Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Luna y Tierra
Desde aquel día bajo el gran árbol, algo en mí cambió. No de forma ruidosa, sino como cambian las estaciones: sin pedir permiso. Diana comenzó a habitar mis pensamientos con una suavidad nueva, como si siempre hubiera estado allí, esperando que yo la viera.
Y la vi.
La empecé a buscar más. A sentarme junto a ella aunque no hablara. A quedarme en silencio, simplemente compartiendo el aire. Una mañana, antes de clase, pasé por la cafetería y le llevé un pan de chocolate y jugo de durazno. Era una excusa, pero también un gesto. Lo puse frente a ella, sin decir mucho.
—Te lo traje… por si no alcanzaste a desayunar.
Diana me miró como si yo hubiera hecho algo extraordinario. Como si el simple acto de pensar en ella mereciera asombro. Asintió despacio y murmuró un “gracias” tan bajito que casi fue viento.
No comía frente a otros, pero esa vez sí lo hizo. Partió el pan con las manos, en trozos pequeños, como si cada bocado llevara consigo una historia. Me quedé mirándola. Ella comía con cuidado, como si tuviera miedo de molestar incluso al pan.
—¿Te gusta? —pregunté.
—Mucho —respondió, sin levantar la vista.
Pasaron unos segundos de silencio. No incómodos. Solo tranquilos.
—¿Puedo preguntarte algo? —dije al fin.
Ella asintió, y supe que confiaba en mí, al menos un poco.
—¿Cómo es tu familia?
Diana dejó el pan a un lado. Se tomó su tiempo antes de responder.
—No es… buena —susurró—. Para mis padres, soy una carga.
Esa palabra —“carga”— me dolió más de lo que esperaba. Quise abrazarla, pero no me atreví.
—Mi hermano mayor —continuó—, me mira como si lo que tengo fuera contagioso. Como si pudiera arruinar su vida solo por existir.
La forma en que lo dijo… no había rabia en su voz, ni llanto. Solo cansancio. Como si lo hubiera repetido tantas veces en su cabeza que ya no doliera, solo pesara.
—Pero tú no eres una carga, Diana —le dije, con firmeza—. No para mí.
Ella me miró. Por primera vez en todo ese rato, me miró directo a los ojos.
—Tú… tú me viste cuando nadie más lo hizo —susurró—. Y eso… me salvó.
Sentí un nudo en la garganta. No sabía si abrazarla o llorar. Así que solo le tomé la mano. Con suavidad. Y ella no se apartó.
Se quedó así, con mi mano entre las suyas. Como si aferrarse a alguien fuera una novedad.
Ese día supe que no quería soltarla.
No pasó de un día para otro. Diana no floreció de golpe, ni yo me enamoré en un instante. Fue lento. Fue real.
Todo comenzó con detalles. Yo seguía llevándole panecillos por la mañana. A veces dulces, otras salados, y siempre envueltos en una servilleta con su nombre escrito a mano. Ella los recibía con una sonrisa apenas visible, como una estrella tímida en el amanecer. Pero estaba ahí. Y yo la esperaba.
Algunas tardes, después de clase, me quedaba con ella en la biblioteca. No hablábamos mucho. Yo hacía que estudiaba, pero en realidad solo la espiaba entre las páginas. Diana tenía una forma de tocar los libros como si fueran criaturas vivas, como si leyéndolos pudiera entender el mundo que la rechazaba.
Una vez, le dejé una carta escondida entre los libros de astronomía. La había escrito de noche, con la cabeza llena de pensamientos que solo se podían decir en papel.
“A veces pienso que el universo es solo una excusa para tenerte cerca. Que todo eso que estudias, las estrellas, los eclipses, los meteoritos… en realidad no son más que metáforas de ti. Yo también giro a tu alrededor, Diana. Lentamente, con cuidado, pero siempre hacia ti.”
No firmé la carta. No hacía falta. Cuando la encontró, alzó la mirada desde la página, y nuestros ojos se encontraron desde dos mesas de distancia. Ella sonrió. Fue mínima, pero juro que me hizo latir el corazón como si acabara de correr kilómetros.
Esa misma noche encontré una nota doblada dentro de mi cuaderno de geografía.
“Las estrellas también giran, Anne. Algunas colapsan. Otras simplemente se apagan. Pero hay una que cada noche vuelve a brillar para ti.”
No tenía firma. Tampoco la necesitaba.
