paralizó.
El hombre me miró con una intensidad que parecía penetrar hasta mis pensamientos más profundos. Sentí que mis palabras se atoraban en la garganta.
—Has cometido un error imperdonable, humano —dijo, cada palabra pesada como si fuera un juicio final—. Te retractaste de un deseo. Y ahora debes pagar el doble precio.
—¿Qué… qué precio? —logré decir, con la voz quebrada. Miré a Sayuri, esperando una explicación, pero ella no apartaba la vista del hombre.
Él sonrió, y el simple gesto me heló la sangre.
—Tu alma —dijo lentamente—. Para enmendar el daño de tu retractación, debes entregar tu alma.
—No entiendo nada de esto, ¡por favor, déjenme ir! —le supliqué.
El hombre chasqueó la lengua, como si estuviera lidiando con un niño que no entendía las reglas.
—No fui yo quien quiso esto. Fuiste tú quien nos llamó —me dijo, y entonces su voz se volvió áspera, como si recordara algo oscuro. En un instante, los recuerdos me golpearon: aquella noche en la que, harto de las humillaciones, pronuncié palabras que jamás creí que alguien escucharía. "Ojalá desaparecieran…Ojala se los lleve el diablo, hasta si yo mismo lo invocara" Aquella vez no era más que un susurro desesperado, pero parece que alguien lo había oído. Este hombre.
—Tú nos llamaste —continuó él, con una mueca burlona—. Dijiste que deseabas su muerte. Así que envié a Sayuri a cumplir tu deseo. Ella les dio su castigo, tal y como tú lo quisiste. Eso tiene costo, pero ahora… te has retractado, y eso tiene el doble del costo.
Sentí que el miedo se apoderaba de mí. Era como si todo el aire del lugar se hubiera vuelto denso y opresivo, impidiéndome respirar.
—Pero… yo no sabía… ¡no sabía que esto iba a pasar! —protesté, intentando zafarme de la mano de Sayuri, pero ella me apretó aún más fuerte.
—Ignorar las consecuencias no te exime de ellas, humano —murmuró Sayuri, con una indiferencia perturbadora—. Ahora debes enfrentar el resultado de tu deseo. ¿Señor lo puedo matar yo misma?.
El hombre del trono asintió lentamente, y sus ojos me atravesaron como cuchillos.
—Entonces, Hiroshi, como pago por tu retractación, y como castigo por la deuda que has contraído, debes entregar tu alma, pero antes —Miro a Sayuri—Antes de matarte, serás útil. Ayudaras Sayuri a terminar sus tareas.
No comprendí sus palabras hasta que Sayuri, en un arrebato de frustración, me soltó de golpe, haciéndome caer de espaldas contra una columna. El impacto me aturdió y me obligó a levantarme tambaleando, tratando de recuperar el equilibrio mientras un dolor punzante se expandía en mi cabeza.
—No —escuché que murmuraba Sayuri, con un tono que sonaba entre enojo y súplica—. No me hagas eso.
El hombre rió suavemente, pero su risa era helada.
—Tú también cometiste un error, Sayuri —dijo, con voz firme—. Se te confió un humano, y no supiste controlarlo como es debido. Permitir que él se retracte muestra tu negligencia. Así que, como castigo, lo harás cumplir sus palabras. De el dependerá que termines tus tareas, el decidirá si quien muere y quien no.
Ella apretó los puños, visiblemente tensa.
—¿Y en qué demonios podría ayudarme alguien como él? —espetó, mirándome con desdén. Era claro que la idea de verme involucrado en sus asuntos le resultaba ofensiva.
El hombre sonrió aún más.
—Él conoce a los humanos. Sabe cómo piensan, cómo actúan. Tiene la capacidad de moverse entre ellos sin levantar sospechas. Algo que tú, con tus maneras... —la miró de arriba abajo— no podrías lograr sin llamar la atención.
La ira en los ojos de Sayuri fue evidente, pero el hombre continuó sin inmutarse.
—Usarás a este humano para llevar a cabo tus tareas. Él puede convencer a otros, engañarlos, y atraer más almas para nosotros.
Las palabras resonaron en mi mente, y un escalofrío me recorrió la columna. ¿Engañar a otras personas para… entregarlas? Sentí náuseas solo de pensar en ello.
—Pero yo… yo no quiero hacer eso. ¡No puedo hacer eso! —protesté, con la voz temblorosa. Pero el hombre me fulminó con la mirada.
—No tienes opción, Hiroshi —dijo, con un tono que hizo que mi estómago se revolviera.—Ya eres mío. Y si no haces lo que te digo, lo pagaran tu familia.
Sayuri permaneció en silencio, visiblemente molesta, pero sin atreverse a desobedecer. Me quedé allí, atrapado entre el miedo y la incertidumbre, mientras el destino que habían decidido para mí se volvía cada vez más oscuro y desesperado.