Desde entonces, las cartas empezaron a llegar sin previo aviso. A veces aparecían en mi mochila, otras entre las páginas de mis libros. Una vez incluso la encontré dentro del bolsillo de mi chaqueta. Diana era silenciosa, sí, pero había encontrado una forma de gritarme todo lo que sentía, en palabras que vibraban entre líneas, como susurros con tinta.
En los recreos, me sentaba a su lado, bajo el gran árbol. Al principio ella se quedaba en silencio, comiendo despacio, con la mirada perdida entre las hojas. Pero poco a poco me fue contando cosas. Cosas pequeñas. Cosas importantes.
—Me gusta el sonido de los lápices al escribir —me dijo un día—. Me tranquiliza. Me recuerda que estoy viva.
—¿Te pasa seguido que las palabras no te salen? —le pregunté.
Ella asintió.
—Casi siempre. Pero con las cartas… es como si no tuviera que usar mi voz, y aún así pudieras escucharme.
Y eso era cierto. Las cartas de Diana eran más que palabras: eran puertas. A su mente. A su corazón. A todo lo que no se atrevía a decir en voz alta.
Un día le llevé una flor. No una cualquiera. Era una flor silvestre que crecía en los bordes del jardín del colegio, pequeña, de pétalos blancos. Se la dejé sobre la mesa sin decir nada.
Al día siguiente, encontré un dibujo en mi pupitre: la flor, en detalle, y debajo un texto que decía: “Nadie me había regalado algo tan sencillo y tan bello al mismo tiempo. Eres la primera persona que me ve sin intentar entenderme.”
Eso me tocó el alma. Porque era cierto. No intentaba entenderla en el sentido lógico. No la analizaba. Solo quería estar con ella. Y eso bastaba.
El invierno llegó despacio, tiñendo los pasillos de gris. Pero estar con Diana era como tener una pequeña lámpara encendida en el pecho. Había días en que no cruzábamos más de cinco palabras, y aún así salía de su lado con la certeza de que algo entre nosotras crecía. Algo fuerte. Algo que no necesitaba prisa.
Una tarde me senté a su lado en el aula vacía, mientras afuera llovía con fuerza. Saqué mi cuaderno y le escribí una nota sin pensar mucho:
“¿Te gustaría salir conmigo algún día? Solo tú y yo. A mirar estrellas, o no mirar nada.”
Ella la leyó con las manos temblorosas. Me miró, sus ojos enormes, oscuros como el espacio. Luego asintió. Una vez. Y sonrió. Esa sonrisa me bastó para creer en todo.
Esa noche, encontré una carta bajo mi almohada. No sé cómo la puso ahí. No me importó.
“Yo pensé que nunca me mirarías. Que siempre estarías orbitando otras constelaciones. Pero me viste, Anne. Me viste cuando yo estaba rota. Cuando mi silencio era un escudo. Ahora quiero que sepas que te espero. Que cada carta es una forma de quedarme a tu lado sin asustarme. Gracias por no correr. Gracias por quedarte.”
La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Y cada vez que la repetía en mi mente, algo en mí se acomodaba. Como si todo finalmente tuviera sentido.
Ahora la rutina tiene otra luz. Ya no me siento sola en los pasillos. Diana está ahí, tal vez no caminando a mi lado todo el tiempo, pero sí en cada mensaje, en cada gesto. Me espera con una flor en la mano, con una carta escondida, con una mirada que me atraviesa sin herirme.
Y yo me descubro queriéndola así. Sin ruido. Sin promesas. Con panecillos dulces y cartas sin firma. Con pequeños gestos que construyen algo más grande que nosotras.
Con amor. Aunque aún no lo digamos en voz alta.
Habían hablado de las estrellas muchas veces, pero nunca de verlas juntas. Diana solía mencionarlas en sus cartas, como si fueran criaturas que solo ella comprendía del todo. Pero esa noche, sin palabras escritas, fue ella quien me tomó del brazo y me llevó hacia el campo detrás del colegio.
La lluvia de estrellas estaba anunciada desde hacía días, pero nadie en la escuela parecía interesado. Solo nosotras dos, como si el cielo hubiera decidido regalar ese instante a quienes sabían mirar con el corazón.
Caminamos en silencio, entre pasto húmedo y ramas que crujían bajo nuestros pasos. Diana llevaba su cuaderno bajo el brazo, aunque no lo abriría en toda la noche. Yo llevaba una manta y una bolsa con galletas que había horneado por la tarde. Todo parecía pequeño, excepto el cielo.
Nos acostamos sobre la manta extendida y nos quedamos mirando hacia arriba. El cielo era una tela oscura, inmensa, punteada de promesas. Y entonces, comenzó.
Una estrella fugaz cruzó el cielo, veloz, seguida por otra, y otra. Diana se cubrió la boca como si acabara de presenciar un milagro. Yo la miré de reojo. Había luz en sus ojos, pero no era solo la de las estrellas. Era otra cosa. Algo suave. Algo que dolía de tan hermoso.
—¿Pides deseos? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Ya tengo uno conmigo —susurró.
Me quedé inmóvil. No dijo más. Solo volvió a mirar el cielo, pero yo no podía apartar los ojos de ella. Esa noche supe que me estaba enamorando por completo. No por lo que decía, sino por lo que callaba. Por cómo me miraba sin miedo. Por cómo, aun en su mundo de silencios, me dejaba entrar.
—Cuando era chica —dijo de pronto— pensaba que las estrellas eran personas que se habían ido. Que desde allá arriba nos miraban. Me gustaba imaginar que una de ellas era para mí. Una que nunca se apagaría.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Ahora pienso que son caminos —dijo—. Caminos que nos guían hacia donde debemos estar. Esta noche, por ejemplo… siento que estoy justo donde debo.
El viento sopló suave entre nosotras. Diana se acurrucó un poco más cerca, sin tocarme, pero tan cerca que podía oír su respiración acompasada con la mía.
—¿Te molesta que a veces me calle tanto? —preguntó de golpe, como si le doliera preguntar.
—No —respondí sin dudar—. Me encanta tu silencio. No es vacío. Es como un cuaderno lleno de secretos que tengo el privilegio de leer.
Diana sonrió. Cerró los ojos. Luego los abrió, y por fin, me miró directo, como si su alma se asomara por un instante.
—Hay cosas que no puedo decir. Ni siquiera escribir. Pero esta noche quiero intentar.
Se sentó, buscó su cuaderno, y en una hoja en blanco escribió algo. Luego me la pasó.
“A veces me siento invisible. A veces siento que mi mundo no tiene lugar en el de los demás. Pero contigo... contigo soy luz. Eres la primera persona que me ve sin querer cambiarme.”
Le tomé la mano. No como un gesto dramático, sino como algo inevitable. Ella no la retiró. Solo bajó la mirada y sus mejillas se tiñeron de rojo suave, como el atardecer antes de esta noche mágica.
—Diana —susurré—. Tú también eres mi luz.
Nos quedamos así, juntas, con las manos enlazadas mientras el cielo seguía su espectáculo. Cada estrella fugaz parecía acercarnos más. No nos besamos. No hacía falta. En cada caricia leve, en cada mirada sostenida, había algo más profundo que cualquier beso: había verdad.
De pronto, Diana susurró:
—Mi hermano... siempre me decía que estaba rota. Que debía “intentar ser normal”. Nunca supe cómo. Pero tú... tú me viste rota y no huiste. Te quedaste. ¿Por qué?
La pregunta me atravesó como un meteoro.
—Porque tú me viste también, Diana —respondí—. Me viste cuando yo me escondía detrás de mi risa, de mis notas perfectas, de mi nombre. Nadie había mirado más allá. Hasta que tú... chocaste conmigo. Literalmente.
Ella rió bajito. Me encantaba ese sonido, como si el mundo se volviera más suave solo por escucharlo.
—Me asustó quererte —confesó—. Me sigue asustando. Porque no sé cómo se hace esto. Pero cada vez que estás cerca, me siento menos sola.
—Entonces no lo pienses tanto —le dije—. Solo... quédate cerca.
La lluvia de estrellas se hizo más intensa. Diana se tumbó de nuevo y yo me recosté a su lado. Esta vez su cabeza rozó mi hombro. El contacto fue mínimo. Pero eterno.
—¿Puedo pedirte algo? —murmuró.
—Lo que quieras.
—Cuando se acabe esta noche… no te vayas. Aunque no hable, aunque no te mire todo el tiempo… quédate.
—Siempre —dije, sin dudar.
Y lo supe en ese momento. Que no importaban las etiquetas, ni el tiempo, ni siquiera el miedo. Lo que estábamos construyendo era real. Hecho de cartas y gestos, de silencios compartidos y estrellas fugaces.
Esa noche, bajo el cielo encendido, Diana dejó de ser una chica distante. Se convirtió en mi hogar.